La muerte de don Andrés Aylwin ocurre en un momento altamente sensible para el país. La ciudadanía había sido golpeada por dos hechos, la libertad condicional otorgada por la Corte Suprema a condenados por crímenes de lesa humanidad y por las insolentes e indolentes declaraciones del ahora exministro de las Culturas, Mauricio Rojas, sobre el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos. Ambas situaciones abrieron y agitaron la controversia sobre la existencia de las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, sus culpables, las responsabilidades políticas, de los contextos históricos presentes o ausentes, etcétera. Declaraciones destempladas, por parte de los sectores oficialistas, se multiplicaron y fueron rematadas por la paradójica idea del presidente Piñera de levantar y construir un Museo de la Democracia como una forma de zanjar aparentemente el sesgo político e histórico del Museo de la Memoria. En dicho contexto un “hombre bueno” nos abandona. Tal vez, consciente de que su lucha de más de 40 años por los derechos humanos había sido como “arar en el mar”, nos deja aún con tareas por hacer en dicha materia. De manera que, lamentable, la lucha por los derechos humanos, la justicia, la verdad y la reparación ha perdido a uno de sus más genuinos representantes. No obstante, la presencia de Don Andrés Aylwin, seguirá viva y, sobre todo, su quijotesca figura seguirá guiando la lucha por la justicia y los derechos humanos.
La lucha por los derechos humanos, la justicia, la verdad y la reparación de parte de Andrés Aylwin constituye un conjunto de principios que ordenaron su vida privada, profesional y política. Desde aquel día 13 de septiembre de 1973 que estampó su firma en la “Carta de los 13” militantes democratacristianos que condenaron el derrocamiento del gobierno constitucional de Salvador Allende y rindieron el primer homenaje público al extinto presidente: “Nos inclinamos respetuosos ante el sacrificio que él hizo de su vida en defensa de la Autoridad Constitucional”. Don Andrés firmó su compromiso por la defensa de todas y todos aquellos que desde dos días antes habían comenzado a ser perseguidos y asesinados solo por el hecho de haber pensado y luchado por un futuro más justo.
Muchos de esos hombres, mujeres, niños y niñas castigados y dañados violentamente por los opresores que bajo traición habían ocupado militarmente el país, militaban y participan en partidos políticos de la Unidad Popular y apoyaban el proyecto de construcción de una sociedad socialista. No obstante, don Andrés había militado en un partido opositor, el cual incluso había justificado y avalado el derrocamiento del gobierno popular y la acción de las Fuerzas Armadas. Él se puso al frente de un conjunto de defensores de los derechos de los seres humanos que durante 17 años fueron despojados violentamente de ellos y condenados a una condición de “humanoides”, o sea, de no humanos.
Los partidarios y simpatizantes de la Unidad Popular (1970-1973), aproximadamente, un tercio de la población de Chile desde el mismo 11 de septiembre de 1973 comenzaron a ser considerados por los usurpadores del poder como “no humanos” y bajo esa condición carecían de cualquier derecho asignado a los seres humanos. Por esa razón, podían ser vejados, humillados, torturados, asesinados, exilados y desaparecidos. Cientos de hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas y de Orden fueron instruidos y adiestrados en dicha doctrina.
El país fue ocupado militarmente durante 17 años. Y, los militares con la complicidad del Poder Judicial, de los gremios empresariales, de la Embajada de Estados Unidos de Norteamérica entre otras; de los medios de comunicación: de la prensa escrita El Mercurio, Revista Qué Pasa, La Tercera de la Hora, Ercilla, entre otros; de los canales de televisión como el Canal 13 de la Universidad Católica de Chile, y de radioemisoras tales como Radio Agricultura y Minería, etcétera; como también de cientos de miles de civiles provenientes de los Colegios Profesionales, de las Universidades, empresas o de organizaciones de la sociedad civil opositoras al gobierno de la Unidad Popular, etcétera. Todos los cuales se pusieron a disposición de las nuevas autoridades. Estas implementaron una política e instalaron toda una maquinaria y tecnologías de terror con el objeto de aplastar y exterminar a los partidarios y simpatizantes de la Unidad Popular. Una política estatal fundada en el encarcelamiento, allanamientos, torturas, asesinatos, exilios y desaparecimiento sistemático de sus principales dirigentes políticos, sindicales y sociales.
