Si Alejandro Guillier de verdad quisiera ser presidente y no estuviera aterrorizado con la idea de ganar, ya habría hecho lo mismo que todos quienes han necesitado de votos ajenos para sus propósitos: decir que sí a todo lo que le pidan y más allá.
A quien le importa si cumple o no sus promesas, luego de contados lo votos.
No fue otra cosa la que hizo Michelle Bachelet cuando ofreció de este mundo y del otro para asegurar que la gente crédula y que aborrece con toda razón a la derecha, finalmente la votara.
Una vez instalados en las poltronas y los dispositivos, todas las ofertas serán solo historia, y mucha palabrería y justificaciones vendrán a sepultar aquello que se dijo en tono de campaña electoral.
Y que terminó sin valer ni el papel en el que se escribió.
Que Alejandro Guillier no haya apelado a este expediente tan antiguo como la mentira misma, se explica solo por su renuencia a ser presidente, por el terror que le genera hacer algo que no quiere y que aceptó solo por el efecto de aquellas cosas raras de la psiquis.
Faltarán aún más desatinos para asegurar su segundo lugar. Las declaraciones, que sí, que no, del Frente Amplio, le entregan a priori un buen argumento para explicar su posible y deseada derrota.
Atisbos de una autocrítica por la miseria de votos luego de gobernar por más de veinte años el país sin haber sido capaces de asegurar un respaldo decente, no se han visto.
Luego de un cuarto de siglo en el poder, no han sido capaces de formar una generación que los represente, ni un grupo de jóvenes de refresco que vengan a tomar las banderas de la Concertación/Nueva Mayoría.
Por el contrario, ha sido la derecha la que más ha capitalizado la cultura a la que dieron forma casi perfecta.
La idea es que sean otros los que asuman el riesgo que nuevamente sea la presidenta Michelle Bachelet que le cruce la banda tricolor a un sujeto turbio entre los turbios, como Sebastián Piñera. Si eso no es fracaso, entonces qué será fracaso.
Extraña elección en la cual de los tres candidatos solo uno, Sebastián Piñera, haya tenido desde el inicio de la brega, real interés por ser presidente.
Porque, digámoslos con todas sus letras, la irrupción de Beatriz Sánchez como candidata del Frente Amplio y la simpatía inicial que desplegó su propuesta, causó no poca pavura entre sus compañeros.
En un momento las números, propios y ajenos, daban al Frente Amplio una sino holgada, por lo menos una preocupante ventaja por sobre la carta de la Nueva Mayoría.
Y ese escenario, fuera de sus cálculos, les generaba a sus estrategas franco temor.
La cosa era solo irrumpir con una buena cantidad de diputados y, como consecuencia, instalarse con el tercio faltante en un horizonte de más largo plazo.
De haber llegado a ganar, el proyecto del Frente Amplio se habría demolido a poco andar. Por ahora, la cuestión del poder no es algo que esté muy desarrollado en su discusión.
Así, cosa rara, el único que manifiesta genuinamente su avidez real por llegar a La Moneda, es el candidato de la derecha.
La ambigüedad del Frente Amplio debiera pasarle la cuenta en algún momento. Eso de ahí ves tú por quien votas, no aporta sino una cosa medio aguachenta. Para perfilarse como el tercio faltante que requiere, el Frente Amplio debió ser claro y audaz.
Haber tenido que ver en el triunfo del próximo gobierno, desde el punto de vista de la instalación política, rinde mucho más que correr el riesgo de haber sido los responsables de la entronización de Piñera.
El riesgo es que finalmente la mayor parte de la votación del Frente Amplio igual vote por Guillier.
Parece que se olvida que la gente ya sabe apretar los dientes. Lo viene haciendo por más de un cuarto de siglo.