¿Qué hace que año tras año,muchos de los chilenos de la diáspora nos encontremos aquí,de vacaciones o de visita en Chile? Más allá de razones derivadas de lazos familiares, uno se termina preguntando si se trata de nostalgia, de sentimiento patriótico (el “amor al terruño” como dicen algunos) o—me atrevo a decir—de una buena dosis de masoquismo.
Por mi parte debo admitir que mis lazos familiares (y de amistad, agregaría), son una razón para tragarme las más de doce horas de vuelo desde Canadá a Chile. Descarto, como un sentimiento un tanto ñoño, eso del “amor al terruño”. No, ni ver la cordillera (montañas también las hay en Canadá y en montón de otras partes), ni el mar (ídem) me motivan a venir. No hay nada de especial u original en esos accidentes geográficos. ¿Qué va quedando entonces?
Para algunos la palabra a veces es poco apreciada, pero yo la reivindico como una buena razón para venir a Chile, me refiero a la nostalgia. Este término derivado del griego es en verdad una poderosa razón para volver con cierta regularidad al país en que alguna vez viví y en el cual soñé y puse mucho de mi mismo para hacerlo mejor. “Mirar a casa con dolor” es el significado aproximado de la expresión “nostalgia”. Un concepto casi poético pero que también tiene ramificaciones en muchos otros ámbitos de la vida, incluyendo el accionar político, que fue lo que en última instancia motivó mi ida a otras latitudes.
Y por cierto que hay motivos para mirar al viejo hogar con dolor: el Chile solidario que una vez conocí se ve cada vez más sumido en un individualismo y un afán competitivo en que el sentido de comunidad se ha perdido casi por completo. La población pobre (eufemísticamente referida ahora como “sectores vulnerables”) se la ha disfrazado como “emprendedores” y “trabajadores por cuenta propia”. Y a juzgar por las imágenes que uno ve en la Alameda en Santiago, o en la Avenida Valparaíso en Viña del Mar, esos vendedores de baratijas y hasta de comidas hechas en la calle misma, son el retrato más visible, tanto de la pobreza como de la hipocresía de la sociedad chilena. Eso sin contar que ese comercio callejero da un aspecto de bazar de mala muerte o corte de los milagros, a gran parte de nuestras ciudades. La pobreza no se ha erradicado, quizás ni siquiera se ha reducido, sólo se la ha disfrazado y en las estadísticas se presenta a ese gente como “emprendedores”, en verdad ellos no son más que el retrato en pequeño del país: un gigantesco bazar de donde todo parece estar disponible al mejor postor, desde nuestras riquezas naturales hasta un buen número de políticos.
Por cierto no tengo nada contra esos vendedores callejeros, ni contra los que me ofrecen mercaderías innecesarias y de mala calidad a bordo de los buses del Transantiago o del Metro. Tampoco me molestan los músicos que invaden la tranquilidad de los viajes urbanos con sus estentóreas interpretaciones. Al fin de cuentas es mejor que se dediquen a vender o cantar, antes que se deslicen por el fácil camino del delito o la prostitución. Sólo que cada vez que contemplo estas situaciones, se me reafirma ese retrato doloroso del Chile actual.
Todo lo anteriormente expuesto me lleva entonces a lidiar con la otra posible razón para visitar Chile: ¿tenemos una cierta dosis de masoquismo los chilenos del exterior que regularmente venimos a dejar nuestros dólares, esforzadamente ganados, en este país que, en el mejor de los casos, nos recibe con indiferencia? Puede ser.
Claro está, ese sentimiento a su vez puede compensarse o incluso cancelarse con el poderoso aliciente de la esperanza y un cierto optimismo que basábamos en la capacidad de movilización y de lucha del pueblo chileno. “Las cosas tendrán que cambiar” nos decíamos quienes año a año nos encontramos de paso. Nosotros, antiguos compañeros de luchas pretéritas, cada tanto nos parecía ver renacer ese espíritu de lucha en las sucesivas movilizaciones sectoriales que observábamos, ya fuera en nuestros propios viajes o a través de los recuentos de la televisión o de las redes sociales desde nuestros países de residencia. Pero este año las cosas parecen diferentes: la derecha obtuvo un triunfo contundente y cuando sus personeros anuncian que ahora van a afincarse en el gobierno por muchos años, uno no puede menos que tomarlos en serio: sí, pueden hacerlo.