Durante años esta maquinaria de terror y muerte debió ser enfrentada por hombres y mujeres, los cuales arriesgando su propia vida se organizaron para defender a las y los que no se podían defender. El poder Judicial alineado con la dictadura militar no los defendía y les negaba sus derechos como también los cientos de recursos de amparos que le eran solicitados.
Don Andrés Aylwin, presentó cientos de recursos de amparos. La mayoría de ellos fueron una y otra vez rechazados por los jueces de la dictadura. La complicidad del Poder Judicial y de los jueces es una vergonzosa y tétrica historia que aún permanece oculta o en relativo silencio. Es la hora de las y los historiadores de comenzar a develarla.
Por eso, uno de los más valiosos legados que nos deja don Andrés Aylwin es, justamente, su libro Simplemente lo que vi (1973-1990). Y Los imperativos que surgen del dolor. (LOM Ediciones, 2003). En este libro testimonio se encuentra narrada y expuesta la burda y execrable complicidad de los jueces con la violación de los derechos humanos y su contubernio con la dictadura. Los jueces no eran cómplices pasivos sino activos. Y, sobre todo, un engranaje fundamental de la maquinaria estatal destinada a exterminar a los opositores de la dictadura.
Tempranamente, en octubre de 1973, don Andrés Aylwin conoció de la postura del poder judicial y de sus jueces. En el citado libro relata y voy transcribirlo en extenso porque se trata de un testimonio que no merece ninguna duda y que a su vez ratifica la postura que la justicia tuvo a lo largo de los 17 años de dictadura como también durante los 28 años de supuesta democracia (1990-2018). Dice Don Andrés:
“la posición del Presidente de la Corte [Enrique Urrutia Manzano] era de clara simpatía con el Golpe, de gratitud con las Fuerzas Armadas por haber hecho el “pronunciamiento” y, por lo mismo, de total compromiso con todo lo negativo, aun delictual, que pudiera estar aconteciendo después del 11 de septiembre, lo cual debía juzgarse dentro de un esquema de “guerra” donde si los otros (los de la Unidad Popular) hubieran triunfado, nosotros (los “demócratas”) seríamos las víctimas” (Libro citado, pág. 94)
Esta claro que en la maquinaria de terror y exterminio de la dictadura cívico-militar los tribunales constituían tan solo una “División”, o un “Batallón”, dentro de un movimiento revolucionario liberador y triunfante. Es decir, configuraban simplemente el “frente” judicial, para seguir la terminología del dictador.
Ante lo cual era imposible esperar nada de los exjueces de la República. De allí que la frustración y desilusión de Don Andrés Aylwin con la “familia judicial” de la cual su padre como él mismo habían sido parte, fue total. Así lo expresa:
“La percepción de lo que era realmente el Poder Judicial en esos tiempos se fue ratificando… vivencia tras vivencia, frustración tras frustración, en medio de una angustia realidad en que fuera de las murallas de los tribunales miles de hombres y mujeres necesitaban más que nunca de la acción y protección de los jueces y, sin embargo, también más que nunca dichos jueces permanecían dramáticamente silenciosos y ausentes” (ídem).
El libro de Don Andrés Aylwin es el testimonio vivo de la complicidad de los jueces con la violación de los derechos humanos. Ojalá que las y los chilenas lo puedan leer y conocer, pues constituye una pieza valiosa de la lucha por la justicia emprendida por un hombre bueno y justo.
