El próximo 5 de septiembre se cumplen 80 años de la terrible masacre del Seguro Obrero, efectuada a pasos
de La Moneda. Ella fue efectuada por el segundo Gobierno de Arturo Alessandri (1932-1938) en contra de sesenta jóvenes del Movimiento Nacional Socialista chileno que intentaron dar un golpe de Estado para desbaratar el seguro triunfo que -gracias al cohecho desenfrenado existente- obtendría el candidato de derecha, Gustavo Ross Santa María, de mantenerse a tres bandas la elección presidencial.
El intento de golpe se estructuró en base a la toma, por jóvenes del movimiento -que apoyaban la candidatura presidencial de Carlos Ibáñez- de la Casa Central de la Universidad de Chile y del edificio del entonces Seguro Obrero (actual Ministerio de Justicia, en el costado oriente de la Plaza de la Constitución) para gatillar con ello una sublevación triunfante de unidades del Ejército que no respondieron en absoluto a tal efecto. Una vez reducido el grupo que se había tomado la Casa Central, se los condujo, por orden presidencial, al edificio del Seguro Obrero -cerca del mediodía del Lunes 5- ¡para que sirviesen de carne de cañón en contra de los jóvenes que todavía resistían en los pisos superiores del edificio del Seguro! Finalmente fueron masacrados todos los jóvenes en su interior. Sin embargo, cuatro de ellos quedaron heridos bajo la montaña de cadáveres y pudieron sobrevivir y contar la historia: David Hernández Acosta, Alberto Montes Montes, Carlos Pizarro Cárdenas y Facundo Vargas Lisboa.
Todo indica -como se detalla en mi reciente libro Historias desconocidas de Chile 2– que fue el propio Alessandri quien ordenó la matanza, la cual fue dirigida por su incondicional jefe de Carabineros durante todo su sexenio, el general Humberto Arriagada Valdivieso. La prueba más evidente de su culpabilidad la constituye el hecho de que muchas personas que estaban presentes en la calle -observando el paso de los rendidos de la Universidad hacia el edificio del Seguro, escoltados por carabineros- le escucharon su vozarrón: “¡Mátenlos a todos!”. Ello fue asumido por la opinión pública de la época y transmitido en base a la memoria oral familiar. Y tenemos el testimonio registrado de dicha orden en los escritos de al menos cinco destacadas personalidades. El principal, del más destacado líder sindical de la historia de Chile: Clotario Blest, que estaba presente en la calle Morandé en el momento que pasaba la fatídica columna: “Pasaron los universitarios rendidos, y el León (Alessandri), que estaba con el director general de Carabineros –(Humberto) Arriagada, creo- y otros dos o tres más, gritó a todo pulmón: ‘Mátenlos a todos’. Yo lo escuché y lo vi, así es que a mí no me engañen. Después lo negaron” (Mónica Echeverría.- Antihistoria de un luchador (Clotario Blest 1823-1990); LOM, 1992; p. 148).
La versión anterior fue corroborada por el destacado historiador peruano -y que llegaría a ser vicepresidente de su país- Luis Alberto Sánchez: “Alessandri, desde la puerta de La Moneda, que da a Morandé ordenó al general Arriagada, jefe de Carabineros: ‘Que no quede nadie’. Era una expresión violenta, propia del temperamento de don Arturo que estaba furioso. Arriagada la tomó al pie de la letra” (Visto y vivido en Chile. Bitácora chilena. 1930-1970; Unidas, Lima, 1975; p. 113).
Además, hay que agregar el testimonio de uno de los fundadores de la Falange Nacional, Ignacio Palma, que incluye también a Jorge Alessandri: “Ignacio Palma había sido invitado a La Moneda por Eduardo Cruz-Coke, entonces ministro de Salud. Desde los balcones de La Moneda los vio pasar (a los detenidos de la Universidad) por la calle Morandé, rendidos, con las manos en alto. Alarmado se dirigió a Jorge Alessandri, hijo del presidente y profesor universitario de Palma: ‘Me han dicho que los van a balear a todos, que los van a liquidar’. ‘Es imposible', replicó Alessandri, quien para asegurarse ingresó a la oficina donde estaban reunidos su padre y el director de Carabineros. A la salida tranquilizó a Palma: ‘No se preocupe, no hay ningún problema’” (Claudio Rolle.- Ignacio Palma Vicuña. Apasionado de libertad; Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 2006; p. 69).
