Ahora está quedando claro para todo mundo el porqué una ley tan importante como la ley de reparaciones a las víctimas de tortura fue aprobada en 48 horas en diciembre de 2004, dejando sin poder reaccionar siquiera al conjunto de las organizaciones nacionales de derechos humanos y particularmente a las agrupaciones de víctimas de la prisión política y la tortura. Fue aprobada virtualmente entre gallos y me- dianoche, para que evidentemente dichas organizaciones no alcanzasen a poner “el grito en el cielo”.
Posteriormente a su aprobación se le plantearon un conjunto de críticas, pero en ese entonces se estaba en el peor período de restricciones fácticas a la libertad de expresión producto de la increíble
“autodestrucción” de los medios de comunicación concertacionistas (recordemos que durante la década
de los 90 diversas políticas gubernativas acabaron con “La Epoca”, “Fortín Mapocho”, “Análisis”, “Apsi” y
“Hoy”, entre otros medios) y de la generalizada autocensura comunicacional existente. Debido a ello
quedó en la opinión pública de la época muy poca conciencia de lo lamentable de dicha ley.
Entre los numerosos y graves defectos de aquella, que se señalaron en su momento, resaltó el hecho que
las pensiones concedidas a las víctimas fueron muy exiguas, correspondiendo en ese momento a alrede-
dor de $112.000 (menos de 200 dólares) lo que por cierto estuvo muy lejos de compensar el daño físico y
sicológico inferido. Además, dicho monto equivalía a un tercio del monto que se había asignado varios a-
ños antes a los familiares de las personas detenidas-desaparecidas o ejecutadas extrajudicialmente por la
dictadura. Esto, pese a que la propia Comisión Valech había recomendado precisamente otorgarles la mis-
ma cantidad a las primeras. Agravó lo anterior el hecho que aquella pensión se hizo incompatible con otras
que se hubiesen recibido por otras graves violaciones de derechos humanos, como las de los familiares de
desaparecidos o de exonerados políticos.
Otra situación gravísima fue que la ley no concedió pensión alguna a los familiares de personas torturadas
ya fallecidas y que finalmente fueron acreditadas oficialmente, debido a la justa solicitud de sus familiares
y pese a que no estaban contemplados en la convocatoria pública. Se trató de un universo de 2.558 perso-
nas, correspondiente al 9,38 % de las 27.274 calificadas inicialmente. Además, la ley les concedió a las per-
sonas acreditadas escasos beneficios en el ámbito de la salud, educación y vivienda. Recordemos también
que posteriormente numerosos beneficiarios fueron estafados por instituciones de educación superior
-las que irregularmente obtuvieron los listados de los domicilios de todas las personas acreditadas- ¡lo que
nunca ha sido debidamente aclarado ni sancionado por los poderes públicos! Esto fue pormenorizado en el
libro de María Olivia Monckeberg, “El negocio de las universidades en Chile” (Edit. Random House Mondado-
ri, Santiago, 2007), y particularmente en el caso de la Uniacc y de su entonces prorrector (¡y hoy diputado
del PPD!), Daniel Farcas (ver pp. 231-65).
Pero sin duda que el principal “defecto” de la ley fue que ¡le ha impedido hasta el día de hoy al Poder Judical
acceder a las denuncias concretas de delitos efectuadas por las víctimas! Todo lo contrario de lo que sucedió
con el caso de las personas acreditadas como desaparecidas o ejecutadas en que la Comisión Rettig envió por
oficio a los Tribunales de Justicia todas las denuncias recogidas en ese sentido. Es decir, con la Ley Valech (mal
llamada así, ya que monseñor Valech no tuvo ni arte ni parte en este engendro) se estipuló una aberración iné-
dita; la que fue cuestionada en su momento por varios ministros de Corte y por el conjunto de las organizaciones
nacionales e internacionales de derechos humanos como un grave atentado a la potestad y la autonomía del Po-
der judicial y que violaba flagrantemente la Constitución y los tratados internacionales de que Chile es Estado
Parte.
Lo notable fueron, además, los ardides utilizados para hacer más “digerible” tal operación. Primero se
colocó en el Artículo 15 de dicha ley una disposición que se buscó justificar aduciendo que respondía a
las demandas de los denunciantes: “Son secretos los documentos, testimonios y antecedentes aporta-
dos por las víctimas ante la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (…) El secreto establecido
en el inciso anterior se mantendrá durante el plazo de 50 años”. Sin embargo, ¡esto no se estipuló en el
Decreto (1.040) que creó la Comisión y muchos de los denunciantes han sostenido públicamente que
nunca hicieron tal petición!
Y posteriormente se colocó de manera solapada (quizás muchos diputados ni se dieron cuenta de lo que
estaban aprobando, como lo han reconocido en muchos otros casos) la disposición clave: “Mientras rija
el secreto previsto en este artículo, ninguna persona, grupo de personas, autoridad o magistratura tendrá
acceso a lo señalado en el inciso primero de este artículo”.
Con lo anterior, además de haberse hecho imposible hasta la fecha que el Poder Judicial iniciase procesos
por torturas (como lo hizo en el caso del Informe Rettig con casos de desapariciones forzadas y ejecucio-
nes extrajudiciales), tampoco pudo acceder a datos que podrían haberle ayudado muchísimo en procesos
por torturas incoados por la iniciativa de algunas víctimas. Es decir, con tal disposición se impidieron gigan-
tescos avances en materia de justicia en casos de crímenes contra la humanidad.
