El gigantismo que caracteriza hoy a nuestras ciudades, circuitos de luces asfixiadas en cemento, hizo perder –tal vez obnubilar- el verdadero sentido de país que antes las caracterizaba. No es aconsejable comparar cómo era la vida, emocionalmente, en el Santiago de mediados del siglo veinte, a cómo se vive en este siglo veintiuno. Vaya si no sabremos de aquello usted y yo.
Por alguna extraña razón –que la sociología aún no clarifica del todo- las principales ciudades del país perdieron de manera repentina aquello que las había caracterizado durante un siglo o más. De una plumada fueron despareciendo emblemas que hacían distintivo un barrio de otro, hasta convertir la ciudad en una planicie donde lograba resaltar solamente el casco histórico cual parámetro preciso. Así, hace años, la ciudad era todo; se vivía en “la ciudad”, se era vecino de “esa ciudad”, sin mayores distingos respecto de la calle, de la plaza o del barrio en el cual realmente se moraba.
Lo mismo ocurría con las comunas pequeñas; se era habitante de tal o cual ‘región’ y en la práctica cotidiana casi no se especificaba la comuna en sí, optándose por designar a la capital regional como la ciudad en la que se vivía. “¿De dónde vienes tú?”, preguntaban a algunos alumnos en una Universidad santiaguina; ‘de Rancagua”, “de Los Andes”, “de Chillán”, respondían ellos omitiendo el nombre de las comunas rurales o de las comunas pequeñas de las cuales procedían, pues tenían claro que para muchas personas de la gran urbe o metrópolis central –la mayoría en realidad- las respectivas regiones poseían un sólo nombre conocido: el de las capitales pertinentes.
En esas metrópolis, los cines fueron los primeros en desparecer encabezando el éxodo de emblemas barriales. Sus locales fueron transformados en centros comerciales, en mega tiendas o en cualquier adefesio bolichero carente de identidad propia. Luego llegó el turno de los” íconos sociales gastronómicos”, vale decir, de aquellas fuentes de soda –pequeñas, de cocina sana y simple- que habían servido de punto de reunión a cientos de habitantes que se enorgullecían de contar con determinada ‘sanguchería’ o restorán, cual si fuesen astros con luz propia en medio de una bohemia particularmente amable. Una bohemia que, por cierto, también fue enviada al arcón de los recuerdos, suplantada como por arte del birlibirloque por cadenas internacionales de comida chatarra, los McDonalds, los Burger’s, los Kentucky, los Doggis.
Después sobrevino el progresivo desaparecimiento de viejas y encantadoras casonas, cuadras completas, que fueron adquiridas por inmobiliarias que llenaron el barrio con espantosos edificios de 20 pisos, quitándole ruta al sol, al verdor y a la belleza del entorno.
En asunto de pocos años, muchos barrios fueron convertidos en una majamama donde se mezclaron el cemento y la fealdad arquitectónica para recibir al doble de habitantes que el barrio siempre había albergado, pero que en este caso no sentían amor ni respeto por la historia de esas calles y esas plazas, ya que sólo interesaba contar con un lugar en el cual reposar huesos luego de agotadoras jornadas laborales, y a la hora de la diversión elegían otros sitios ubicados cerca o dentro del centro histórico de la ciudad, más “internacionales” e impersonales, negándole al barrio la maravilla de la humana convivencia y de la amistad sin tapujos.
Pasaron los años y los guetos verticales –esas moles de 20 pisos y mas- se adueñaron de los espacios y las respiraciones de millones de seres, negándoles el derecho a la belleza y al oxígeno que forman parte sustantiva de todo entorno humanamente digno. Verdaderos muros de cemento alzaron sus estructuras para impedir a la gente mirar el mar, el bosque, la plaza o, simplemente, la calle misma. Durante algunos lustros no hubo civilidad ni humanidad en nuestras ciudades.
Tampoco las hubo en las comunas rurales, pues en varias de ellas las inmobiliarias -acicateadas y cobijadas por los gobiernos a través del SERVIU y de la banca- lograron fácilmente obtener el visto bueno de dóciles ediles y concejos municipales para construir casuchas de escasos metros cuadrados, entregadas a gente de escasos recursos constituyendo verdaderas zonas de peligro diario donde hervía la delincuencia y el micro tráfico de drogas, todo ello en sitios carentes de verdor (¡¡y estaban en comunas campesinas!!), ya que no había plazas, árboles ni entorno grato.
Pero, algo comenzó a suceder, pues poco a poco la gente fue recuperando no sólo sus barrios sino, también, la armonía que fluye de la vida en comunidad. Y aunque parezca extraño, algunos medios de prensa (incluyendo a la televisión) se constituyeron en adalides de ese cambio esencial mostrando y destacando positivamente el renacimiento de antiguos lugares, de históricos barrios donde –de nuevo- habitar en ellos se transformó en una alegría empapada por la belleza del entorno y la nostalgia de historias queribles.
Hoy, el centro citadino es lo que siempre debió ser: un lugar en el que se condensa el pasado histórico de la ciudad y se aglomeran ministerios y casas centrales se servicios públicos… más allá de ello, el casco histórico de la ciudad se transforma en un paseo digno de realizar. Todo lo que se encuentra en ese centro urbano es posible hallarlo también en el propio barrio. Grandes tiendas, restaurantes, plazas, colegios, sedes universitarias, teatros, cines, clínicas, centros educacionales, parques… y por supuesto, la vieja panadería, el antiguo almacén transformado en modernidad… todo está allí, incluyendo además –en algunos casos- el estadio donde actúa como local el club deportivo que el sector considera su representante.
Poco a poco, los barrios han vuelto a tomar las riendas de la patria sin perder su identidad particular. La sumatoria conforma una ciudad próspera, no siempre solidaria pero sí unida en cuestiones que resultan esencialmente importantes… aunque todavía subsiste la diferenciación social que emana de los sectores más acomodados con respecto a los que carecen de suerte económica y privilegios políticos. Es la deuda que falta por pagar.
Y si se me permite replicar lo relativo a barrios en las comunas rurales respecto a las grandes ciudades de cada región, puedo asegurar, amigo lector, que lo dichos líneas atrás también sucede en muchas de esas comunas pequeñas, rurales la mayoría, ya que si bien ellas habían perdido parte de sus respectivas identidades en los décadas anteriores, ahora están recuperando –a velocidad magnífica- sus espíritus, sus almas, sus particularidades, sin hacerle el quite a la modernidad que pulula en las metrópolis. La comuna es a la región lo que el barrio es a la ciudad. Y en ambas, el proceso de reinventarse como lugar vivible y grato es idéntico.
Por ello entonces, muchos citadinos se están trasladando con ‘monos y petacas’ a las comunas aledañas a las grandes urbes. Esta nueva migración interna es un proceso lento, pero pertinaz. Barrios y comunas pequeñas, rurales preferentemente, ofrecen un álbum de “vida vivible” que enamoran al que sabe ver con el corazón y tiene capacidad de observar el futuro.
Es tal vez lo más rescatable de un sistema socioeconómico salvaje que asfixia a gran parte de la sociedad. Nobleza obliga… y el renacer espléndido de barrios y comunas pequeñas, cada vez con más acervo de modernidad galopante, es una cuestión necesaria de mencionar como el revivir de la ‘patria chica’, la que quizá sea la verdadera patria, aquella en la que vivimos, amamos, laboramos, crecemos, sufrimos y en la cual, finalmente, descansaremos para siempre.