Así llamó Bertolt Brecht a los que luchan siempre, sin claudicar jamás. Arturo A. Muñoz nos recuerda que tenemos el privilegio de estar rodeados de claudicantes, vendidos y traidores. Por encima de esa masa de líderes mercantilizados existen sin embargo los combatientes irreductibles. Poco visibles, pero tan necesarios…
Toda una vida dedicada a luchar por construir una sociedad más justa, solidaria y democrática sin remilgos. Toda una vida entregada a la defensa de los derechos e intereses del prójimo. Toda una vida puesta al servicio de la libertad y la justicia social. Toda una vida desgastando la propia existencia, menguando la propia felicidad y minimizando la propia tranquilidad.
Toda una vida educando a los más necesitados, capacitando a los menos privilegiados, estimulando a los que requieren decir ‘presente’ y descubrir su propia fuerza. Toda una vida.
La entrega total por una causa noble amerita resultados plausibles, pero no siempre es así. Recuerdo el comentario de un español –ya ‘chilenizado’– que llegó a nuestro país a bordo del mítico “Winnipeg”, que en una entrevista publicada por un periódico santiaguino, frustrado porque la Concertación había decidido administrar el sistema neoliberal, dijo algo así como: “me cansé de perder, me cansé de luchar durante 70 años sin obtener resultados positivos”. En otras palabras, se cansó de ser derrotado.
Personas como él, ¿han sido derrotadas realmente? Desde el prisma personal, la respuesta podría ser afirmativa, pero al evaluar los esfuerzos y acciones de muchas personas que han destinado toda o gran parte de sus vidas al trabajo solidario y a la lucha por la libertad y la justicia social, el resultado es más alentador.
Algunas veces la derrota no es tal, sino simplemente traición. Ejemplos en el mundo hay muchos, pero uno de ellos es muy cercano a nosotros. Vea usted. Muchos chilenos que arriesgaron el pellejo luchando contra el totalitarismo, ingresaron en su momento a la nueva coalición que iba a dirigir los destinos del país. Concertación, se llamaba. A poco andar, se percataron de que los efluvios de la traición hacían estragos en los dirigentes, pues el antiguo enemigo se había constituido en socio, y peor aún, en patrón, en mandante.
Comenzó entonces la diáspora izquierdista, y poco a poco se fue delineando una especie de archipiélago político conformado por decenas de pequeñas islas, cada una con pretensiones de liderazgo pero acompañada de base exigua en lo numérico.
En primer plano, a cargo de las riendas de los partidos que formaban parte del bloque mayor, estaban los líderes dinosaurios, esos que buscaron en el silencio y el inmovilismo la protección de sus intereses particulares. Regresaron a la arena política con una postura ideológica que borraron con el primer billete que el antiguo adversario les ofreció. Son los llamados “izquierdistas de orilla”; sus principales dirigentes provienen de las riberas del capitalismo europeo, de las márgenes socialdemócratas de Italia, España, Alemania y Francia, así como del estornudo final de la perestroika y la glasnot impulsadas por Gorbachov y la mafia rusa.
Para estos ‘izquierdistas de orilla’ (‘renovados’, les llamaron), la corruptela, el amiguismo, el familisterio, el clientelismo, la traición y el aprovechamiento de información privilegiada no constituyen delitos, pues según ellos (y en esto tienen razón) el sistema neoliberal no puede funcionar –ni permanecer en el tiempo– sin la presencia activa de esos detallitos.
Eso representan los actuales dirigentes de la Nueva Mayoría, que la derecha insiste en tildar de ‘izquierdistas’: de esa forma mantienen a gran parte de la población engañada con el cuento de que el bloque gobiernista es una coalición de…¡izquierda!
No lo es, lo sabemos. Se inscribe más bien en las filas de la centroderecha, prima hermana de la derecha dura, aquella que le invitó a cenar en palacio y le dio migajas desprendidas de la corrupción y los negociados.
Entonces, la lucha por la verdadera democracia y la justicia social no se da solamente contra el adversario histórico: exige también combatir al peor de los contrincantes, al enemigo interno, ese que está dentro de la propia organización que cobija a los que batallan a diario por construir un Chile mejor.
Por ello, la victoria se ve siempre lejana debido a lo interminable que parece ser la lucha. La derrota, cuando es reiterada, provoca decepciones y estas concluyen en frustración, prolegómeno del abandono de la causa.
Por cierto, hay quienes jamás cejan, jamás abandonan, jamás arrían bandera. Personas como Clotario Blest, Raúl Silva Henríquez, Salvador Allende, Gladys Marín, y algún puñado de otros más, merecen el título de guías y ejemplos.
Cuando escucho o leo que en las batallas contra la desigualdad y la pobreza se requiere gente que luche toda la vida, pienso en ellos, y de inmediato el oxígeno regresa a mi alma para continuar enarbolando las banderas de la democracia, la libertad y la justicia social…
Tarea que se hace más dura debido a lo débiles y carentes de criterio que resultan ser muchos de los actuales dirigentes de la causa que me interpreta.