Conocí de la acción de Don Andrés como muchos de las y los ciudadanos chilenos opositores a la dictadura en los años ochenta. Supe de su valer. Y, al mismo tiempo de su consecuencia política. Más tarde lo traté directamente a comienzos de los años noventa en una singular experiencia humana y política. Nos encontramos en la ex Cárcel Pública de Santiago, hoy desaparecida; él defendía o representaba o visitaba a distintos prisioneros políticos, la mayoría de ellos presos por haber luchado contra la dictadura. Algunos de ellos eran mis estudiantes de un curso de Historia de Chile siglo XIX y XX que impartía en la Cárcel. Un día en la puerta de ingreso a la Cárcel, nos topamos. Recuerdo que me preguntó qué hacía yo ahí, si era abogado de los derechos humanos; no, le dije, hago clases de historia de Chile a los presos políticos. Me miró con sorpresa y me dijo, y “aprenden los chiquillos”. Por cierto, que sí. Están muy interesados, respondí. “Qué bien”, me dijo y agregó, “son personas muy valiosas”. Si, lo son y merecen su libertad, contesté. “En eso estamos, me respondió”. Y, entramos a la Cárcel, él se dirigió a la sala de los abogados y yo me dirigí a la sala del segundo piso del primer pabellón interno, donde dos veces a la semana me reunía con una veintena de presos políticos a discutir y analizar la historia de Chile. Era un grupo multicolor. Concurrían a mi clase combatientes de todas layas, viejos y jóvenes. Muchos de ellos gracias al concurso de Don Andrés Aylwin obtuvieron su libertad en Chile, u otros, fueron condenados a la pena de extrañamiento. Mientras que Marco Ariel Antonioletti, fue asesinado por agentes del Estado, luego de su violento rescate protagonizado por un comando del Frente Juvenil Lautaro en noviembre de 1990.
Don Andrés, como un hombre de ley, como lo fue toda su vida, había elegido un camino distinto al asumido por esos luchadores sociales y políticos. Pero, entre ellos, había una conexión política que los unía el mismo propósito, pero con distintos medios, la lucha por la justicia.
Justicia que en una sociedad de clases es imposible de lograr con plenitud. Así lo entendía don Andrés, que sin ser un marxista, tenía dicha claridad histórica y política que muchos carecen. Esa claridad que le permite identificar a la dictadura “como una dictadura esencialmente clasista”. Una dictadura cuyo principal enemigo eran los pobres. “Nunca vi sufrir tanto a los pobres. Una pobreza sin respeto, sin esperanzas. Junto con ello, jamás percibí, escribe en las páginas finales de su libro, tanta soberbia y prepotencia por parte de los que tenían el poder político. Y también -hay que decirlo- de los que tenían el poder económico” (pág. 453)
Esa prepotencia no ha desaparecido, pues aquellos que hoy tienen el poder económico, el empresariado nacional, como aquellos que controlan el poder político, siguen agrediendo a las y los pobres. Pero también agrediendo su memoria y su historia. Está claro, en qué lugar estaría don Andrés.
Hace algunos años atrás escribí otra columna dedicada a otro Aylwin Azocar, a Patricio, hermano de Don Andrés, pero que a diferencia de él, fue un gestor político y defensor del derrocamiento del gobierno de Salvador Allende. Lo justificó ante la opinión pública nacional e internacional. Las primeras reacciones de Patricio Aylwin ante el golpe de Estado, que expone en su libroEl reencuentro de los Demócratas. Del Golpe al triunfo del No. (Ediciones B, Chile S.A., 1998) son muy decisivas para comprender política e históricamente a ambos hermanos. Mientras a Don Andrés su principal preocupación desde el 11 de septiembre fue “salvar la vida” de aquellos que eran perseguidos, al expresidente Aylwin su preocupación central era “salvar al partido”. Así lo plantea: “Cualquiera que fueran nuestros desacuerdos sobre lo ocurrido y sobre la actitud que debíamos adoptar ante el régimen militar; casi todos coincidíamos en que nuestra responsabilidad fundamental eran mantener viva la Democracia Cristiana. Casi todos pensábamos que, fuera breve o larga la duración de la dictadura, a su término la Democracia Cristiana debería estar viva como alternativa”.
