Es hipócrita quién en algún momento, no se detiene en la calle a contemplar a los inmigrantes. Los hay de piel azabache o menos intensa. Cuando caminan, despliegan el embrujo de ese andar sugerente y cautivador, propio de esta América mestiza. A menudo se les ve acompañados de gente de nuestro pueblo y se augura una mezcla que va a ser enriquecedora, aunque no les guste a los puristas. Cuando se crítica al inmigrante y se le acusa de delinquir, practicar el ocio, que no aporta nada al país, constituye una falacia. Chile los ha acogido desde siempre, a veces con reticencia, debido a la presión de grupos custodios de la raza chilena. Quienes atacan al inmigrante, olvidan que con dolor abandona su país de origen, para dejar tras de sí, historias de vida. No tiene trabajo, pues vive la precariedad; huye de la guerra; de las limpiezas raciales, de la miseria y de las persecuciones políticas o religiosas. Duele abandonar el terruño y marchar a otro, donde a menudo se ignora el idioma, las costumbres y cual religión se profesa. Como nacer de nuevo. Infinidad de chilenos han emigrado y saben de estas penurias. Se es del lugar donde transcurre la niñez, se nace y se encuentra el hogar.
Hacia 1910 —me refiere un escritor— sus abuelos arribaron a Chile, creyendo que era la dorada América del Norte. Venían hacinados en tercera clase de un barco italiano y primero llegaron a Argentina, donde los acogió un pariente. Como no funcionaron las relaciones familiares, viajaron a Chile en lomo de mula, a un país que jamás habían oído nombrar.
Iniciaron, como otros paisanos suyos, la actividad de buhoneros, vendedores ambulantes o “faltes” como se les conocía, pues proveían de lo que “faltaba” a la gente. Los motejaban de “turcos”, pues palestinos, sirios y libaneses llegados a América, traían pasaporte turco del Imperio Otomano, que los oprimía. Trabajaron hasta deslomarse y después de años se instalaron con paqueterías, almacenes de barrio, hasta alcanzar la diversidad, en las actividades profesionales, culturales, comerciales y políticas de nuestro país.
Cuando realiza sus caminatas por la ciudad y ve a los vendedores ambulantes, recuerda a sus abuelos. Cree verlos ahí, vendiendo canutillos de hilo, tijeras, pinches, espejitos, cintas de colores y la magia de las chucherías, que ahora vienen de la China Imperial.
Quienes hoy ejecutan este trabajo vilipendiado, son chilenos o inmigrantes que se confunden en esta labor de precaria subsistencia. Como el trabajo en otras áreas es a menudo esquivo, efímero y miserable en sus salarios, prefieren vender en la calle. El bazar o el zoco, donde las lenguas se confunden como en la torre de Babel y aflora la solidaridad. Al menos, tienen la libertad de elegir los horarios, comer cuando se les antoja. Si se enferman, necesitan atención médica o quieren enviar a los hijos al colegio, se deben aguantar. Se les niega esa legítima posibilidad, por ser extranjeros o marginales. La sociedad, entregada a mercaderes, prestamistas y abusadores, les proporciona baratijas y los lanza a la calle.
En Europa durante un tiempo se les admitió para obtener mano de obra barata. Ahora se les pretende expulsar. Se les acusa de ladrones, traficantes, violadores y de querer destruir la civilización cristiana occidental. El inmigrante que llega a Chile, lo hace desde América latina. Se mimetiza para huir de la segregación y en breve, algunos niegan serlo, a causa del rechazo. Los abuelos de mi amigo escritor, eran analfabetos. Sabían matemáticas, contaban historias de prodigio y siempre decían en familia: “Algún día vamos a regresar a nuestra tierra”. Nunca lo hicieron, después de vivir más de 65 años en Chile y ahora permanecen enterrados en el país.
A veces, ha querido vender sus libros en la calle, para experimentar lo que es ser inmigrante, sin embargo, tiene ese maldito pudor de sentir vergüenza. Perdió el espíritu de aventura y coraje de sus abuelos, los abuelos de nosotros, pues todos somos inmigrantes.