Juan Rulfo, cuyo centenario se completó este año,[1] nunca pisó territorio uruguayo. Sin embargo anduvo por aquí casi desde el momento en que publicó su escueta obra, en la primera mitad de los cincuenta, y volvió en lecturas críticas y hasta en una temprana edición montevideana de “El gallo de oro”.
Desde comienzos de 1985, a las puertas de la apertura democrática, antes de que Juan Rulfo muriera en la ciudad de México al siguiente 7 de enero, su obra se oficializó en Uruguay. Se la integró a los programas de emergencia en el bachillerato como autor optativo, y su elección, que se hizo frecuente entre los profesores a pesar de la competencia que lo acompañaba –los aún vivos y muy transitados Jorge Luis Borges y Juan Carlos Onetti junto al menos frecuentado y ya fallecido João Guimarães Rosa–, comenzó a asegurar una amplia familiaridad de sus textos entre quienes llegaban a pisar el escalón preuniversitario. Las ediciones mexicanas (Fondo de Cultura Económica) y españolas (Planeta) de los cuentos de El llano en llamas (1953) y de la novela Pedro Páramo (1955), está también en edición anotada de Cátedra, se encontraban con facilidad en las librerías.
En 1981 las minorías, que tal vez no eran tan minoritarias cuanto ahora, habían tenido en Uruguay el raro privilegio de conocer la primera edición fuera de México, una de las primeras en el mundo, de los relatos incluidos en el volumen El gallo de oro, publicado por la colección Lectores de Ediciones de la Banda Oriental. En el primer viaje que el editor Heber Raviolo había realizado a esa ciudad “engentada” –como allá se dice–, sabiendo que Rulfo estaba a punto de publicar algunos textos, difundidos con cuentagotas después de 1955, manifestó a los poetas Ida Vitale y Enrique Fierro su interés por entrar en contacto con el enigmático escritor. Sus compatriotas entonces transterrados en México hicieron las gestiones del caso, obtuvieron una respuesta favorable de Rulfo y, al cabo, lo llevaron a la oficina pública donde trabajaba. El feliz recorrido se hizo en el Volkswagen que manejaba la poeta –según contaba Raviolo– en tortuoso zigzag, en medio de bocinazos y “juramentos” de los azarosos compañeros de aquellas avenidas y calles. Una vez en el edificio se anunciaron y permanecieron en una pequeña sala de espera. Rulfo utilizó un ascensor para llegar hasta ellos, saludó y, sin mayores protocolos –según el relato de Enrique Fierro–, leyó el contrato que le extendió Raviolo y lo firmó. Recibió del editor la paga correspondiente por adelantado y por todo derecho –unos mil dólares de la época– y pronunció unas corteses y pocas palabras de despedida. Su interlocutor uruguayo no le fue en zaga, ya que en el manejo de los silencios casi parecía uno de sus personajes. Poco después salió el pequeño libro en la serie para suscriptores en cuya portada hay un luminoso gallito de ojos amenazantes. La tirada debió rondar los 5 mil ejemplares. Otra edición había salido en España y México por la conjunción del sello madrileño Alianza y del mexicano Era con el título El gallo de oro y otros textos para cine que, hasta donde sé, se distribuyó en todo el mundo de lengua española. Incluso en Uruguay, donde se convino que el libro llegaría sólo a los suscritores de la colección que Raviolo había inventado en 1978, con la que había salvado las enclenques finanzas de la editorial –amenazada además por la censura– y con la que había logrado ampliar como pocas veces se había visto en la historia del país el universo de consumidores de narrativa moderna y contemporánea.
Otras mediaciones. Retrocédase algo así como tres décadas. En 1955, en una de sus frecuentes visitas a Montevideo, la poeta salvadoreña Claribel Alegría trajo de México los dos libritos de Rulfo publicados por el Fondo de Cultura Económica. El segundo, Pedro Páramo, acababa de salir. Se los obsequió a Mario Benedetti, a quien le dijo que “todo el mundo” hablaba de esos libros allá, que ella misma los había leído y le parecían extraordinarios. Antes de que fueran distribuidos en el Río de la Plata –tarea de la que en Montevideo se encargaba la librería de Héctor D’Elía–, se pudo conocer una de las primeras opiniones críticas relevantes y agudas sobre la obra de Rulfo. Aun más, el de Benedetti fue quizá el primer artículo sobre la breve y durante tanto tiempo completa obra narrativa del autor fuera de México: “Juan Rulfo y las posibilidades del criollismo” (Marcha, 4-XI-1955). Una docena exacta de años después, cuando Benedetti recogió esas notas en libro, pasó a titularlas “Juan Rulfo y su purgatorio a ras de suelo” (Letras del continente mestizo, Montevideo, Arca). En 1967 el llamado “criollismo” había sido anonadado por quienes, como Benedetti, creían en que la narrativa tenía que buscar la “universalidad” y, con una vara demasiado alta o demasiado dura, consideraban que casi todos aquellos escritores que situaran sus historias en el espacio rural y condescendieran a los desvíos de la norma castellana estaban incurriendo en formas de pintoresquismo. Rulfo servía a esta cierta prepotencia modernizadora como modelo para liquidar “el relato en línea recta, la porfiada simplicidad, (…) la endósmosis de lo llano con lo chato”. Con esa perspectiva, la narrativa de Rulfo superaba cualquier resabio naturalista y costumbrista, acercándose a una prosa nueva capaz de aprovechar lo regional y lo mítico americanos. En 1955 Rulfo servía, además, como un gran martillo para demolición de sus cercanos; en 1967 la dura tarea se podía dar por concluida. Con diferencias de estilo, de un modo semejante leerá Emir Rodríguez Monegal a Rulfo en un artículo que agregará a la segunda edición de su libro Narradores de esta América (Buenos Aires, Alfa Argentina, 1974, tomo II). Los espectros que habitaban Pedro Páramo o los narradores campesinos de varios cuentos del libro precedente, capaces de reflexionar y narrar más allá de lo circunstante, al margen de un discurso sentencioso y en un despliegue técnico desconocido, eran para Monegal la prueba del triunfo de una literatura latinoamericana leal a sus temas tradicionales y, al mismo tiempo, al mejor orden del día. Para estos críticos y sus más cercanos seguidores, Rulfo aparecía como si fuera un William Faulkner latinoamericano, mientras que la mayor parte de sus antecesores apenas si pasaban de ser modestos Fenimore Cooper. Es decir, anacronismos.
