Noviembre 15, 2024

Papa Francisco, una visita incómoda

El viaje del Papa Francisco a Chile representa un acontecimiento político y social de enorme importancia, que deja patente los cambios culturales que ha tenido la sociedad chilena en los últimos treinta años. Para notar esa evolución es bueno comparar este suceso con lo que pasó en 1987, durante la visita de Juan Pablo II.

 

 

Ese acontecimiento fue vivido por todo el país como un momento determinante, al que se atribuyó una importancia mucho mayor de la que finalmente tuvo. En ese instante, con una dictadura militar aislada internacionalmente, y en pleno proceso de negociación entre bastidores del pacto transicional, la visita papal sólo vino a bendecir el llamado “acuerdo nacional” firmado en 1986 entre el sector más moderado de la oposición y los grupos más tradicionales de la derecha. Pero la fantasía política del momento atribuyó a la visita papal una importancia que rebasaba ampliamente sus posibilidades. Algunos sectores pensaban que sería un momento que precipitaría la caída del régimen, bajo la consigna “¡Santo Padre, llévatelo!”. Pero obviamente nada de eso pasó.

Para Pinochet la visita de un Papa polaco y anticomunista le permitía reforzar su imagen de campeón de los “valores cristianos y occidentales”. El régimen lanzó en ese momento el eslogan “Mensajero de la paz” con una doble razón: destacar como logro el acuerdo de paz con Argentina, bajo la mediación pontificia. Y en segundo lugar, hacer del Papa un factor de pacificación nacional, es decir, como un motivo para aplacar las protestas que desde 1983 habían puesto a la dictadura contra las cuerdas. La visita papal era un motivo para deslegitimar la movilización popular.

Para la oposición, y también para la jerarquía de la Iglesia chilena, el eslogan era otro: “Mensajero de la vida”. La defensa de la vida era en ese instante el rol que ejercía la Vicaría de la Solidaridad. Como observa el jesuita Felipe Berríos: “La de 1987 fue una visita política, pero también pastoral: apoyar a la Iglesia a la que ciertos sectores conservadores de la misma Iglesia -ligados a la dictadura- intentaban desacreditar. Acusaban de comunista y de dedicarse a la política a una Iglesia que desempeñó un papel importante en los derechos humanos y la defensa de los perseguidos”.(1)

En el balance final cada actor político sacó alguna cosa del evento papal: la dictadura logró la famosa foto de Pinochet con el Papa en el balcón de La Moneda, conseguida con engaños y ciertas complicidades de la Nunciatura y parte de la delegación vaticana. También logró que 1987 fuera un año con menor grado de protestas que los anteriores. Para la oposición “moderada” y la jerarquía eclesial, la visita papal vino a avalar el rol mediador del Episcopado en la construcción de la trama de los acuerdos de la transición. Recordemos que el “acuerdo nacional” de 1986 fue convocado por el arzobispo de Santiago, Francisco Fresno. La Iglesia Católica obtuvo una enorme visibilidad mediática durante ese periodo, consagrándose como un actor fundamental en la vida nacional, capaz de legitimar y deslegitimar las políticas claves que se debatían en el país, rol que siguió jugando hasta muy entrados los años noventa.

 

La Iglesia habla porque es un empleador importante, porque tiene redes en el empresariado, porque es una institución que invierte en ciertas áreas, tiene roles en la especulación inmobiliaria, es dueña de muchas universidades y colegios poderosos. ¿Pero alguien la escucha en razón de sus propios argumentos y razones?

 

LA IGLESIA DE 2018

La visita del Papa Francisco es en casi todos los aspectos diametralmente diferente a la anterior. Hoy la Iglesia Católica sigue tratando de ser un actor determinante en la definición de las grandes políticas de Estado. Pero no lo logra, debido a su profunda crisis de credibilidad y legitimidad. Por lo cual, para cumplir ese rol, debe hacer uso de su fuerza institucional: movilizar la fuerza de sus colegios y universidades, de sus centros de salud, de sus redes de empresas y medios de comunicación, de sus funcionarios, etc. Si el Episcopado habla hoy, muy pocos escuchan, ya que perdió el poder del convencimiento y la credibilidad. Por eso debe recurrir al “poder duro” del que dispone. Pero este recurso lejos de darle más fuerza a su mensaje, se lo quita. La Iglesia habla porque es un empleador importante, porque tiene redes en el empresariado, porque es una institución que invierte en ciertas áreas, tiene roles en la especulación inmobiliaria, es dueña de muchas universidades y colegios poderosos. ¿Pero alguien la escucha en razón de sus propios argumentos y razones? Sólo un grupo de incondicionales y convencidos. Los fieles “fieles” son cada vez menos. Según una encuesta de 2015, un 80 por ciento de los consultados dijo creer “poco o nada” en ella. En tanto, solo un 18 por ciento dijo creer “mucho/bastante”. Sobre la evolución de la confianza en la Iglesia, en comparación a diez años atrás, un 59 por ciento dijo tener menos confianza, 30 por ciento la misma confianza y un 8 por ciento más confianza.

