Noviembre 15, 2024

Iglesia Católica chilena

La verdad, por más que duela, es sano reconocerla. Y respecto de la mayor institución de carácter espiritual que ha tenido Chile desde sus inicios -la Iglesia Católica- debemos reconocer que sufre la peor crisis de toda su historia. Esto duele mucho más si se contrasta con una Iglesia que se comprometió profundamente, hace pocas décadas, con los sufrimientos y esperanzas del pueblo chileno.

Entre las décadas del 60 y del 80 tuvimos una Iglesia que promovió la justicia social; que alertó sobre la radicalización y violencia que desgraciadamente acompañaron muchos de los cambios sociales llevados a cabo; y que, sobre todo, se jugó abnegadamente por la defensa de la dignidad y los derechos humanos tan pisoteados durante la dictadura.

 

En dicha labor desempeñaron papeles muy relevantes numerosos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos, que bregaron valientemente por la vida, integridad física y libertad de tantos hermanos nuestros. Cómo no mencionar en este sentido al cardenal Raúl Silva Henríquez y a los obispos Enrique Alvear, Fernando Ariztía, Carlos Camus, Sergio Contreras, Carlos González, Jorge Hourton, Manuel Larraín y José Manuel Santos. Como lo ha señalado y recalcado Francisco a los actuales obispos chilenos, aquella fue una Iglesia profética en todo el sentido de la expresión.

 

Sin embargo, a partir de los 90 nuestra Iglesia fue dando un vuelco en 180 grados perdiendo su espíritu profético. De este modo, dejó de ser una Iglesia que realzara la lucha por la justicia social; el mensaje de las encíclicas sociales se fue diluyendo; la denuncia de las grandes desigualdades dejadas por la dictadura -y consolidadas posteriormente- fue desapareciendo; las comunidades eclesiales de base, tan fomentadas en Medellín y Puebla, dejaron también de promoverse; y en la Iglesia comenzaron a proliferar movimientos espiritualistas e intimistas, centrados en sí mismo y algunos de ellos con fuertes características sectarias y orientados a las clases sociales más acomodadas. Con todo ello se fue desapareciendo en la práctica la “opción preferencial por los pobres”; y la Iglesia perdió significativamente su dinamismo, particularmente en los sectores juveniles y populares.

 

Todo aquello se vio mucho más agravado aún por una conducta encubridora por parte de la Jerarquía de crecientes abusos sexuales pederastas cometidos por eclesiásticos. Es cierto que esta lacra se ha dado en la Iglesia Católica a nivel mundial; pero en el caso nuestro se agravó porque tuvo la explícita sanción ¡del cardenal Errázuriz! Recordemos que cuando después de muchos años fue finalmente sancionado el obispo Cox (a recluirse en un monasterio en Alemania) por sus depredaciones con niños, Francisco Javier Errázuriz declaró que Cox “tenía una afectuosidad un tanto exuberante”, la que “se dirigía a todo tipo de personas, si bien resultaba más sorprendente en relación con los niños” y que “cuando sus amigos y sus superiores llegamos a ser muy duros para corregirlo, él guardaba silencio y pedía humildemente perdón. Nos decía que se iba a esforzar seriamente por encontrar un estilo distinto de trato, pero no lo lograba” (La Nación; 2-11-2002). Pareciera que Errázuriz se refería al período en que él era Superior de Schoenstatt en Chile, es decir, entre 1965 y 1971. Y Cox fue nombrado posteriormente obispo (de Chillán) en 1974; en 1981, fue designado en Roma ¡Secretario del Consejo Pontificio para la Familia!; luego fue curiosamente “degradado” a obispo auxiliar de La Serena en 1985; para llegar a ser obispo titular en 1990; nuevamente ser “degradado” en 1997 a cargos menores; y finalmente “sancionado” en 2002, cuando la prensa publicó su escandaloso historial.

 

También Errázuriz “protegió” al “cura Tato” (José Andrés Aguirre Ovalle), sacerdote condenado a 12 años de cárcel en 2003 (confirmados por la Corte Suprema en 2005) por nueve casos de abusos deshonestos con niños y un estupro. Ya en 1994 el Arzobispado de Santiago sabía que había dejado embarazada a una niña (Ver La Nación; 15-10-2004). Incluso, “consultado porqué el cura Tato no había sido expulsado de la Iglesia apenas se supo que había cometido abusos y había tenido una hija, Errázuriz dijo que en ese momento se creyó posible su rehabilitación y posterior reinserción pastoral uniéndolo a un movimiento en el extranjero que ‘brindaba un excelente acompañamiento espiritual’” (El Diario de Atacama; 18-7-2004). De este modo, Aguirre fue enviado a Costa Rica y Honduras en 1994 (Ver La Tercera; 12-11-2013). Increíblemente, a su vuelta en 1998 se lo nombró en la Vicaría Pastoral de Quilicura (Ver La Tercera; 12-11-2013). Y, en 2000, párroco de Nuestra Señora del Carmen de la misma comuna (Ver La Nación; 15-10-2004), donde continuó sus conductas delictuales.

