Hemos ingresado en una nueva etapa histórica del mito liberal: el trabajo permanente. Los cambios al mercado laboral anunciados por el Ministro Monckeberg para incluir a jubilados y jubiladas condenados a recibir miserables pensiones (la pensión promedio pagada por las AFP no llega ni a 200 mil pesos mensuales) son un reconocimiento explícito al fracaso del modelo privado de seguridad social y una admisión tácita a los límites de la ideología neoliberal. Los trabajadores de la tercera edad, incapaces de sobrevivir con las pensiones de marras, tendrán que mantenerse hasta el fin de sus días en la pugna del mercado laboral. Será el mercado, y no el estado neoliberal, por principios y, claro está, por fines de lucro, quien se hará cargo de este creciente estrato de la población.
Monckeberg, que no tocará el lucrativo negocio de las AFP como alimento de corporaciones, borronea con la mano de las administradoras de los fondos, del sector financiero y, de paso, de las empresas, conquistas y derechos históricos de los trabajadores. Una borradura, si bien pergeñada hace décadas por la fronda neoliberal, hoy tiene características de estatuto. Ante las bajas pensiones, que lleva a los otrora trabajadores a la condición de carga social, la propuesta, que es una doble condena, es el trabajo, precario y mal remunerado, permanente. La jubilación muta en un castigo.
Regresamos a los confines del capitalismo. Una estructura que vacía todos los derechos sociales y nos deja en la primera escena decimonónica. Trabajo, no sólo precario, vulnerable, sino humillante, alienante, esclavizante. Trabajo asalariado sin protección ni identidad colectiva. La contradicción capital-trabajo vuelve a estar en el centro de nuestras vidas. Un fenómeno antinatural que, entre tantas y perversas consecuencias, nos coloca como una de las sociedades más desiguales del mundo con todos los efectos que esta distorsión pueda traer: desde la descomposición de las relaciones humanas, al colapso circulatorio y ambiental.
En Chile no sólo vivimos al día. Somos una sociedad incapaz de una proyección histórica, de futuro. Una dimensión, como ha señalado el italiano Maurizio Lazzarato, que es privilegio del sistema financiero y su capacidad de generar deudas. El único tiempo futuro, el escaso orden temporal que vive el hombre y la mujer endeudada es el tiempo del endeudamiento, la cuota, la hipoteca, que permanecen mientras se extingue nuestro propio tiempo vital. Bajo el modelo de mercado desregulado nuestras vidas, sus etapas y sus tiempos, no están organizadas por el trabajo, cada vez más precario, inorgánico y carente de identidad, sino por la dependencia con las deudas.
El nuevo gobierno de Piñera nos entrega de por vida, desde la juventud a la vejez, al arbitrio del mercado como pasto de grandes corporaciones. Ante la precariedad laboral, ingresamos en la gran moledora de carne humana que arman las diferentes expresiones del sistema financiero. El hombre y la mujer endeudada, todos integrantes del precariado laboral y de la autoexplotación, son el combustible perfecto para mover el capital.
Estamos ante la desaparición de un futuro como tiempo histórico, de progresión, de superación, acaso de realización. Qué mejor ejemplo que la condena permanente al trabajo pesado o precario y mal remunerado, a centenares de horas hacinados en buses ruidosos y malolientes, a un eterno presente sin descanso, recompensa ni premio. Albert Camus escribió el Mito de Sísifo a comienzos de la década de los 40 del siglo pasado. Sísifo, como Prometeo, fue un personaje griego castigado por los dioses a la ceguera y a subir de forma permanente una roca por una escarpada montaña. Tras el gran esfuerzo y a metros de la cumbre, al pobre Sísifo se le soltaba la piedra hasta el valle. Así, por la eternidad.
Obligado a trabajar hasta el fin de sus días. Sin libertad para descansar, para huir o desertar. Tal vez sólo para morir. En fin, es el suicidio el tema central del ensayo de Camus. Un dilema no lejano a la condena eterna del trabajador chileno.