En este contexto la visita del Papa Francisco no logra arraigo en la sociedad. La Iglesia se apresta a movilizar su “poder duro” institucional para salvar la imagen. Seguramente va a sacar a la calle a una masa importante. Pero de esa movilización no quedará nada en sí, porque no representa un movimiento auténtico, sino apuntalado por su peso institucional y económico. Cómo ha declarado el jesuita Felipe Berríos: “Chile es un pueblo creyente, pero se siente abandonado por sus pastores y desilusionado con los casos de abusos sexuales”. Además, la comisión organizadora ha hecho todo lo posible por impedir que la visita papal tenga algún significado relevante para la sociedad, centrando la preparación en la recaudación de fondos y en la difusión de canciones bailables con letra de Américo. Por eso Berríos afirma: “En cuanto a la visita de Francisco, para mí tiene muchas interrogantes. Ha sido, a mi entender, un poco críptica en cuanto a su organización. Me habría gustado que se hubiesen hecho preguntas a las comunidades de base. ¿A qué le gustaría usted que el Papa se refiriera? ¿Qué conflictos ve usted en la Iglesia chilena? ¿Qué preguntas habría que hacerle a Francisco? Pero veo que el grupo que organiza es muy cerrado y que tiene al Papa demasiado protegido”.

‘Cómo el Papa Francisco se convirtió en el nuevo líder de la izquierda mundial’”. Sólo gente tan radical como Káiser se atreve a decir esto. Pero es lo que piensa la derecha. Y es lo que también cree la mayor parte de los obispos chilenos. No les gusta el Papa jesuita al que con suerte tratan de populista y peronista, y con un par de copas de más, tildan de charlatán y hereje.

 

DERECHA E IZQUIERDA

ANTE LA VISITA

En clave política ni la derecha ni la Izquierda chilena se sienten cómodas con la visita del Papa. Para la derecha es evidente que Francisco no es el Papa de sus sueños. La mayoría no lo dice en público por disciplina y cortesía, pero a algunos se les escapa. El más explícito ha sido el ultraneoliberal Axel Káiser, que acaba de publicar un libro titulado El Papa y el capitalismo donde intenta rebatir a Francisco en todos los aspectos referidos a sus críticas al sistema capitalista. Káiser afirma en El Mercurio: “Según un artículo del medio alemán Der Spiegel, Francisco ‘es el Papa más de izquierda de la historia’. Del mismo modo, luego de una entrevista en que Francisco se refirió al capitalismo global, The Economist afirmaba que ‘al establecer un link entre el capitalismo y la guerra, (el Papa) parece estar tomando una línea ultra radical: una que consciente o inconscientemente sigue a Vladimir Lenin y su diagnóstico del capitalismo y el imperialismo de por qué la guerra se desató un siglo atrás’. The Guardian, en tanto, publicaba un artículo afirmando que después de la partida de Obama, el Papa era “el nuevo héroe de la izquierda mundial”. En el mismo tenor, el Wall Street Journal publicaba un artículo bajo el título ‘Cómo el Papa Francisco se convirtió en el nuevo líder de la izquierda mundial’”. Sólo gente tan radical como Káiser se atreve a decir esto. Pero es lo que piensa la derecha. Y es lo que también cree la mayor parte de los obispos chilenos. No les gusta el Papa jesuita al que con suerte tratan de populista y peronista, y con un par de copas de más, tildan de charlatán y hereje.

Pero para la Izquierda chilena el Papa Francisco tampoco parece ser una figura que le motive. A pesar de sus enormes aportes en la crítica anticapitalista, para la Izquierda pesa más la idea del Papa como el legitimador del orden moral heterónomo, patriarcal, conservador y tradicional. Desconfían de él por no haber revertido procesos como la designación del obispo Juan Barros en Osorno, y en general, por no haber combatido con mayor claridad a los abusadores sexuales en el clero. Se olvida que la Iglesia es una institución que se gobierna por medio de pactos muy complejos, a distinto nivel, y que el Papa no es un poder sin oposición interna. Al contrario, ha tenido que enfrentar varias conspiraciones de la Curia romana, financiadas por potencias globales y por grupos empresariales de enorme peso transnacional.

En este contexto el único actor político que parece motivado por la visita es el gobierno de la presidenta Bachelet. Nadie puede engañarse ante la fecha elegida: Francisco viene antes del 11 de marzo de 2018 para hacer un gesto inequívoco. Su mensaje es simple: le interesa dialogar con una líder como la presidenta de Chile. Este diálogo es importante porque representa un encuentro de actores que tiene diferencias: el Papa no puede variar su postura respecto a los temas tradicionales de la moral sexual católica. Pero a pesar de eso desea mostrar que son mayores sus entendimientos y coincidencias con el campo político que representa Bachelet, como parte de una Izquierda democrática en América Latina. Esta lectura se fundamenta además en que el Papa Francisco ha optado por este tipo de mensajes durante todo su pontificado. Su estrategia es clara: la Iglesia católica no tiene nada que ganar al mantener su alianza histórica con los conservadores de derecha, salvo seguir hundiéndose en el fango del desprestigio. Si quiere tener futuro, debe buscar acuerdos básicos con el mundo progresista, al que ha colocado en una posición de conflicto estructural. Por eso la derecha sabe que no tiene mucho que esperar de Francisco. El problema es de la Izquierda, que no es capaz de entablar una conversación inteligente en este contexto.

Francisco abre una oportunidad para reconfigurar las hegemonías culturales. La Izquierda sólo ve en el Papa a una caricatura, que no entiende ni desea llegar a entender.

Descalificar en bloque al Papa Francisco es una mala estrategia para la Izquierda. Las diferencias con el catolicismo están más que claras. Lo novedoso sería tender lazos en los puntos de convergencia estratégica. Esos puntos que Axel Káiser y los neoliberales extremos han catastrado hasta en el más pequeño detalle.

 

ALVARO RAMIS

 

(1) El País, 5 enero de 2018.

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