Por cierto la política es imprevisible, pero uno bien puede intentar un análisis considerando todos los datos objetivos: para empezar, el poder de los grandes grupos económicos se ha hecho tan fuerte que ningún gobierno de nuestro sector le ha hecho mella. Por lo demás, tampoco hubo mucha voluntad política en tal sentido. La desindustrialización del país ha traído por consecuencia la notable reducción de la clase obrera, lo que ha significado que el sector social llamado a propiciar y liderar el cambio social (ya ni se dice revolucionario) se ve crecientemente empujado a la irrelevancia. Eso ha repercutido también en el desclasamiento de vastos sectores, que sencillamente han pasado a engrosar las filas del lumpen.
Hay en los hechos una “lumpenización” del país cuya expresión más notoria es el considerable aumento de la delincuencia, especialmente en las grandes ciudades. Donde antes había “poblaciones obreras”, vale decir áreas urbanas en las que la mayoría de sus habitantes era obreros o empleados en servicios menores y sólo una minoría muy pequeña estaba constituida por lo que entonces llamaban “patos malos”, hoy son estos últimos los que en muchas de esas poblaciones tienen control efectivo, especialmente pandillas que se dedican al microtráfico de drogas. El caso más emblemático y vergonzoso se dio en la comuna de San Ramón donde el alcalde—un connotado miembro hoy expulsado del Partido Socialista— estaba vinculado a las bandas de narcotraficantes. Y para quienes todavía tengan poca claridad conceptual respecto de este espinoso tema, no se confunda “clase trabajadora” con “pobres”, mucho menos con “marginales” ni “lumpen”. Muchos de esos sectores que sin duda entran en la categoría de “pobres” (rebautizados por los que manipulan la opinión pública como “sectores vulnerables”), se sitúan en una posición de derecha, especialmente el sector más claramente identificable como “lumpen” pues éste es por definición esencialmente venal. Y obviamente la derecha siempre tiene más recursos para comprar su apoyo. Históricamente el lumpen siempre ha engrosado las filas de lo más siniestro de la derecha: grupos de choque en el Partido Nazi y en el Movimiento Fascista en Alemania e Italia respectivamente, y cerca de casa, los que combatían en las calles en la banda de Patria y Libertad. Posiblemente el más emblemático exponente de este rasgo venal y siniestro del lumpen fue el que fuera dirigente poblacional de Lo Hermida en tiempos de la UP, Osvaldo “Guatón” Romo, posteriormente un notorio torturador de la DINA.
Como corolario de esta situación vemos que en efecto esa mentalidad individualista y egoísta que hoy predomina, no ha aparecido de la nada. Los medios de comunicación, controlados por la derecha, han contribuido a una creciente “idiotización” de la población. Su expresión más patente son esos resumideros de la estupidez colectiva que son los matinales de la televisión, en estos días todavía comentando los chismes del Festival de Viña y la intempestiva salida de un canal de una famosa animadora, supuestamente víctima de intrigas que en ese ambiente son pan de cada día.
Lo que me lleva a comentar las insólitas opiniones de nuestro pintoresco canciller: “Venezuela no es una democracia como la conocemos”, declaró en entrevista a El Mercurio. Tiene toda la razón: en Venezuela hay varios diarios y otros medios de oposición al régimen y al sistema político vigente, en Chile no hay ninguno; la constitución venezolana fue elaborada en una asamblea constituyente (y ahora se la pretende modificar por el mismo mecanismo), en Chile la constitución fue elaborada entre cuatro paredes por funcionarios designados por la dictadura. Heraldo Muñoz, el flamante canciller chileno, “tiene del año que le pidan”, como se decía en otros tiempos.
Así transcurren estos días de vacaciones en el viejo país. Poco queda de esos tiempos que hoy alimentan nuestra nostalgia. Por cierto subsisten todavía unas pocas cosas a apreciar, además de los recuerdos que ya sólo existen en nuestra mente: mi habitual visita a Valparaíso para andar en trole—medio de transporte no contaminante que naturalmente fue removido de Santiago en aras de beneficiar a la industria de motores diesel y a la mafia de dueños de microbuses— y el regreso a las “picadas” de los tiempos cuando vivía en este país, las empanadas fritas del Bar Nacional o—aun más tradicional—de El Rápido, las exquisitas pizzas del Da Dino (si a uno no le molesta comer de pie) y los mejores sandwiches de lomito de la capital en la también emblemática Fuente Alemana cerca de Plaza Italia por la Alameda, eso sin olvidar boliches típicos de las cercanías del Pedagógico como la Fuente Suiza o Las Lanzas (si uno disculpa el mal humor del dueño), lamentablemente el icónico Los Cisnes en Macul frente a la entrada principal de la facultad dejó de existir hace muchos años.
Así veo pasar estos días, cuando Chile—este país que no es de maravillas— se apresta a soportar un nuevo gobierno de Sebastián Piñera. Por lo menos estos cuatro años que se avecinan le darán mucho trabajo a los caricaturistas.