Además, que al unir la idea del secreto por 50 años con las restricciones al Poder Judicial se confundió ma-
quiavélicamente dos realidades distintas. Una cosa es el natural pudor de no exhibir públicamente las atro-
cidades de las que uno ha sido víctima, y que llevó a varios de los que presentaron sus casos a la Comisión a
solicitar una natural reserva de los datos aportados; y otra muy distinta es no querer que la Justicia pudie-
se sancionar a sus victimarios y en virtud de eso pedir una prohibición para que el Poder judicial accediese
a sus datos. Pero incluso aunque algunos lo hubiesen solicitado, ello no legitimaba en ningún caso que el
gobierno de Lagos plantease esa prohibición para todos. En definitiva, con dicha ley ¡se les hizo un engaño
a las víctimas, engaño orientado a que no tuviesen justicia!
Argüir que de todas formas las miles de personas declarantes conservaron su derecho a presentarse a la
Justicia para repetir su testimonio era ilusorio. Sea por ignorancia, por falta de recursos para movilizarse y
contratar un abogado o por lo doblemente traumático de reabrir nuevamente las heridas dejadas por la tor-
tura, todo indicaba -como efectivamente lo fue- que la inmensa mayoría de las víctimas no presentaría su
caso a los tribunales.
Además, al prohibirle a los tribunales acceder a la información ya recopilada, se estaba de todas formas obs-
taculizando la justicia en los casos que sí se presentaran. Esto, porque aquellos no tendrían a la vista los
testimonios de otros presos detenidos en similares circunstancias al denunciante, los que habrían podido
servir de crucial importancia para el buen resultado del proceso judicial entablado por éste.
Y lo más importante, como ya se señaló, fue que con dicha cláusula se impidió lo que los tribunales efectuaron
en el caso de los delitos registrados por el informe Rettig: El inicio, de oficio, de centenares o miles de procesos
destinados a hacer justicia. En este caso de personas brutalmente torturadas.
Todo esto no debiese causar ninguna extrañeza ya que estuvo inmerso en la virtual política de los gobiernos
de la Concertación, de búsqueda de LA INJUSTICIA en la medida de lo posible. Así, dichos gobiernos pretendie-
ron sistemática e infructuosamente (gracias a la tenaz lucha de las ONG y agrupaciones de derechos humanos)
convalidar o ampliar la amnistía en favor de los violadores de derechos humanos. Ese fue el sentido del Acuerdo
Marco (1990); de las propuestas de nueva amnistía del presidente del Senado (Gabriel Valdés) y de la Cámara de
Diputados (José Antonio Viera Gallo) en 1991; del proyecto de ley Aylwin (1993); del proyecto de ley Frei (1995);
del Acuerdo Figueroa-Otero (1995-96); del proyecto de la Comisión de Derechos Humanos del Senado (1998-99);
del proyecto de inmunidad de Lagos (2003); de un proyecto de senadores concertacionistas y de derecha en
2005; y de un intento de reflotamiento gubernativo de aquel en 2007.
Asimismo, dichos gobiernos designaron y hasta mantuvieron como diplomáticos y agregados militares a connota-
dos violadores de derechos humanos, no importando siquiera el bochorno internacional que aquello conllevó. Esto
se hizo o se intentó hacer en España, Suiza, Rusia, Ecuador, El Salvador, Honduras e incluso en misiones de Naciones
Unidas. Además, dichos gobiernos realizaron actos en favor de la impunidad en casos concretos relevantes de proce-
sos que involucraban también a otros países, como el caso Berríos (1995), el caso Soria (1996), el caso Leighton (1996)
y el caso Prats (1999).
Pero sin duda que lo más vergonzoso fue la defensa que se hizo de Pinochet una vez que fue detenido en Londres
durante el gobierno de Frei Ruiz Tagle; y posteriormente la virtual campaña de amedrentamiento público al juez
Guzmán y a los tribunales efectuada por el ministro del Interior de Lagos, José Miguel Inzulza (ver “La Nación”, 10-
8-2000; “Caras”, 18-8-2000; “Qué Pasa”, 2-9-2000; y “La Nación”, 16-4-2001) para lograr la impunidad del ex dicta-
dor en base a manifiestamente falsas razones de salud mental.
Dado lo anterior se entiende perfectamente la fuerte reacción expresada por medios de comunicación, dirigentes
políticos e intelectuales -y particularmente por Ricardo Lagos- de lo que el diputado Sergio Aguiló acuñó hace años
como “las dos derechas”, en defensa de la operación destinada a imponer falazmente el secreto de los datos del In-
forme Valech. En la medida que quede desnuda dicha operación, pueden descubrirse muchos de los hechos rese-
ñados anteriormente, varios de los cuales han quedado casi completamente desconocidos hasta el día de hoy.
Aunque ciertamente será demasiado tarde en muchísimos casos, es de celebrar que el actual gobierno haya dado
finalmente el paso necesario que permita avanzar en la justicia respecto de la tortura. Más vale tarde que nunca. Es
muy preocupante, sí, que el Gobierno -cediendo ante las críticas del “establishment”- le haya quitado urgencia al
proyecto.