En el año 1987 llevaba recién mis primeras semanas en la universidad cuando llegó a Chile, en visita oficial, el Papa Juan Pablo II, conocido como el Papa Peregrino. Entre el 1 y el 6 de abril se dio el paso de su Eminencia por nuestras tierras y debo decir, con algo de vergüenza sin duda, que fui uno de los chilenos que más pudo ver al Santo Padre. Y no se trató de una gran vocación apostólica consecuencia de mis diez años en colegios de curas, ni tampoco por haber sido obligado a rezar semanalmente, ni porque pudiera realizar una misa de memoria y como el mejor sacerdote. No fueron esas las razones de mi dedicación por ver al Papa. Para los que no saben, 1987 fue el año que siguió al año decisivo, uno de los más represivos por parte de la dictadura. Y si bien el tirano no había caído en 1986 como se pronosticaba y ya se veía la negociación que iba dar en la transición a la democracia (que por supuesto todavía no termina), aún estaba presente el espíritu de lucha de los últimos años y era precisamente en la Universidad de Chile y específicamente en la Facultad de Filosofía Humanidades y Educación “Revolución”, donde se mantenía viva la llama de la rebeldía.
Desde los primeros días de clases (y a mí me pareció broma mechona) comencé a escuchar cómo los estudiantes se preparaban para ver al Papa. A los demócrata- cristianos sin duda me los imaginaba rezando y en éxtasis por contemplar a unos de sus máximos emblemas. Pero ver a importantes dirigentes comunistas interesados por algo de la Iglesia, ya me parecía raro, como era más extraño aún que estuvieran organizando la tarea junto al Partido Socialista, a los Socialistas Comandantes, e incluso al mismísimo Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR). Lo que yo no sabía, era que desde el año anterior los estudiantes se estaban preparando para la visita del Papa. Para algunos, los más inocentes y cristianos, la ocasión era perfecta para contarle al Santo Padre lo mal que lo pasábamos con la dictadura, las violaciones a los derechos humanos y las atrocidades de régimen. Para otros era una buena ocasión de mostrarle al mundo las protestas contra Pinochet, ya que se suponía que la represión no iba a ser tan fuerte durante esos días. Por último, estaban aquellos a los que el Papa simplemente no les gustaba, por lo de la Iglesia reaccionaria y que lo único que querían era tirarle un huevo o un tomate.
Bueno, en ese escenario fui a parar en marzo de 1987. No me pregunten cómo, pero rápidamente fui reclutado para las diversas actividades que se desarrollarían a partir del 1 de abril, día en que el representante del Vaticano arribaría a Chile. Quizás fue por mi cara de niño malo, o por mis evidentes ganas de querer militar en el PC (aunque nunca nadie me invitó hasta hoy), o por la bella compañera que hacía la pre militancia en el Juventud Rebelde. Lo cierto es que en menos de un mes ya estaba listo para tirar panfletos, rayar paredes con spray y aguantar estoicamente en cuanto lugar y situación fuera convocado por el movimiento estudiantil.
Nuestra primera tarea fue entonces ir a recibir al Papa. Como el recorrido estaba claramente señalado para que los feligreses pudieran contemplar a su Eminencia, el primer “punto” (así se llamaban entonces) fue la Estación Central, junto con los compañeros de la USACH. Estuvimos cerca de 4 horas esperando a que llegara el Santo Padre. Con pancartas y gritando en contra de Pinochet. Un compañero se subió en un gran cartel y escribió (apurado claro) –DECRACIA AHORA– Y la burla fue general: –¿Lo escribiste en polaco?– Así estuvimos durante muchas horas hasta que a lo lejos divisamos al Papa. Lo extraño era que efectivamente hasta ese momento los señores carabineros no habían atacado según nos tenían acostumbrados. Y la razón era sólo una: no podía pasar el Papa y que hubiera olor a bombas lacrimógenas, o algún gas especial que pudiera soltar los santos esfínteres. Así que hasta el momento en que Juan Pablo II apareció, todo estaba tranquilo. Lo que no sabíamos era que detrás del Papa venía la comitiva represiva, presidida por el Huáscar, seguido de la Covadonga y de varias naves menores como los Guanacos y Zorrillos.