Otras dos personalidades -que fueron testigos de la marcha de los rendidos al Seguro Obrero- respaldaron dicha versión. Así, Oscar Waiss (que llegaría a ser connotado dirigente socialista) escribió: “Los nacis (los chilenos se denominaban con c, a diferencia de los alemanes) fueron, como se sabe, ametrallados por decisión del Jefe del Estado que impartió la orden de ‘mátenlos a todos’” (Chile vivo. Memoria de un socialista. 1928-1970; Unigraf, Madrid, 1986; p. 67). Y Gabriel Valdés expresó: “Según se dijo después, la orden ‘¡que los maten a todos!’ vino de La Moneda” (Elizabeth Subercaseaux.- Gabriel Valdés. Señales de historia; Aguilar, 1998; p. 46).
Por otro lado, posterior a la masacre (a las 22 hrs.), una comitiva encabezada por el diputado liberal Raúl Marín consiguió permiso para entrar al Seguro, autorizados por un mayor de Carabineros que no estaba al tanto de la matanza. Al escuchar el horrorizado diálogo de los visitantes, tres de los sobrevivientes que se hacían los muertos (Hernández, Pizarro y Vargas) solicitaron ayuda. De acuerdo a Pizarro, “los carabineros les apuntaban con sus armas largas, mientras decían al parlamentario: ‘Señor, tenemos orden de que nadie salga vivo del Seguro. Pero Raúl Marín los enfrentó enérgico (‘Delante de mí no matan a nadie. Hasta cuándo van a seguir asesinando gente’) y anunció que bajaba sin demora y hablaría a Alessandri (…) Alessandri impartió sin demora las órdenes que le pidió el diputado liberal y Pizarro, Hernández y Vargas llegarían con rapidez al Hospital El Salvador (…) Montes de su lado ‘reviviría’ una hora después quejándose audiblemente”. De acuerdo a este último, “fue rodeado por… (varios) oficiales… (que) cambiaban opiniones. Se habló de lanzarme por el hueco del ascensor. El teniente (Carlos) Dreves dijo que nada sacaban con liquidarme, pues los otros tres sobrevivientes contarían lo ocurrido y que en cambio, dejándonos vivir se demostraba que Carabineros no había tenido intención de matar a nadie” (Gonzalo Vial.- Historia de Chile (1891-1973). De la República Socialista al Frente Popular (1931-1938); Zig-Zag, 2001; p. 529).
Por otro lado -y como de costumbre- fue el propio Alessandri quien se acusó a sí mismo, al menos respecto del crimen de llevar a los detenidos de la Universidad como carne de cañón al edificio del Seguro. De este modo, el 30 de septiembre en una alocución radial al país -¡y a la historia!- reconoció: “Estas razones y la vida de la República que nos imponía en esos momentos la necesidad de salvarla, cualesquiera que fuesen los medios y los sacrificios que costara, aconsejaron la medida que ha sido tan duramente criticada y por la cual asumo toda la responsabilidad, convencido que, al ordenarla, cumplía con mi deber, y seguí el camino que en aquellos momentos las circunstancias me imponían. Fue una medida de guerra, necesaria en aquellos momentos de apremio y por muy dolorosa que parezca”. De tal manera que “la presencia de ellos (los detenidos) ante sus compañeros que combatían con tanta tenacidad podía ser un argumento objetivo de la inutilidad de sus esfuerzos y de lo injustificadas que eran sus esperanzas de triunfo. Se tuvo también en cuenta que, como las escaleras de los pisos superiores ocupados por los revolucionarios estaban completamente cegadas con muebles y otros útiles y hacían casi imposible el ascenso, era conveniente que los detenidos en la Universidad pasaran delante de los carabineros, ya que era lógico y presumible que los amotinados detuvieran el fuego para no dañar a sus compañeros” (Recuerdos de gobierno; Tomo III, Nascimento, 1967; pp. 245-6).
