Gobierno de Mariano Rajoy llegaría a Cataluña con la complicidad de socialistas y ciudadanos, igual como llegó a La Moncloa en 2016. Vendría con “la mano tendida”, pero se encontrará con “manos empuñadas”. El gobierno de Carles Puigdemont podría detenerlo volviendo a las urnas (elecciones), pero las emociones están por irse a la calle (resistencia). Banderas independentistas pueblan balcones de las ciudades, comienzan a desplegarse las españolas.
El golpe del 7 de septiembre
La vía hacia la independencia unilateral ha parecido una “revolución”, mientras la suspensión de la autonomía de Cataluña a lo que más se parece es a un “golpe de estado”. La creación de una legalidad catalana propia, opuesta a la española, fracturó la base de la convivencia política y el cese del gobierno y recorte del parlamento impone la interdicción de la autonomía.
El gobierno catalán decidió romper con la Constitución española el 7 de septiembre contó con la aprobación de una mayoría de diputados, el 55%, que representa a una minoría de los catalanes, el 47,78%. Lo hizo cambiando reglas del parlamento, contra los derechos de la oposición, sin debate y desoyendo al Consejo Consultivo Estatutario, elegido por los diputados y a los juristas letrados del parlamento. Un quiebre ejercido en forma autoritaria, “a la brava”.
La mayoría absoluta de diputados forzó, por una parte, una ley de referéndum, definida “superior” a la Constitución y leyes que la contradijeran, para hacer una consulta democrática vinculante sin fijar mínimos de participación ni mayorías calificadas; y por la otra, una ley de transitoriedad jurídica, especie de micro-constitución, que regiría hasta aprobarse una Constitución republicana.
La victoria simbólica
Con esta legalidad (suspendida por el Tribunal Constitucional) logró realizar un referéndum sin garantías democráticas, a lo que se añadió una represión policial chocante contra ciudadanos en resistencia pasiva que impedía el acceso de la policía a las sedes de votaciones con el fin de incautar las urnas de votación.
El 1 de Octubre, de los 5.313.564 catalanes, participó el 43%, votó a favor de la independencia el 38,4% y en contra el 3,3% (ningún partido llamó a marcar esta alternativa) y se abstuvo el 56,9%, opción asumida por tres partidos de oposición, un cuarto partido declaró libertad de voto.
Con todo, el independentismo logró una victoria simbólica, porque hubo votación, a pesar de la expresa prohibición judicial y por las imágenes de una masiva represión de la policía estatal en lugares de votación que circularon por el mundo.
La independencia es imposible sin reconocimiento
Las expectativas de proclamar la independencia estimuló el potencia movilizador ante la posibilidad de en pocos días declararla independencia. Dos días después de las votaciones, Cataluña paró sus actividades, con el apoyo de las administraciones del gobierno y mayoría de municipalidades. En Barcelona centenares de miles de personas salieron a las calles a celebrar y protestar por lo acontecido.
Los resultados del 1 de Octubre, nadie los reconocía válidos, a excepción de los que apoyaron la independencia. Así, su declaración, sin reconocimiento de “los otros” (estados) quedaría en eso en una intención sin fuerza para iniciar su recorrido, más aún si la mitad de catalanes, por lo menos, tampoco la aceptaba.
Las presiones apretaban desde muy diversos lugares para que el presidente adoptara una u otra posición. Entre éstas hubo una inusual y no esperada, la del presidente del Consejo Europeo, la instancia que define las orientaciones y prioridades de las políticas de la Unión.
Donald Task, de la etnia Cachubia, minoría eslava en Polonia, le le pidió al presidente catalán: “respete el orden constitucional y no anuncie la decisión que haga el diálogo imposible”. Horas después el presidente, contenido, asumía el mandato entregado el 1 de octubre (…) y agregaba que suspendía los efectos de la declaración de independencia para abrir un diálogo.
De la confusión al temible 155
El desconcierto fue general. Todos, también sus partidarios, se preguntaban si había o no declarado la independencia. Esos segundos mostraron una de las características de este largo proceso: la ambigüedad, la opacidad alimentada por un tactismo político en cada detalle del gesto, de la palabra, del silencio, del movimiento.
El presidente Rajoy lo emplazó a que en cuatro días aclarara con un sí o no si había la había declarado. No hubo respuesta precisa y el Estado apretó el botón para poner en marcha el estreno del temido e inimaginable artículo 155 de la Constitución.
Este faculta al gobierno proponer al Senado medidas necesarias para restablecer las obligaciones Constitucionales o legales incumplidas, las que deben aprobarse por mayoría absoluta. El gobierno las aplicará mediante instrucciones a las autoridades de la autonomía. Un artículo que le da amplia discrecionalidad para que las medidas sean duras o blandas.
El contragolpe contra la democracia
La incertidumbre subió ante el desconocimiento del calado de la aplicación del 155 (era primera vez, en 39 años de Constitución, que se implementaría). El gobierno del Partido Popular resolvió, en Consejo de Ministros, con el apoyo previo del PSOE y de Ciudadanos, aplicar una cirugía mayor, de gran calado: suspender la autonomía mediante el cese de todo el gobierno catalán y recortar las facultades del parlamento, como ejercer el control político del gobierno.
La Generalitat (gobierno catalán) se convierte en un ente administrativo, obediente a las instrucciones políticas de los ministerios correspondientes del gobierno central, las que serían controladas por el Senado (con mayoría absoluta del PP). El parlamento catalán queda anulado en su capacidad fiscalizadora y limitado en su capacidad legislativas, dado que el gobierno central tendrá facultad de veto.
Un golpe de fuerza contra las instituciones democráticas catalanas que insinúa la voluntad de ir más allá de “restablecer el orden constitucional” como sería acometer medidas contra logros alcanzados durante los 37 años de autonomía en temas como la lengua, la educación, la cultura y en la seguridad, los asuntos exteriores y en competencias económicas.
Nacionalismo en vez de política nacional
La vía unilateral hacia la independencia ha chocado con la realidad catalana, española y europea. La dirección independentista enrocada en la unilateralidad no atrajo a esa amplia mayoría, como es el 70% de catalanes que se declara favorable a que Cataluña decida su futuro dentro o fuera de España.
El independentismo careció de estrategia para enfrentar el no-diálogo del gobierno del Partido Popular explicando su proyecto en los pueblos de España con el fin de encontrar complicidad, puntos en común, confianza. Tampoco desarrolló iniciativas comunes con partidos favorables al derecho de decidir de los catalanes.
También evitó encarar la falta de reconocimiento de los estados europeos y su imposibilidad de integrar la UE durante un tiempo indefinido. Para lograr empatía exterior habría tenido que plantear clara y constructivamente el por qué de su opción por la independencia, qué relaciones se proponía con España y qué rol cumpliría en la Unión Europea.
Nuevo ciclo: de imposición y enfrentamientos
El golpe contra Cataluña ante el desafío independentista cambia el escenario. La defensa de las instituciones democráticas catalanas se superpone a la declaración de independencia. La alternativa del gobierno es convocar elecciones autonómicas dejando sin aliento el golpe y renovar su legitimidad, o escribir en el último renglón de la “hoja de ruta”: declaro la independencia, como acto “épico de la derrota” en esta etapa del conflicto, que continuaría por cauces diferentes a los conocidos hasta ahora: resistencia y enfrentamiento ante la imposición.