Noviembre 16, 2024

La revuelta catalana frente a la élite española (y catalana)

Desde Chile realmente parece que Catalunya se ha vuelto loca. A simple vista sí, nos hemos vuelto locos. Nos hemos vuelto locos si compramos el relato del Embajador de España en Chile y los grandes medios de comunicación chilenos, quiénes plantean que el conflicto catalán tiene un carácter identitario, ser o no ser español, o bien es un conflicto de carácter insolidario, Catalunya es una región con mayores recursos y no quiere compartirlos con el resto del Estado, especialmente con las regiones más pobres. Sin embargo, el conflicto catalán plantea algunos interrogantes que no responden bien a esta lógica interesada y simplista.

 

 

Cómo es posible que en las dos últimas elecciones estatales celebradas en 2015 y 2016, la primera fuerza en Catalunya sea Podemos, un partido de ámbito estatal que no apoya la independencia. Cómo es posible que la izquierda guevarista catalana, la Candidatura de Unidad Popular, formada en parte por militantes que provienen de la lucha armada de los 80, mantenga un pacto con el gobierno catalán formado por democristianos, liberales y socialdemócratas, con los que no comparten ni modelo económico, ni político, ni social. Cómo es posible que el movimiento anarquista catalán, heredero de la revolución social de 1936, llame a votar por primera vez en su historia ante el referéndum del 1 de octubre. Estos interrogantes lo que plantean a mi parecer es que, más allá del factor identitario o insolidario, lo que está ocurriendo en Catalunya es un capítulo más de la crisis del régimen que nació tras la muerte de Franco, llamado en España Régimen del 78 por ser el año en que se aprobó la actual Constitución.

 

El Régimen del 78, orden político nacido tras la muerte del dictador, se sustenta en tres consensos fundamentales pactados entre la oposición democrática y sectores del franquismo. En primer lugar, la evolución de la dictadura hacia un franquismo democrático o postfranquismo a través de la reconciliación nacional. Para ser breves, la continuidad de la institucionalidad franquista, renunciando al periodo republicano previo al golpe militar, la aceptación de la monarquía parlamentaria y el no enjuiciamiento de los crímenes del franquismo, con el bochornoso honor de ser con 100.000 personas el país con mayor número desaparecidos, solo por detrás de Camboya. A cambio, la oposición consiguió la participación política. En segundo lugar, la creación de un Estado de Bienestar equiparable a los europeos ya constituidos, que permitiera paliar las profundas brechas sociales que había generado la migración campo-ciudad de los años 60 a través del acceso a educación de los hijos e hijas de las clases populares. El tercer consenso, tiene que ver con la distribución territorial del Estado. La creación de las Comunidades Autónomas con competencias en diferentes ámbitos, muy similar a un modelo federal, fue el diseñado creado para contentar a amplios sectores de la élite catalana y vasca que se habían acercado en los últimos años del franquismo a la oposición democrática. Con la repartición del pastel estatal, la élite nacional catalana y vasca renunciaba al derecho de autodeterminación, demanda histórica del antifranquismo como forma de resolver el encaje territorial.

 

Para sostener estos tres consensos se armó un nuevo sistema político que garantizara este pacto. No fue fácil. El terrorismo de Estado durante los 80, que en el País Vasco se alarga hasta el día de hoy, contra la izquierda guevarista y contra el anarquismo, la introducción de la heroína en los sectores populares, que eliminó a una generación entera, la creación de una ley electoral que marginó al Partido Comunista, entre otros mecanismos, son algunos de los elementos más brutales utilizados por el Estado precisamente para eliminar a quienes no compartían dichos consensos. Seguramente alguna de estas herramientas las podríamos identificar en Chile. Tengo la sensación de que cuando dicen que Chile aprendió de la “modélica” transición en España se refieren exactamente a esto.

 

Sin embargo, la crisis de las economías occidentales en 2008 afectaría de una manera distinta al sistema económico y político español. No porque no fuera una crisis económica, que lo sigue siendo, sino porque generaría la destrucción de su principal modelo productivo agudizando las contradicciones del propio modelo. Salvando las distancias, algo así como la crisis del salitre en Chile. Panorama desolador; 50 desahucios diarios, un millón de españoles han migrado desde el inicio de la crisis, 1 de cada 4 niños en España es pobre y regiones con un 45% de cesantía. Pero lo que más nos importa para entender el conflicto catalán es como la crisis en España generaba la ruptura de los tres consensos anteriormente mencionados.