Respecto de la ejecución de todos los rebeldes señaló que no la había ordenado él, pero dio una versión totalmente descabellada de los acontecimientos y completamente contradictoria con la de los sobrevivientes de la matanza. Dijo que la tropa “llegó hasta donde estaban los amotinados que se confundieron en la lucha con los que venían en compañía de los carabineros, y se produjo la finalización dolorosa que el país conoce” (Ibid.). Es decir, afirmó en definitiva ¡que los propios nacistas se habían matado entre ellos!…
Además, reconociendo implícitamente que todo había ocurrido de acuerdo a sus deseos, ¡amenazó con repetir la masacre!: “Repetí una y mil veces que contaba con el concurso leal y patriótico de las fuerzas armadas en la defensa de esos grandes y nobles ideales. No fui creído (…). Yo no tengo la culpa de no haber sido creído, y lo reitero ante la faz del país: si se pretende renovar los luctuosos sucesos que deploramos (…) el Gobierno procederá nuevamente con inflexible resolución y serenidad en la misma forma dolorosa, pero necesaria que lo hizo el 5 de septiembre” (Ibid.; pp. 247-8).
Otra prueba de la culpabilidad gubernamental de la masacre fue la orquestación de las declaraciones judiciales de los carabineros involucrados ante el ministro de la Corte de Apelaciones, Arcadio Erbetta. Así, el 12 de septiembre, cuando iba a iniciar su labor investigativa Erbetta, “se efectuó en la Presidencia de la República una reunión a la que asistieron Alessandri, los directores generales de Carabineros e Investigaciones, el intendente de Santiago y el abogado de la Prefectura (de Carabineros), Edwin Lührs Pentz. En esa reunión (…) se dieron los primeros pasos en el sentido de presionar a los carabineros para que declararan al tenor de la versión oficial” (Ricardo Donoso.- Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo II, Fondo de Cultura Económica, México, 1954; pp. 283-4).
Posteriormente, el abogado Lührs procedió a citar uno a uno a todos los carabineros involucrados en la matanza, señalándoles la versión falsa que tenían que declarar ante el ministro. Así, por ejemplo, el teniente Omar Hormazábal declaró ante el fiscal que “en cuatro oportunidades más o menos, el abogado de la Prefectura, señor Lührs, me ordenó que debía tergiversar mi declaración (…) me amenazó de que en caso de que no declarara en esta forma sería separado del Cuerpo de Carabineros” (Ibid.; p. 286). A su vez, el teniente Ricardo Angellini declaró “que todos los testigos que fueron llamados a declarar ante el ministro Erbetta se les obligó a pasar primeramente a la oficina del (…) señor Lührs, para falsear los hechos en sus declaraciones. Entre éstos recuerdo a mi mayor Miguel Guerrero, y todos los que actuaron en el sexto piso, Cammas, Rojas, Hormazábal y diez individuos más” (Ibid.; p. 287). Por otra parte, “el coronel González Cifuentes agregó que el abogado Lührs había aleccionado por lo menos a treinta carabineros para que declararan en el proceso del ministro Erbetta, falseando los hechos” (Ibid.), y que a veces aleccionaba en conjunto: “El señor Lührs, al dirigirse a los asistentes les leía un papel en la cual tenía redactada la forma en que cada uno de ellos debía deponer. En estas oportunidades el abogado en referencia manifestaba que había recibido orden superior de instruirlos en tal sentido y que las declaraciones ya redactadas por él habían sido puestas en conocimiento personal de S. E. el Presidente de la República, quien las había aprobado en forma entusiasta” (Ibid.).
Incluso, el teniente Hormazábal declaró ante el fiscal “que en una ocasión posterior el general Arriagada nos llevó a la Presidencia de la República, en donde el señor Arturo Alessandri nos manifestó que no tuviéramos cuidado alguno y que ya en el discurso que había dicho (el 30 de septiembre) estaba todo arreglado” (Ibid.; p. 286). A esto hay que agregar “dos circunstancias adicionales e indubitadas: el dinero efectivo reservadamente repartido entre los policías de la Torre (del Seguro Obrero), y los ascensos que los beneficiaron” (Vial; p. 546).