Lejos de fronteras uruguayas, obligados al exilio desde 1973, hubo dos aportes decisivos de críticos uruguayos: el de Ángel Rama y, sobre todo, el de Jorge Ruffinelli, su más directo discípulo. Rama, en la introducción de Transculturación narrativa en América Latina (México, Siglo XXI, 1982), tomó prestado de la antropología cultural el concepto de transculturación –intercambio dinámico y multidireccional de las culturas y las lenguas– para examinar la decadencia de “gran parte del repertorio regionalista”. Esa mirada recoge observaciones semejantes del brasileño Antonio Candido, en especial en el concepto de “superregionalismo”, formulado en un artículo de 1972. Rama ubicó la obra del narrador mexicano en dos niveles básicos de la renovación profunda: la lengua y la “estructuración literaria”. Por su lado, en muchos de sus trabajos que terminó reuniendo en el libro El lugar de Rulfo (Veracruz, Universidad Veracruzana, 1986), uno de ellos el importante prólogo a la edición de la obra narrativa completa hasta entonces en la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 1981), Ruffinelli lee esta literatura en clave de interpelación de las estructuras social y política. Lo hace en forma paralela a una radical renovación de las formas y como otra manifestación, ya en el plano metafórico, de los mitos locales y del gran y perturbador mito fundador del país moderno: el de la revolución mexicana.
Si estas intervenciones fueron importantes para la discusión de la obra de Rulfo donde fuera, cuando se iba imponiendo o cuando ya estaba consagrada –para lo cual basta revisar la notable edición de Toda la obra de Rulfo en la Colección Archivos de la Unesco–, hubo también muchos aportes locales posteriores que sirvieron para la actividad pedagógica o el ejercicio crítico en la prensa periódica. Esto ya era el síntoma o la marca de la afirmación del clásico.
Huellas. En su notable correspondencia con el cuentista brasileño Sergio Faraco, originalmente publicada en 1990 (Montevideo, Monte Sexto), Mario Arregui no se cansa de elogiar a Rulfo, a quien puede ver, quizá en la línea de interpretación de los críticos de su edad, como quien consiguió narrar sobre asuntos americanos sin recaer en la fatigada tradición o en los perdidos senderos de una presunta retórica costumbrista. Antes que en Rulfo, el cuentista uruguayo, que había publicado sus primeras piezas hacia 1947 y su primer libro en 1953 (Noche de San Juan y otros cuentos), pudo encontrar en Borges una versión más urbana y menos propensa a la reescritura del mito. Por eso el conocimiento de Rulfo fue un deslumbramiento, de ahí las posibilidades de cruzar dos tradiciones de escritura narrativa, más que postular su antagonismo. Esa búsqueda, de paso, podía tener una ignorada genealogía local en el trabajoso empeño de Francisco Espínola por construir un relato, que nunca concluyó, sobre Don Juan, el Zorro (edición póstuma: Montevideo, Arca, 1984), en el que el lenguaje se presenta más como problema y aventura que como medio de comunicación de una de sus muchas historias. La parcial condición de inédito de este proyecto, sólo difundido en revistas y periódicos de circulación restringida y regional, impidió que Rulfo supiera de la existencia de su aparcero oriental. La obra y la reflexión de Arregui podrían ser una bisagra entre los dos.
Una vez que la escritura de Rulfo se vuelve clásica las huellas son más difíciles de encontrar, pero baste como ejemplo alguna narración de Tomás de Mattos, en especial la novela A la sombra del Paraíso (Montevideo, Alfaguara, 1996) más que los cuentos de Trampas de barro (Montevideo, Banda Oriental, 1983), en la que el ritmo y la atmósfera, por momentos, se desasen del fuerte realismo en el que se inserta la historia policial. Sin la ayuda de la obra de Rulfo ese ritmo y esas atmósferas quizá no hubieran podido construirse, porque la gran literatura termina naturalizándose en la escritura ajena (alta o baja o lo que fuere) y así la reciben los lectores de aquí y de cualquier parte. A veces –como ante la deslumbrante obra de Rulfo– críticos, editores y escritores forman un haz que facilita esa afortunada salida.
https://brecha.com.uy/huellas-y-mediaciones/
*Texto publicado originalmente en el semanario uruguayo Brecha (número 1668, 17 de noviembre de 2017). Se reproduce en la página de Facebook de la Fundación Juan Rulfo con autorización del autor.