Calama no es Las Vegas pero podría serlo. Porque está en medio de un desierto mayor, rodeada de parajes de indómita belleza y cruda lejanía. Si en la ciudad del juego, la diversión y la fantasía que emerge del Arizona hay brillo que se proyecta y encandila al mundo, en este recoveco del Atacama sólo se respira soledad, abandono y un agotado empuje de color cobre.
En Las Vegas se radican los más inolvidables productores de espectáculos del orbe, atraídos por el dinero y las pretensiones ostentosas del turista que deja fondos y se enamora del pulso incansable de una urbe que no duerme. En Calama apenas se oyen bailes tradicionales en la calle y uno que otro cultor de raíces populares pidiendo una moneda, inmerso en una vorágine de extranjeros y población flotante que se llena los bolsillos gracias a esa tierra seca y generosa que no distingue entre su gente y los improvisados colonos que llegaron abrazando una ilusión marcada por el resurgimiento y la codicia.
Mientras una urbe se jacta de su lugar en el mapa de los sueños, la otra lucha por no quedar en el olvido. Son polos de atracción genuínos, atiborrados de recursos. La primera los atesora y despilfarra haciendo crecer su nombre. La segunda los ve pasar por sus gastadas vías de acceso, reteniendo las chauchas de un gigante extractor que sólo devuelve migajas de beneficiencia falsa.
Parecen mundos opuestos pero en su génesis son similares. La diferencia radica en el país donde están circunscritas y levantadas con el esfuerzo de unos pocos. Son oasis de desarrollo con disímiles cosechas de beneplácito. Y si Calama llora por las reivindicaciones históricas es porque probablemente entiende que durante décadas fue relegada al más completo olvido, a la explotación indiscriminada y silenciosa de un estado que, lejos de reconocerle su mérito de sustento, la desplaza a los cajones postrímeros en el escritorio de las decisiones trascendentes.
Hay una ignorancia adrede respecto de las necesidades de esta apartada comuna y su gente. Mientras el grueso del compatriota jura que el calameño disfrutará un ingreso per cápita oneroso y desbandado del promedio, la capital del Loa recién se levanta al emprendimiento urbano y acusa sus carencias. No hay recintos deportivos para que los niños edifiquen sus sueños. Ni grandes avenidas o proyectos habitacionales que recorran su árida extensión. Se observa la brecha social como en todos los rincones de este Chile repleto de recursos naturales mal aprovechados. Es un casco urbano que luce la misma desigualdad que en Santiago, Concepción o algún pueblo del interior.
En estos días la ciudadanía de Calama paraliza su actividad por completo, sin exclusiones ni egoísmos. Y elevan una voz de reclamo que debiese ser escuchada, asimilada y entendida desde la perspectiva de la empatía social. La injusticia no tiene dos caras y más allá de lo razonable que amerite el raciocinio de apuntar con el dedo a autoridades incompetentes que nunca hicieron nada por sus vecinos, o la aceptable versión del aprovechamiento político de unos pocos -que sin escrupulos sacan cuentas personales con la desidia de la multitud reclamante- se debe abordar el fondo del asunto.
No se puede entender que el dinero fluya dejando resabios de desdicha en quienes lo generan o lo sustentan con su gota de sudor diaria en medio de una interminable carretera de territorio abandonado a su suerte. El cobre es el sueldo de Chile y para que ese cordón de benevolencia continúe y se extienda, hay que ser generoso con quien decide afrontar la vida bajo un sol inmisericorde, con el único destino de soñar un entorno mejor. Lejos de ser un reclamo contra los ejecutivos de un gigante cuprífero desaprovechado, se trata de hacer entender al país que en la vida es justo y necesario devolver la mano al que te da de comer.
Los movimientos sociales en masa están sacando a la luz el sentimiento de inconformismo que no puede ser ignorado. Cuando una ciudad entera frena su ritmo de vida es porque probablemente se dio cuenta que debe respirar, inflar el pecho y gritar con fuerza por demandas que considera justas para alcanzar un anhelo colectivo, primordial y superior.
Dejar su letargo de años, la flojera convenida y su comoda pasividad ante el iluso empacho que alguna vez provocó la leche extraída desde “la teta” de Codelco. Hoy se abrazan en una sola voz para pedir lo que es suyo. No hay desmedros particulares que empañen los embates de la mayoría. Ni menos podrán usarse de subterfugio para esconder la verdad denegada por tanto tiempo.
Basta ya de regalar lo que nos pertenece. Que se termine el egoísmo tácito de señores jugando con el destino de nuestra gente más noble en bolsas de comercio internacional. Calama es sólo una muestra del pago de Chile. De ese desagradeciento constante hacia el compatriota que extrae, se esmera y optimiza el regalo de la tierra para recibir “el molido” desde los bolsillos de los privados.
El escenario está cambiando. O al menos, son muchos más los que se dan cuenta de este abuso prolongado por generaciones. Y si queremos que esto cambie, acciones como el paro comunal son las que nos dicen que al parecer, hay gente despierta sintiendo que en sus manos está el poder de cambiar el rumbo de tanta injusticia sostenida y maquillada con falsos mensajes de equidad inexistente.