El presidencialismo monárquico, sea en el modelo norteamericano o en el latinoamericano, está demostrando su incapacidad para enfrentar los grandes problemas y los consecuentes desafíos en los planos económico, social y político.
Cuando los conflictos sociales se radicalizan, en algunos casos dando paso a posiciones extremas, los mecanismos del presidencialismo hacen ver al desnudo la incapacidad de resolver problemas centrales de la vida social.
En Estados Unidos, durante las semanas precedentes, ante el problema burocrático de alza del techo de la deuda mostró, en toda su realidad, la miseria de la clase política y la incapacidad del sistema, frente a un presidente de la república, con minoría en la Cámara de Representantes, consecuencia del triunfo republicano en la mitad del período de cuatro años (los Representantes duran en su cargo solamente dos años). La mayoría republicana terminó dominada por el sector extremista de derecha, el “tea party”, que se opone a todo aumento de impuestos bloqueando, durante un largo tiempo, toda posibilidad de acuerdo. A su vez, el presidente Barack Obama ha mostrado poca habilidad de negociación para enfrentar el problema económico, como también un débil manejo respecto al tema del techo de la deuda. Este panorama se enmarca dentro del juego político de las elecciones presidenciales y de Congreso para el 2014.
La monarquía presidencial sólo puede funcionar cuando el jefe de Estado y el o los partidos que lo apoyan tiene mayoría en ambas Cámaras. En el caso chileno, de 1925 a 1973, tuvimos un régimen político de doble minoría: la democracia podía funcionar en base a alianzas políticas, con partidos flexibles como el P. Radical – que, ora pactaba con la derecha, ora con la izquierda – el ejemplo más emblemático de esta práctica fue el período de Gabriel González Videla, que compuso su gabinete con todos los partidos políticos existentes. La Democracia Cristiana, si bien tuvo mayoría en la Cámara de Diputados, el conflicto ideológico se trasladó al partido “único”, entre oficialistas y rebeldes y terceristas.
La Constitución autoritaria de Augusto Pinochet, refrendada por Ricardo Lagos y sus ministros, no ha hecho más que profundizar los conflictos, ya no solamente entre los poderes del Estado, sino también entre la casta política y la sociedad civil – hoy en plena rebeldía contra el modelo neoliberal, la lepra de la desigualdad, y la educación factor eje de la segregación social-.
Asistimos a una crisis en que los representados ya no aceptan, ni creen a sus mandatarios, la mayoría de ellos designados a dedo por directivas políticas y, los demás, adquirieron sus curules gracias a un sistema binominal, que les garantiza un puesto vitalicio, en cualquiera de las dos Cámaras, sin necesidad de competir (se da el caso paradojal de algunos que compiten solos y llegan segundos).
En la mentalidad autoritaria el representante, una vez elegido, no necesita consultar, ni buscar la aprobación de sus representados y, como “es vitalicio”, su mandato es absoluto. En teoría política, esta concepción se basa, específicamente, en el Leviatán, de Thomas Hobbes.
La concepción democrática del mandato es muy distinta: según John Locke, el mandato es fiduciario, es decir, puede ser siempre recuperado por el verdadero propietario, la soberanía popular. Durante el período de la Revolución Francesa, la nación tenía derecho a relevar a sus representes; lo mismo ocurrió en la Comuna de París.
En conflicto entre la sociedad civil y la casta política no parece encontrar solución si no se recurre a la figura democrática de una Asamblea Constituyente y, previamente, una consulta plebiscitaria sobre temas fundamentales, como la educación de calidad, pública y gratuita, como también un cambio en el sistema tributario que permita financiar estas urgentes e inaplazables reformas.