Así que mi primera visión del Papa, unos treinta segundos, fue muerto de calor, con una mochila llena de panfletos y teniendo que arrancar desde la Estación Central hasta el mismo centro de Santiago, ya que pasando el Papa vino la repre y nos vimos obligados a dispersarnos y preparar el segundo “punto”. Para algunos era la Catedral en donde el Papa realizaría un Rezo de Vísperas con el clero chileno. Como había que ocupar la plaza antes que los cristianos y los de Estación Central no alcanzábamos a llegar al Centro, mi próximo destino fue Plaza Italia, esperando a que Juan Pablo subiera al Santuario del Cerro San Cristóbal, desde donde bendeciría a toda la ciudad de Santiago. Miles de santiaguinos estábamos reunidos ahí para ver al Papa ascender, transmutado en luz de funicular, el Cerro San Cristóbal y dirigirse a los brazos de la Virgen en la punta del cerro. Mientras tanto, la orden era lanzar panfletos y gritar todo lo que se pudiera en contra de Pinochet. Los cantos y los gritos eran de una gran inventiva: –Papa Polaco, llévate a los Pacos–, –Papa Wotijla, llévate al Gorila–, –Papa, Hermano, llévate al Tirano–.
En la Plaza Italia sucedió lo mismo que antes. Todo bien mientras el Papa iba pasando, pero luego de eso caían los carabineros dando a diestra y siniestra y agarrando a cualquiera que estuviera volando bajo. En ese instante no vi nada mejor que refugiarme en una familia de colonos alemanes de Puerto Varas que habían venido exclusivamente a ver al Papa. Escondido tras los germanos, los policías ni se fijaron en mí y pude continuar llevando a cabo mi propio viacrucis papal. Cerca de las 11 de la noche me fui a casa a descansar y a prepararme para la próxima jornada que se veía más extenuante todavía. Algunos debían presentarse por la mañana en la Población La Bandera y a mí me tocaba asistir al Estadio Nacional.
Al otro día, temprano, el Papa se reunió con Pinochet en La Moneda y aunque hubiéramos querido estar ahí, la Plaza de la Constitución la dimos por perdida ya que Avanzada Nacional tuvo la exclusividad en la entrega de las entradas para acercarse a la plaza y si bien hubo compañeros encargados de agitar en las inmediaciones, no fue suficiente para evitar que el Papa apareciera en el balcón de la Moneda con un triunfante y sonriente Pinochet. Mucho se ha hablado de ese episodio como si hubiera sido una encerrona del dictador. Hace un tiempo el cardenal a cargo del protocolo del vaticano, contó cómo había sido la trampa que, cual zorro ladino, le habría tendido Pinochet al abrir sorpresivamente una cortina que era el mentado balcón. Pero en verdad no me parece creíble esa historia. Todo lo que pasó en ese día indicaba que, si bien el Papa tenía un compromiso con la democracia, lo que le interesaba era dar una señal de reconciliación.
Ese día fui enviado a las calles a tirar panfletos, mientras en la Población La Bandera se intentaba generar la protesta como escenario de la venida del Papa, protesta que había que realizar en cualquier lugar y en cualquier situación. El acto concluyó con serios incidentes ya que la represión seguía apareciendo por arte de magia cada vez que Juan Pablo II desaparecía en el horizonte. Sin duda, para los manifestantes era una jornada extenuante, pero no podíamos detenernos en nuestro afán de acompañar a su Eminencia. Cerca del mediodía, en caravana, fuimos a tomar el transporte para dirigirnos desde la gloriosa Placa (sede de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile) hacia el próximo punto: el Estadio Nacional. Cuando llegamos a las cercanías del estadio nos bajamos de la micro y fuimos recibidos en una esquina por el “Compañero de las Entradas”, quien repartía una o dos para cada uno y tenía ingresos para todas las localidades.
Grandes filas de estudiantes se formaban recibiendo el ticket que nunca se supo si era verdadero o falso. Lo único claro es que el llamado fue varias horas antes de la llegada del Papa, por lo que la mayor parte de nosotros nos adueñamos de las graderías y no pararon durante largas horas de cantarse los –Fuera Pinochet– en todas sus versiones posibles. Para la anécdota queda el No que se le dio al Papa cuando preguntó si renunciábamos al sexo y al placer, recibiendo un espontáneo, inmediato y rotundo NO, amparados en la “picardía del chileno”. El Papa luego de quedar mudo, aclaró que se refería a los excesos del sexo, recibiendo entonces la esperada respuesta afirmativa.
Pero ni esa dura contestación, como tampoco los cantos de protesta al interior del estadio, fueron cosa del azar y la espontaneidad. Detrás de esa respuesta estaba un organizado sistema de marcar presencia en los actos papales, asistiendo a los eventos y movilizando ordenadamente a miles de cuadros de los diferentes partidos políticos en las universidades, que llenaron el estadio, las plazas, los parques y las calles con una sola finalidad: decirle que No a la Dictadura. Tal cual la Plaza de la Constitución fue de Avanzada Nacional, el Estadio, la Bandera y sobre todo el Parque O’Higgins, fueron de los movimientos sociales que repudiaban al dictador.