 

La crisis de modelo productivo hacía volar por los aires el Estado de Bienestar en España y por lo tanto uno de los consensos. Pero también daba inicio, ante la reducción de los recursos del Estado, a una guerra entre las diferentes élites, destapando graves casos de corrupción que afectaba a los principales partidos del régimen y a la institucionalidad postfranquista, incluyendo a la monarquía. Este conflicto entre élites, escenificado en la figura del padre de la patria Jordi Pujol declarando haber tenido cuentas en paraísos fiscales y amenazando en delatar a otros, es clave para entender el conflicto catalán y el inicio del movimiento independentista. La ruptura del silencio entre élites conlleva el conflicto entre la burguesía catalana y Madrid. Ante un Estado que hace aguas y la potencialidad de ser interlocutor directo con la Unión Europea, la élite catalana vio la posibilidad de generar un nuevo marco político a través de un movimiento controlado que pudiera renegociar su estatus en el Estado y renovar sus representantes políticos que se vieron afectados por los casos de corrupción. Nace así el movimiento independentista de masas.

 

Llegados a este punto ¿Podemos catalogar entonces el caso catalán como un conflicto entre élites? En el momento actual todo indica que no. Si bien el movimiento independentista fue en un principio auspiciado por una parte de la élite catalana, sobre la base de una identidad nacional previa, el malestar de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía en 2010 y la sensación de aportar más al Estado de lo que se recibe, la reacción del Estado, que entiende el movimiento como un pulso de la élite catalana, cambia el sentido del propio movimiento. La negación al diálogo y la judicialización de la respuesta dejó al movimiento en una situación compleja, o retroceder, y por lo tanto rendirse, o avanzar a pesar de tener que romper con el marco legal. Ante un Estado que deja como única opción la desobediencia para ejercer el derecho a voto, la opción soberanista se convierte en una oportunidad de ruptura frente al Estado postfranquista y da un vuelco, convirtiéndose también en un movimiento de ruptura frente a su propia élite que, ante el peligro de romper con la legalidad, que tanto en España como en Catalunya garantiza su riqueza, decide dar un paso atrás. Muestra de ello es que hoy los grandes empresarios en Catalunya y sus organizaciones son los principales adversarios del proyecto de República catalana, utilizando la fuga de empresas como arma política frente la posibilidad de declaración unilateral de independencia.

 

Este vacío en el liderazgo que provoca la respuesta del Estado y el paso atrás de la élite catalana, y aquí es donde a mi parecer debe aprender la izquierda, lo aprovecha principalmente el independentismo de izquierdas que había asumido las contradicciones de formar parte del movimiento independentista, incluso apoyando a un gobierno liberal, asumiendo que tarde o temprano el Estado postfranquista solo daría la opción de desobedecer. La convocatoria de la primera Huelga Nacional en la historia de Catalunya contra la represión del día 1 de octubre y la creación de centenares de Comités de Defensa de la República (CDR), organizaciones barriales de clara inspiración en la revolución cubana, no debe tener muy contentos a la jerarquía catalana, históricamente dispuesta a arriesgar, pero con un profundo sentimiento pactista. En esa línea un artículo de una escisión de la derecha nacionalista catalana apunta hacia donde se mueve Catalunya. Titulado “no es la independencia, es la revolución”, la organización Lliures (Libres en catalán) alerta sobre los peligros de ruptura democrática, obviamente en un tono muy dramatizado.

 

Es por eso por lo que en los últimos meses lo que empezó siendo un conflicto entre caciques se ha convertido en una revuelta con voluntad de decidirlo todo, frente al Estado y frente a la propia élite asustada por la posibilidad de que los ciudadanos de Catalunya puedan decidir no solo el marco territorial sino el sistema económico y social de la futura República. Es ahí, en la posibilidad de decirlo todo, donde la revuelta catalana adopta el carácter de ruptura democrática que aprovecha tanto el independentismo actual, en su concepto de República catalana, como la izquierda estatal, en su concepto de plurinacionalidad, un hecho que explica cómo en las dos últimas elecciones celebradas Podemos ha sido la primera fuerza en Catalunya. La capacidad, tanto del independentismo como de la izquierda estatal, de entender la revuelta catalana como parte de la crisis de régimen, y esto es lo que trata de tapar el Embajador de España en Chile cuando habla de un conflicto identitario e insolidario, enlazado a través de la voluntad de decidirlo todo, permitirá imaginar un horizonte de ruptura constituyente. Sin embargo, la falta de dialogo entre estas dos fuerzas, tanto por el recelo del independentismo hacía la izquierda española como por la dificultad desde Madrid para entender los movimientos de las naciones del Estado, puede provocar el cierre definitivo al proceso de ruptura abierto por la crisis económica, utilizando esta vez el artículo 155 de la Constitución en vez del terrorismo de Estado o la heroína. Por decirlo de otra forma, si el independentismo y la izquierda estatal asumen la contradicción de avanzar juntos la revuelta catalana puede tumbar al Estado postfranquista sino cuarenta años más de consensos.

 

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