 

En el caso de Karadima, Errázuriz simplemente ignoró por años las denuncias sobre aquel (la primera la recibió en 2003), porque no le parecieron dignas de investigarse. Así, en declaración a la jueza Jessica González declaró: “El receso del procedimiento administrativo entre los años 2006 y 2009 es de mi responsabilidad y fue una decisión que tomé luego de haber oído el testimonio de monseñor Andrés Arteaga (¡discípulo de Karadima!) respecto de los denunciantes” (Mónica González, Juan Andrés Guzmán y Gustavo Villarrubia.- Los secretos del imperio de Karadima; Catalonia, 2011; p. 245). Por tanto, no es extraño que varios obispos hubiesen tenido conductas semejantes en esos años. Y lo más notable es el criterio general reconocido públicamente por Errázuriz para justificar la no colaboración de la Iglesia con la Justicia en los casos de delitos sexuales cometidos por sacerdotes: “Hay que tener presente que el obispo tiene una función de pastor y de padre, no solo en bien de los fieles, sino también ante cada sacerdote de su diócesis. Quisiera saber qué papá va a la justicia a delatar a su hijo” (El Mercurio; 26-5-2002).

 

Y por años se ha llegado a la patética situación en que los cardenales Errázuriz y Ezzatti ¡no se han atrevido a aceptar reiteradas invitaciones de programas de debate en televisión (“Tolerancia cero”), pese a que han sido dura y públicamente acusados de delitos por varias de las víctimas de Karadima! A esto hay que sumar el funesto nombramiento y mantención por años como obispo de Osorno de uno de los más fieles discípulos de Karadima: Juan Barros. Por todo esto, es muy triste constatar que no resulta extraño -entre otras cosas- que de acuerdo al Latinobarómetro la Iglesia chilena se haya ubicado como la más desprestigiada de la región; que la reciente visita papal a nuestro país haya sido un fiasco; y que la voz de su jerarquía haya perdido casi toda relevancia.

 

Por si lo anterior fuese poco, el Informe elaborado por el arzobispo de Malta, Charles Scicluna, sobre el tratamiento de los abusos eclesiásticos en nuestro país, terminó con conclusiones devastadoras para la Jerarquía chilena, en la medida que registran la realización de presiones sobre los investigadores canónicos y la destrucción de documentos. No es tampoco extraño, por tanto, que el Papa les haya pedido al conjunto de los obispos que pusiesen sus cargos a su disposición.

 

Pero como siempre se ha constatado, mientras más profundas sean las crisis, mayores oportunidades de renovación se abren. En el caso de nuestra Iglesia se posibilita que los nuevos obispos que finalmente se nombren tengan un especial compromiso con la difusión de la doctrina social de la Iglesia e inmaculados antecedentes en materia de encubrimiento de abusos. Por cierto, se necesitará, además, que se establezcan protocolos que obliguen a los obispos, junto con iniciar prestamente juicios canónicos y la suspensión de sacerdotes o religiosos en casos de denuncias responsables y plausibles de delitos sexuales, a presentar también los casos a la consideración del Poder Judicial, como es obligación de todo ciudadano e institución del país. También será muy importante que la Iglesia proceda a efectuar reparaciones e indemnizaciones a las víctimas de los abusos sexuales realizados por sacerdotes y religiosos, y a reconocer con humildad y contrición el gravísimo daño que les ha inferido como institución, al encubrir virtualmente a los delincuentes o al ser muy negligente al abordar los casos. Y esperemos que más allá de estas medidas básicas; se promueva un conjunto de políticas destinadas a establecer cursos de doctrina social de la Iglesia en los colegios católicos a lo largo de toda la enseñanza media; a estimular decididamente la creación y desarrollo de las comunidades eclesiales de base; a fortalecer las facultades de los laicos -y especialmente de las mujeres- en la administración de las parroquias y obispados, y en el diseño de los planes pastorales; y -entre otras- a estimular una acción colectiva de compromiso concreto con

los más pobres en todas las parroquias y movimientos eclesiales. Y una tarea específica y concreta que le daría pleno sentido y mística a este punto de inflexión, sería que todos los obispos y comunidades católicas de Chile se empeñen activamente en la canonización de dos personas -cuyas causas están iniciadas- que reflejaron plenamente la obra profética de la Iglesia chilena de los 60-80: el obispo Enrique Alvear (“el obispo de los pobres”) y el sacerdote de los sagrados corazones, Esteban Gumucio.

 

 

Por Felipe Portales

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