Son las 6:30 de la tarde del día sábado 28 de octubre, en Chicago en la época del frío la noche llega pronto, en la oscurana del crepúsculo busco estacionamiento en la 18th Street en Pilsen, corazón del barrio mexicano, y comienzo a caminar sobre la avenida buscando La Catrina Café, lugar donde se lleva a cabo la exposición Pilsen Days.
Ir a Pilsen es como regresar al corazón del arrabal donde crecí, los arrabales comparten el mismo ADN, no importa en qué lugar del mundo estén, el tejido social es el mismo. Después de caminar unas cuantas cuadras sobre las calles alfombradas de hojas ocres que sopla el viento y observando la personalidad del lugar, que es muy singular, me encuentro con la puerta de entrada a La Catrina Café, antes de abrir me asomo por la ventana y contemplo la atmósfera, entre bohemia y tertulia con carácter de guateque callejero en arrabal.
Abro la puerta y entro, doy dos pasos y una mirada circular al lugar, una fotografía me detiene, me atrae, me atrapa, todo lo demás deja de existir: el bullicio, las personas del lugar, el resto de la exposición, somos solamente esa fotografía y yo en medio de la nada, perdidas en el tiempo. Me habita, me llama, me susurra al oído, me acaricia, me desnuda, me deja observar de cerca su alma: el arrabal, los parias, el retumbar de un corazón que se ve así mismo reflejado en la mirada del hombre parado sobre la línea del tren, con una escoba en la mano. Son apenas unos instantes que parecieron una eternidad, vuelvo, respiro y busco a Moira Pujols, dominicana y una de las organizadoras, que fue quien me invitó a la exposición y solo porque ella me invitó asistí. Me tocó atravesarme toda la ciudad para poder estar ahí. Soy una cavernícola alejada de todo el bullicio cultural, son lugares en los que no que encajo y en los que me siento totalmente ajena.
Comienzo a caminar observando la exposición, con aquella primera fotografía abriéndome los poros, escucho el ruido del tren sobre las vías, la mirada del hombre sosteniendo la escoba me vuelve a atravesar, los parias nos identificamos por instinto, nos olemos, nos sentimos, nos amamos porque todos somos uno y nuestro núcleo celular es la dignidad en la exclusión: una resistencia inquebrantable.
Son fotografías de Pilsen en la década del 90, tomadas por quien en esa época era un estudiante japonés llegado a Chicago a estudiar fotografía al Columbia College. Hablo de Akito Tsuda. Y es lo que llama la atención de lo esencial de esas fotos: el encuentro de dos mundos que no por distintos son ajenos.
¿Qué hacía un japonés en la comunidad latina de Illinois? No vivía ahí, pudo haber ido a cualquier otro lugar, al barrio italiano, al griego, al chino, al centro de la ciudad con sus edificios rascando las nubes, ¿por qué el barrio mexicano? ¿Por qué el arrabal? ¿Por qué un lugar marginado donde dicen que puyan con tortilla tiesa? ¿Por qué buscar a los invisibles de la sociedad? ¿Por qué no se fue a tomarle fotos a las flores en primavera o al azul del lago en verano? ¿Por qué a los parias?
Las respuestas las encontré cuando subió a tarima y fue ovacionado por los asistentes que coreaban su nombre y le agradecían la deferencia. Fue un instante largo el que se quedó en silencio, sus ojos lo delataban, su alma demasiado transparente se dejaba ver como el cielo desnudo en día de verano, y me erizó la piel esa inocencia, esa humildad, Akito era uno de nosotros, nacido en otro lugar del mundo pero uno de los nuestros, tenía lo esencial que es lo realmente importante en la vida y la médula espinal de la humanidad.
Y la multitud lo aplaudía y él no hablaba, conteniendo la emoción, y era natural, es natural de las personas que hacen las cosas por amor y responsabilidad no por reconocimiento, actuar así ante estas situaciones. Lo imaginé 20 años atrás, caminando por el barrio, compartiendo con la comunidad, que lo llegó a querer tanto que lo dejó entrar a sus casas y tomar fotografías de las escenas diarias en un arrabal pobre y marginado que se levanta todos los días para palear las circunstancias.
Y es esa la responsabilidad humana, ¿qué hacer con los talentos? Que todos los tenemos. ¿Con las herramientas? ¿Tomar participación o simplemente obviar? ¿Hacer el arte una decoración o una acción política? En este caso Akito, que 20 años después nos vino a mostrar, -desde Japón, donde radica- un barrio que muchos migrantes no conocimos. Y queda en esas fotografías, la historia contada, la denuncia, el sentimiento y el acercamiento de dos mundos, que no por distintos son ajenos. Pilsen Days queda inmortalizada en la cámara de Akito y será Memoria Histórica para las generaciones venideras.
Casi al final de la exposición me enteré que esa fotografía que me atrajo tanto, que para mí es la médula de la exposición y es la foto más importante, también entreteje la historia del contacto y el acercamiento de Akito con la comunidad mexicana, que le abrió las puertas gracias a su amistad con Tom Herrena, quien aparece sosteniendo una escoba en medio de la línea del tren: el paria en el que me reflejé inmediatamente cuando sentí sus signos vitales en los míos.
Queda comprobado pues, que lo de Akito no era un escaparate de fotógrafo jactancioso buscando las galas de la inmortalidad, era la comunicación de su alma con las almas que en la intemperie se buscan, para abrigarse entre sí. Eso además de ser arte, es humanidad. ¡Qué a Akito, la gloria le sea eterna!