La historia de Chile da cuenta que, a mediados del siglo XIX, se desencadenó aquí la llamada “Cuestión del Sacristán”.
El sacristán de la catedral de Santiago, que habría cometido un confuso delito, fue juzgado en 1856 por dos poderes paralelos, el del Tribunal Eclesiástico de la época (que dependía del Vaticano) y el de la Corte Suprema de Justicia, que integraba los poderes del Estado de Chile.
Las sentencias paralelas fueron opuestas: el tribunal eclesiástico condenó al sacristán y la Corte Suprema lo absolvió.
Resultado político: se dividió el partido Conservador y fue su fin en el gobierno del país. Eso, las rebeliones contra Montt y la lucha izquierdista de Bilbao y Arcos y la Sociedad de la Igualdad hicieron que empezaran a gobernar los liberales.
Hoy, a más de 160 años de distancia, podría producirse una contradicción aún mayor entre un tribunal eclesiástico (el Papado, que reside en el Estado Vaticano) y un tribunal laico y estatal chileno (la Fiscalía representada por el fiscal Raúl Guzmán).
Ambos tribunales ya no investigan el caso de un humilde sacristán, acusado no se supo de qué, sino los graves delitos cometidos por sacerdotes de la Iglesia Católica en Chile en contra de jóvenes y niños de este país, acusados por sus víctimas y en algunos casos ya reconocidos por victimarios como el ex Canciller de la iglesia de Santiago, que se autoinculpó.
Para completar una ardua investigación, que analiza graves delitos, la fiscalía pide al Papado, residente en el Estado Vaticano, copia del informe de su obispo investigador en Chile, Monseñor Scicluna, que contiene denuncias sobre los delitos.
Scicluna, Obispo de Malta al servicio del Vaticano, comprometió ante la institucionalidad chilena, el envió de ese informe al retirarse del país y viajar a Roma.
Hace pocos días el cardenal italiano de la iglesia católica chilena, señor Ezzati, señaló a la prensa que las denuncias por delitos de esa naturaleza cometidos por sacerdotes deberían hacerse directamente a la justicia ordinaria, sin pasar por instancias religiosas, que dilatan trámites y pueden ser obstaculizadas.
Finalmente el vocero de la Conferencia Episcopal católica (y algunos “vaticanistas” similares a los conservadores extremistas de mediados del s.XIX) ha señalado que el Informe del Obispo Scicluna ha estado dirigido exclusivamente al Papa, obra en su secreto porque el Papa es “el único destinatario” y que, de ser entregado a Chile (para el juicio respectivo). “ocasionaría un grave daño (!)”.
Las circunstancias y los delitos son distintos en el Caso del Sacristán (1856) y el del Obispo de Malta (2018).
Hoy, a pesar del inmenso poder que el Estado chileno le concede a la Iglesia Católica (en sus ingresos y en su poder simbólico), se ha separado la Iglesia del Estado, el poder estatal es legalmente laico y la única institución que puede dictar sentencia ante delitos como los cometidos por abusadores y delincuentes nombrados en el Informe del Obispo de Malta es el poder judicial chileno.
Cualquier obstrucción de un poder extranjero, como el del Estado Vaticano, debe ser denunciada y castigada de acuerdo al derecho internacional.
Sería muy grave que el Vaticano, que se ha caracterizado por su tira y afloja, se sumara a los denunciados en la misa a la Virgen del Carmen del 16 de julio en Maipú: “No más sacerdotes abusadores ni obispos encubridores”.
En este caso habría un lío grave entre la Iglesia y el Estado, entre el Estado Vaticano y el Estado de Chile.