El escritor estadounidense Howard Fast (1914-2003), desarrolla en su clásica novela Espartaco la historia del gran levantamiento de esclavos que hizo temblar a la República patricia romana en el siglo I a.C. En el libro el autor deja en evidencia la decadencia moral de las élites romanas y de su sistema político.
Pero, en realidad, Fast termina hablando de su propia época; la cual, de hecho, todavía es nuestra época. En el fondo expone metafóricamente la explotación contemporánea del pueblo por las élites, y la decadencia moral de dichos grupos hegemónicos y de las repúblicas modernas que construyeron y manejan. Con el agravante que supondría el abandono occidental del sistema esclavista por el mercado libre del trabajo y la igualdad jurídica.
Dejamos aquí un fragmento de la novela, en donde el autor recrea un diálogo entre dos políticos romanos: Cicerón y Tiberio Graco. En la conversación, éste último se explaya cínicamente sobre su idea de la política. Su cinismo se deja ver de inmediato, al señalar con que el pueblo inocentemente cree que un político franco es un político honesto:
—Es mi única virtud y es extremadamente valiosa. En un político la gente la confunde con la honestidad. Como usted sabe, vivimos en una república. Y esto quiere decir que hay mucha gente que no tiene nada y un puñado que tiene mucho. Y los que tienen mucho tienen que ser defendidos y protegidos por los que no tienen nada. No solamente eso, sino que los que tienen mucho tienen que cuidar sus propiedades y, en consecuencia, los que nada tienen deben estar dispuestos a morir por las propiedades de gente como usted y como yo y como nuestro buen anfitrión Antonio Cayo. Además, la gente como nosotros tiene muchos esclavos. Esos esclavos no nos quieren. No debemos caer en la ilusión de que los esclavos aman a sus amos. No nos aman y, por ende, los esclavos no nos protegerán de los esclavos. De modo que mucha, mucha gente que no posee esclavos debe estar dispuesta a morir para que nosotros tengamos nuestros esclavos. Roma mantiene en las armas a un cuarto de millón de hombres. Esos soldados deben estar dispuestos a marchar a tierras extrañas, marchar hasta quedar exhaustos, vivir sumidos en la suciedad y la miseria, revolcarse en la sangre, para que nosotros podamos vivir confortablemente y podamos incrementar nuestras fortunas personales. Los campesinos que murieron luchando contra los esclavos se encontraban en el ejército, en primer lugar, porque habían sido desalojados de sus tierras por los latifundios. Las casas de campo atendidas por esclavos los convirtieron en miserables sin tierras y ellos murieron para mantener intactas estas casas de campo. Por lo que nos vemos tentados a asegurar que todo esto es una reductto ad absurdum. Porque usted debe considerar lo siguiente, mi querido Cicerón: ¿Qué perderían los valerosos soldados romanos si los esclavos vencen? En verdad, ellos los necesitarían desesperadamente, ya que no hay suficientes esclavos para trabajar adecuadamente las tierras. Habría tierras de sobra para todos y nuestros legionarios lograrían aquello con que sueñan, su parcela de tierra y una pequeña casita. No obstante, marchan a destruir sus propios sueños, para que dieciséis esclavos transporten a un viejo cerdo obeso como yo en una cómoda litera. ¿Niega usted la verdad de todo lo que he dicho?
—Creo que si lo que usted dice lo dijera un individuo cualquiera en el Foro, tendríamos que crucificarlo.
—Cicerón, Cicerón —dijo riendo Graco—, ¿se trata de una amenaza? Soy demasiado obeso, pesado y viejo para ser crucificado. Y ¿por qué se pone usted tan nervioso ante la verdad? Es necesario mentirles a los otros. Pero ¿es necesario que nosotros creamos en nuestras propias mentiras?
—Tal como usted lo plantea. Usted simplemente omite la cuestión fundamental: ¿Un hombre es igual a otro o distinto a otro? Hay una falacia en su breve discurso. Usted parte del supuesto de que los hombres son tan iguales entre sí como las peras que hay en una canasta. Yo no. Hay una élite, un grupo de hombres superiores. Si los dioses los hicieron así o fueron las circunstancias, no es cuestión para ponerse a discutirla. Pero hay hombres aptos para mandar y como son aptos para mandar, mandan. Y debido a que el resto son como ganado, se comportan como ganado. Ya ve; usted ofrece una tesis, pero lo difícil es explicarla. Usted ofrece un cuadro de la sociedad, pero si la verdad fuera tan ilógica como su cuadro, toda la estructura se desmoronaría en un día. Lo que usted no logra es explicar qué es lo que mantiene unido este ilógico rompecabezas.
—Sí que lo logro —respondió Graco—.Yo lo mantengo unido.
—¿Usted? ¿Usted solo?
—Cicerón, ¿cree usted realmente que soy un idiota? He vivido una larga y azarosa vida y aún me mantengo en la cúspide. Usted me preguntó antes qué era un político. El político es el centro de esta casa de locos. El patricio no puede hacerlo por sí mismo…
Sí, Fast tiene razón. Al hablar de la república oligárquica romana del siglo I, no hace falta mucha imaginación ni conocimientos para darse cuenta de que los patricios aún necesitan a los políticos para que les hagan el trabajo sucio. Ellos son quiénes siguen convenciendo a los pobres de que otros pobres como ellos son la causa de sus males, y de que la riqueza de los ricos es justa y hasta les traerá frutos a los desposeídos y trabajadores.
En el Chile contemporáneo, esa fue la labor de la dictadura cívico-militar que discursivamente señalaba no hacer política, lo cual era reafirmado por los tecnócratas que concebían su política como medidas técnicas. Luego, ese fue el rol de los políticos de la megacoalición neoliberal, el duopolio o las dos derechas, de nuestra interminable transición.
Y aquí estamos. En pleno siglo XXI como en el siglo I romano. Chile es casi un ejemplo modélico de que los patricios aún necesitan a los políticos para que les hagan el trabajo sucio. Y nosotros, la plebe, seguimos ansiosos de pan y circo.