El triunfo de la derecha canalla que asaltó el poder a sangre y fuego no se verificó de una vez y para siempre en el momento en que desde el asta del Palacio de la Moneda cayó el pabellón envuelto en llamas, luego de esa hazaña memorable de la Fuerza Aérea de Chile.
Durante todo este tiempo, día a día, la más brutal, cruel y criminal ultraderecha del mundo, ha hecho saber quien ganó y quién perdió luego del inicio de la venganza histórica que comenzó en esos terribles días de septiembre.
A esos cobardes criminales jamás se les olvidó ese tiempo en que vieron de cerca la posibilidad de perder los privilegios que durante siglos construyeron sobre las espaldas de los explotados. El miedo al pueblo conquistando su propio futuro, detonó el odio que se respira aún hoy, a casi medio siglo de los sucesos de ese martes nublado.
No por otras razones la del pueblo es una educación de mierda. No por otras razones se condena al pobrerío a sufrir un sistema de salud que mata. No por casualidad se condena al trabajador a llevar una vida de pacotilla. Una extrema y sutil venganza ha dispuesto que sean los mismos trabajadores, mediante el robo de parte de su sueldo, el que financie a sus castigadores mediante las AFP.
A diario se obliga al pueblo a pagar el triste tributo de la derrota.
Esos castigos cotidianos son otra manera de explicar lo real y trágico de la extensión de la dictadura, aunque por otros métodos, medios y personajes.
Aseverar que se vive en plena democracia no más porque hay elecciones, trampeadas una y otra vez por los dineros negros y corruptos, es abusar del idioma. La esencia de la cultura impuesta es antidemocrática en su más profunda concepción y una resultante necesaria en un país en el cual la ultraderecha hace reinar duramente su hegemonía.
Los chivateos de los habitantes de Las Condes que se oponen con dientes y uñas a que sus vecindades sean afeadas por la irrupción de supuestos pobres viviendo por ahí cerca, no es sino el mismo odio ancestral de los poderosos en contra de todo lo que huela a pueblo.
No tiene mucho sentido decir que en muchos países la gente vive mezclada sin que eso signifique menoscabo, si se considera que desde el nacimiento, pasando por el jardín infantil y desde ahí hasta el infinito, Chile vive en un apartheid invisible solo para el que se tapa los ojos.
La rabieta de los vecinos de Las Condes por los pobres que irían supuestamente a ensuciar sus veredas y jardines es la resultante necesaria de la cultura de odio que cultiva con esmero el poderoso.
Pero esta cultura del oprobio no está acotada solo a vecindarios de gente de misa diaria, colegio de uniformes estrafalarios, perro de razas exóticas y poderosos cuatro por cuatro y/o supuesto linaje.
Se ve también en barrios con menos pedigrí.
Maipú, La Florida, Puente Alto, Quilicura, San Miguel, entre otros, ha habido vecinos se engrifan ante la posibilidad de que en sus cercanía se establezcan las llamadas viviendas sociales, es decir, para los pobres. O delincuentes, traficantes, drogadictos y desadaptados, como los entiende el clasismo criado por la cultura metida hasta los huesos en la gente de bien.
También en comunidades de izquierdistas conocidos, progresistas con historia, vegetarianos antisistema, ha hecho mella el horror que produce tener por vecinos a patipelados que solo afearán un paisaje entendido solo para ellos. Tal es el caso de los habitantes de la Comunidad Ecológica Peñalolén Alto, alarmados ante la posibilidad de juntarse con pobres.
La ultraderecha, aún vestida con el inocente ropaje de centroderecha, sabe que la mejor manera de combatir la pobreza es combatiendo a los pobres. Y, en el mejor de los casos, de vez en cuando, matando a algunos de ellos.
Y esas matanzas de escarmiento que algunos ven lejas o imposibles, pero que se han repetido a lo largo de la historia con una frecuencia de espanto, no es algo que se improvise de la noche a la mañana.
Su combustible necesario se nutre de ese odio que las imágenes muestran en ancianas de apariencia decente que solo intentan defender la plusvalía de sus propiedades.
La derecha siempre va a entender al pobre como un enemigo al que es mejor mantener controlados en guetos debidamente alejados de todo, presos o en los cementerios.
Por eso, el peligro real de llevar a los pobres a vivir cerca de las residencias de la alcurnia, de ser cierto, el verdadero riesgo, es el de los posibles daños colaterales que puede haber cuando comiencen a operar los tanques, la artillería, la infantería, aún cuando no así la singular puntería de los aviones de la Fuerza Aérea de Chile, la que ya sabemos cómo es de precisa.