El presidente de la Democracia Cristiana, Ignacio Walker, reacio a abandonar sus concepciones conservadoras – y tal vez con ánimo de perpetuarse en el poder, se opone a la convocatoria al plebiscito, entrando en conflicto con la mayoría de sus camaradas de partido y con los otros duques de la fenecida Concertación, que están dando sus últimos aletazos en la
Es una torpeza sostener que la democracia representativa es contradictoria con la directa, el plebiscito de ejerce tanto en regímenes parlamentarios, como semipresidenciales y presidenciales: en Francia, el general De Gaulle, fundador de la V República, empleó el plebiscito en repetidas ocasiones y, en el último de ellos, significó su salido del poder; en Austria, en Alemania, en Dinamarca y en Italia, un número determinado de ciudadanos puede convocar a un plebiscito para revocar una ley, – como aquella que garantizaba, en Italia, la impunidad de Silvio Berlusconi -.
En la democracia directa existen diversos mecanismos para tomar decisiones:
– El plebiscito de arbitraje, que convoca a los ciudadanos a resolver el conflicto entre poderes del Estado.
– El plebiscito e consulta, que no tiene imperio, ni carácter vinculante.
– El recall, que consiste en la revocación e mandatos
– El veto popular que convoca a la ciudadanía para vetar una ley aprobada por los poderes del Estado.
Las Constituciones chilenas de 1833, 1925 y 1980 se han impuesto a consecuencia de una guerra civil, la primera, y del poder militar, las dos últimas. La historiografía de derecha se ha encargado de demonizar el período que va desde la abdicación de O´Higgins hasta Lircay, como el de la primera anarquía; esta visión conservadora es falsa y, en extremo, ideologizada. Por el contrario, la Constitución de 1826, la federalista de J. M. Infante, el verdadero padre de la patria, definía la democracia como republicana, representativa y popular, poniendo término, por ejemplo, a los mayorazgos, ante la indignación de la aristocracia santiaguina. La Constitución de 1828, la más liberal y democrática de nuestra historia, planteaba la elección por sufragio popular de intendentes y gobernadores, debía ser ratificada por un congreso constituyente, en 1836, sin embargo, no pudo ser convocada a causa de la rebelión militar, encabezada por Joaquín Prieto y Diego Portales.
En 1925, los militares y Arturo Alessandri habían prometido convocar a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Carta Magna presidencialista, pero asustados ante el poderío popular, el demagogo presidente Alessandri prefirió llamar a dos Comisiones, una grande, que debía discutir los principios generales y, una pequeña, compuesta por pocos notables, que redactaría el texto de la Constitución que, en esta ocasión, fue preparado en su integridad, por José Maza; indignados algunos miembros de esta Comisión, amenazaron con retirarse, y fue en ese momento en que el inspector del ejército, Mariano Navarrete, en una famosa arenga, poco menos que instó a los miembros de la Comisión a aprobar el texto.
El presidente de la república convocó a un plebiscito contra la voluntad de los partidos Conservador, Radical y Comunista, cuyo resultado fue el siguiente: sobre 302.304 inscritos, votaron sólo 135.738, apenas el 44,9%, lo que significó que hubo más abstención que sufragios; el voto rojo a favor de la Constitución obtuvo el 93,9%; el voto azul, que consignaba la reforma al sistema parlamentario, el 5,3% de los votos; la blanca, el 0,48%.
Tanto Jorge Alessandri, como Eduardo Frei plantearon una idea de plebiscito arbitral, es decir, convocar a los ciudadanos para resolver los conflictos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, sin embargo, no se hizo necesario convocarlos. Eduardo Frei proponía plebiscito cuando el Congreso se negara a delegar facultades en el Ejecutivo, o el rechazo del Congreso a una reforma constitucional.
La Constitución pétrea y autoritaria del dictador Pinochet tiene tales amarres que, hoy por hoy, hace imposible el llamado a plebiscito, pero la fuerza del movimiento social podrá permitir que los ciudadanos, verdaderos detentores del poder, puedan resolver temas tan importantes para el desarrollo del país, como los planteados por el movimiento estudiantil.
Rafael Luis Gumucio Rivas
18/08/2011