El centro cultural chiíta Tabayan, en la capital afgana, fue destruido ayer por un ataque con explosivos que dejó al menos 40 muertos y decenas de heridos y que fue reivindicado por el Estado Islámico (EI). En Moscú el presidente ruso, Vladimir Putin, calificó como atentado terrorista la explosión del miércoles pasado que causó 14 heridos en un supermercado de San Petersburgo. Y en un solo día –el martes– los bombardeos aéreos de la coalición encabezada por Arabia Saudita dejaron 69 civiles muertos en Yemen en dos acciones distintas: un ataque a un mercado en la provincia de Taiz y otro contra una granja familiar en Hodeia.
Hace ya mucho tiempo que episodios como los enumerados se han vuelto noticia común, si no es que diaria, sin que ninguna potencia mundial o regional sea capaz de introducir factores de sensatez en los conflictos que se dirimen en Medio Oriente y Asia central; por el contrario, las actuaciones de Washington, Moscú y los gobiernos europeos en la zona parecen echar gasolina adicional a viejos y nuevos conflictos.
Las invasiones de Afganistán e Irak por parte de coaliciones occidentales lideradas por Estados Unidos dio al traste con delicados equilibrios regionales; la destrucción del régimen talibán en Kabul no sólo dejó miles de víctimas por sí mismo sino que multiplicó las confrontaciones intertribales e interétnicas; en el caso iraquí, la incursión occidental convirtió a un país hasta entonces laico y estable en un terreno nutricio para toda suerte de facciones extremistas que más temprano que tarde empezaron a organizar atentados de diversa magnitud en territorio europeo y estadunidense, y otro tanto ocurrió con la desestabilización de Libia por parte de Occidente.
En cuanto a Rusia, su injerencismo en Medio Oriente se explica no sólo por razones geoestratégicas sino por el deseo de Moscú de combatir allí integrismos que tienen presencia en los confines de las fronteras rusas e incluso dentro de su territorio, como es el caso de Chechenia. Y aunque su intervención militar en Siria en respaldo del gobierno de Bashar al Assad ha reducido drásticamente la capacidad operativa del EI y de otras facciones fundamentalistas apoyadas por Washington y erosionado la influencia occidental en la región, parece dudoso que logre eliminarlas; en cambio, puede darse por seguro que alimentará los rencores históricos que terminan expresándose en atentados.
Por si algo faltara, la semana pasada el gobierno estadunidense dio un nuevo y absurdo impulso al conflicto palestino-israelí al anunciar el traslado de su embajada de Tel Aviv a Jerusalén, en lo que constituye un reconocimiento de facto –e ilegal, según las disposiciones internacionales– a la segunda de esas ciudades como capital de Israel. Con ello, la Casa Blanca dio un aliciente a los sectores más belicistas del régimen de Tel Aviv para acelerar sus políticas de limpieza étnica en los territorios palestinos ocupados.
Lo peor del caso es que a diferencia de otros momentos, en el actual no hay ni siquiera propuestas sólidas para superar los múltiples conflictos de la explosiva región en forma negociada y pacífica. Por desgracia, a las poblaciones de Medio Oriente y Asia central le esperan, al parecer, años de violencia, destrucción y sufrimiento.