De hecho, el primer gran NO que se escucha abiertamente en Santiago, previo al de 1988, fue ese de los jóvenes del Estadio Nacional, la mayor parte de izquierda, que pudimos llenar el recinto con entradas falsificadas y dejando fuera a los verdaderos contritos jóvenes cristianos penitentes que querían encontrarse con el Papa. Por supuesto que luego que el Papa se marchó, habiendo concluido el acto en el estadio, símbolo de la brutal represión cuando fue utilizado como campo de concentración luego del Golpe, la repre volvió a caer como la noche y tuvimos que huir rápidamente para no ser alcanzados por los lanza aguas, lanza gases y lanza palos que pululaban queriendo tomar venganza por la vergüenza que se le había hecho pasar al Santo Padre y por los ya repetitivos cantos en contra del dictador.
Hay que decir que se habían mantenido los señores carabineros con cierta tolerancia y sólo apaleaban cuando el Papa se marchaba y tampoco tomaban tantos detenidos para no empañar la santa visita. Pero ese día había quedado claro también que la violencia estatal iba en aumento, lo que se saldría de control al día siguiente en la misa del Parque O’Higgins. En este último gran evento en Santiago se desató, en el medio de la misa, la represión con lo que el Papa tuvo que esperar a que se calmaran las refriegas y recién así continuar su homilía. Se lo vio, además, profundamente afectado, ya no era el Pontífice sonriente que se asomó con Pinochet en el balcón la Moneda, ni el que reiteró con una sonrisa su pregunta en el Estadio Nacional.
Ahora se lo veía descompuesto, triste y acongojado frente a las acciones de una dictadura que por fin se sacaba la careta y que cansada de la contención por mantener la buena imagen, enviaba a sus fuerzas represivas en contra de cualquier indicio de sedición. Hubo muchas versiones de lo que sucedió ese día en el Parque O’Higgins, por ejemplo, que el Partido Comunista empezó a presionar para llegar hasta el altar; que hubo infiltrados fascistas que iniciaron los ataques a carabineros; o que los universitarios estaban concertados sólo para protestar y que no les interesaba la misa.
Lo más seguro es que todas hayan tenido un poco o mucho de verdad. Lo que puedo decir es que esa misa se volvió una verdadera batalla campal que duró varias horas, incluso mucho tiempo después de que el Papa hubiera abandonado Santiago para dirigirse al otro día a Punta Arenas para continuar con su obra apostólica.
Para mí, espectador-actor de esa venida, la visita del Papa fue la primera oportunidad que tuve de sumarme a un gran movimiento organizado en contra de la dictadura. No es que antes no hubiera hecho nada. Desde que estaba en primero medio, con 14 años en 1983, que ya participaba de las protestas y de las marchas que se daban en la ciudad, pero nada se podía comparar con esos días en que los estudiantes organizados dimos vuelta la página de la represión brutal de 1986, el año decisivo, y volvimos a salir a las calles para exigir la caída del dictador.
En ese sentido la visita del Papa sólo fue un inicio, del nuevo despertar de la fuerza, de los que luchábamos contra el lado oscuro, del emperador del mal que representaba Pinochet, el cual en venganza nombró a mitad de año al infame Federici como Rector de la Universidad de Chile, con la clara misión de desmantelar la Universidad. La visita del Papa en abril de 1987 dio el puntapié inicial a una movilización que siguió con el paro por el crédito fiscal, luego contra Federici y que se proyectó hasta 1988 en que nos paramos y preparamos durante todo el año para dar un nuevo NO, ya no al Papa en su cara, sino al mismo tirano Pinocho.
La visita del Papa Francisco a Chile se da hoy en un ambiente distinto. Ya no se ve esa algarabía en las calles y las fuerzas represivas, paradójicamente, están hoy más desatadas que en la misma dictadura. La democracia se ha encargado de entregar entradas sólo a los fieles y ha mandado a los carabineros a contener cualquier protesta.
El Papa ha hecho discursos enconados en contra de los abusos sexuales de los sacerdotes, pero ha sido acompañado permanentemente por el Obispo Barros, cuestionado por los mismos hechos. Saludó en mapudungun en la homilía en Temuco citando a Violeta Parra y recordó las violaciones a los derechos humanos en Maquehue, mientras 4000 policías resguardaban la “seguridad” en la Araucanía y la Machi Linconao era reprimida impidiendo que pudiera ser siquiera vista por Francisco. Y el problema no es sólo del Papa y su comitiva, es de aquellos que han organizado esta visita con altanería, imponiendo a toda la sociedad chilena una mirada que se va volviendo cada vez más minoritaria y carente de toda legitimidad.
Luis Campos
Doctor en Antropología, licenciado en educación e investigador principal del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas (ICIIS). Docente UAHC.