Diez años después parece que se inicia una fase de ascenso en el ciclo económico, luego de la grave crisis financiera de finales de 2008. Ha sido una larga etapa de mísero crecimiento del producto, empleo, ingresos y condiciones del bienestar, con grandes presiones sobre los presupuestos públicos.
El comportamiento que hoy se advierte se acomoda de modo bastante claro a la descripción y al tratamiento de las crisis que elaboraron Minsky y Kindelberger.
Así, estamos ante un nuevo episodio de desplazamiento de las condiciones macroeconómicas que puede relanzar el gasto en inversión y en consumo, y así empujar el crecimiento, cuando menos en el corto plazo.
No se trata de un relanzamiento de tipo schumpeteriano
, aquel asociado con la llamada destrucción creativa que se provoca con un descubrimiento y la innovación tecnológica.
Este parece, más bien, la oportunidad para sacar nuevas ventajas de las mismas condiciones que desataron la crisis hace una década. No hay que olvidar el enorme costo económico y social de dicho episodio. Tampoco puede perderse de vista el ajuste provocado por la contracción fiscal que coexistió con la bárbara expansión de la liquidez creada por los bancos centrales, misma que transformó sus balances y de facto repercutió en las cuentas fiscales.
Esa forma de ajuste, marcada por las muy bajas tasas de interés que ocasionaron la reasignación de los recursos hacia inversiones de tipo especulativo. Este mismo auge provoca la concentración y centralización de los capitales, asunto sobre el que se oye poco en los análisis macroeconómicos.
Los grandes bancos recompusieron sus carteras y su rentabilidad, enormes empresas en diversos sectores lo hicieron también. Los mercados accionarios están hoy en una situación de auge y empujan la fase de desplazamiento. El asunto ahora es observar la capacidad que tienen para recrear el crecimiento a partir de la inversión productiva y de qué naturaleza será la parte especulativa que necesariamente entraña.
Trump y los republicanos han apuntalado el proceso con una potente reforma fiscal que modifica las decisiones de inversión de las más grandes empresas. Esto ocurre no sólo en términos de los montos que se destinarán para invertir, sino también de los movimientos de capitales entre territorios económicos para aprovechar las ventajas fiscales.
Es un nuevo episodio de euforia. Esto es lo que marcó el ánimo y las declaraciones entre políticos, banqueros y empresarios en el Foro Económico Mundial de Davos, realizado la semana pasada. Trump fue la estrella.
El Fondo Monetario Internacional apuntaló dicho ánimo con una revisión de sus expectativas económicas. A escala global revisó sus proyecciones de crecimiento del producto a 3.7 por ciento en 2017 y 3.9 en 2018.
Para Estados Unidos la elevación es significativa, pues de un registro de 1.5 por ciento en 2016 pasa a 2.3 en 2017 y 2.7 en 2018. El supuesto es que ese crecimiento puede arrastrar a las economías avanzadas y también a las que están en desarrollo. Trump mismo lo dijo: Cuando crece Estados Unidos así lo hace el mundo
. La voces que discrepan son ahora poco sonoras.
De la misma manera, el FMI estima que el comercio internacional crecerá. Pero las medidas del gobierno de Estados Unidos apuntan a una revisión de las pautas del comercio. Recientemente se aplicaron tarifas a los paneles solares y las lavadoras. Hay un enfrentamiento claro con las políticas comerciales de China; está la revisión del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) al igual que las condiciones que enmarcan al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y se plantea una reforma de la Organización Mundial de Comercio.
El auge del mercado accionario y la reforma fiscal apuntalan el escenario de expansión. Pero quedan los problemas monetarios. No hay claridad de qué política se seguirá con respecto al valor del dólar, si es que será fortalecido o debilitado. Hubo incluso una discrepancia muy sonada entre el secretario del Tesoro Mnuchin y el mismo Trump durante la reunión de Davos.
La euforia está marcando el paso aunque el entorno sigue siendo incierto. La nueva fase de expansión tendrá sus propias distorsiones como siempre ocurre. La etapa de crisis estuvo marcada por una acentuación de los patrones de la desigualdad y no hay mecanismos automáticos que la atemperen.
Habrá que ver qué impacto tiene sobre esto la reforma fiscal, pues no se distribuye del mismo modo entre los distintos estratos de ingreso en aquel país. Lo mismo ocurre con el destino de las inversiones. Trump ha sacudido el escenario y esto se empalma con el comportamiento de los inversionistas que necesitan recomponer las condiciones de la acumulación y la rentabilidad. Los espíritus animales
no se han extinguido.
Las recientes estimaciones de crecimiento del FMI salpican también a la economía mexicana: en 2018 el crecimiento sería 2.3 por ciento y 3 por ciento en 2019. Esta se sustenta, igualmente, en el arrastre que tendría la demanda en Estados Unidos en las exportaciones mexicanas. Pero sabemos que la negociación del TLCAN sigue en curso y no se sabe en qué terminará y hay elecciones a mitad del año.