Como sabemos, todos los partidos políticos lo integran hombres y mujeres de carne y hueso, por lo tanto, lo primero que había salvar ante el ataque artero de los militares, eran los seres humanos. Así lo entendió desde el 13 de septiembre don Andrés, mientras que su hermano mayor y presidente del principal partido opositor al gobierno de Salvador Allende, le preocupaba tenerlo presto para tomar la posta o mejor dicho el poder del Estado cuando lo dejaran los usurpadores. Independientemente del tipo de régimen político que instituyera la dictadura militar. Este aspecto es relevante señalarlo, pues, a Patricio Aylwin le interesaba que la Democracia Cristiana accediera al poder, mientras que a los hombres que firmaron la Carta de los 13, como Bernardo Leighton, por ejemplo, más que hacer sobrevivir al partido, le interesaba “luchar por la democracia, a secas”. Lo mismo pensaba don Andrés.
Patricio Aylwin, tal vez, logró salvar a su partido. Sin embargo, no logró instalar la democracia. Pues, la que existe es la que instituyeron los autoritarios y aquellos que combatió con todas sus fuerzas don Andrés. Por ello, nos advierte en el 2003, que ha estimado escribir el libro que hacíamos mención más arriba “porque es moralmente aberrante la recuperación del poder por quienes impusieron por medio del terror un modelo de sociedad profundamente injusto e inmoral, que lógicamente no van a modificar si vuelven al gobierno”. (pág. 456)
La principal preocupación de Don Andrés, en sus últimos años estaba en que Chile seguía viviendo bajo las “instituciones y estructuras aberrantes diseñadas” por la dictadura. La necesidad de “reiterar permanentemente la voluntad de modificar lo inicuo constituye un imperativo ético insoslayable. No hacerlo, decía Don Andrés, implica una forma de tolerancia tanto frente a los grandes crímenes como ante la posibilidad de que en base a ellos se diseñe una sociedad permanentemente inhumana”. (Ídem)
La tolerancia de parte de los gobiernos democráticos que han gobernado desde 1990-2010 y 2014-2018, con la institucionalidad establecida y por la sociedad inhumana construida por la dictadura, ha sido total.
Lamentablemente, don Andrés nos deja cuando aquellos responsables de haber construido la sociedad neoliberal, o sea, una sociedad inhumana por excelencia, están de nuevo en el poder, fundamentalmente, por que su partido y otros han sido complacientes con el orden social construido sobre los restos de miles de detenidos, torturados, encarcelados, exiliados, asesinados y desaparecidos. Y durante 28 años han obviado la posibilidad de poner fin al orden social y político construido por la dictadura.
Por eso, es urgente, tal como lo dijo don Andrés, que“en Chile existe la obligación de recordar lo que sucedió durante la dictadura como una forma de sanción moral a los que la sustentaron sino, además, como un llamado a la conciencia de los dirigentes políticos que lucharon contra ella en cuanto a no olvidar jamás ni la magnitud de los crímenes, ni la arbitrariedad del sistema construido bajo el terror, de todo lo cual surge el imperativo histórico ineludible de construir una sociedad justa, tolerante, participativa y solidaria”. (pág. 457)
Hoy a pocas semanas de conmemorar un nuevo año del golpe de Estado de septiembre de 1973 que no solo fue el derrocamiento del gobierno popular, socialista y revolucionario de Salvador Allende, la destrucción de la democracia, sino fue el intento de parte de la clase dominante de exterminar al pueblo, a los trabajadores y a los pobres, solo por el hecho de pensar que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Gracias a Don Andrés y a miles hombres, mujeres, niños y niñas que resistieron valientemente ese intento de genocidio, hoy podemos despedirlo y agradecerle su lucha y al mismo tiempo, seguir luchando por poner fin de la inhumana sociedad neoliberal.
Juan Carlos Gómez Leyton
Dr. en Ciencias Sociales y Política
Santiago Centro, 21 de agosto 2018.
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