La grotesca escena no tuvo igual. El sitio escogido para arrojar la amenaza fue la misma sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Nueva York. Sólo un personaje de mayúscula incoherencia e irracional torpeza como Donald Trump fue capaz de llegar a ella para lanzar, sin tapujo alguno, sin rastros de humanidad, el grito salvaje: ¡Destruiremos Corea del Norte! No es un campo minado, no. Tampoco un páramo desolado, una plaga incontinente o un lejano asteroide. ¡No! Es un país habitado por millones de seres vivos, laboriosos, disciplinados, padres, madres, hijos y ancestros esparcidos por una tierra lejana. Lo hizo, con toda su estrafalaria facha a cuestas, pero con la investidura de presidente de Estados Unidos.
Sólo recuerdo un caso en la historia donde se solicitó dentro de una sede política, la del senado de la antigua Roma, destruir a la legendaria Cartago, su odiada enemiga. Lo hizo Catón el viejo y Roma siguió el consejo. Otros tiempos y mucha violencia de por medio. Fue la cruenta lucha por la hegemonía del entonces mundo por ellos conocido. Rivales de similar poder destructivo enzarzados por ambiciones imperiales. Después de esas invectivas romanas, los cartagineses desaparecieron dejando apenas unas cuantas ruinas como huella de su paso por la historia. Otras potencias, otros tiranos, caudillos varios, reyes y líderes han ido a la guerra para saciar sus pulsiones de poder y dominio. Pero nadie había tenido el tupé de este incómodo personaje que, encaramado en el atril de la ONU, tronó contra el pueblo norcoreano. Su enfermizo desplante no precisó a un gobierno, grupo o facción específica. Se refirió, sin matices y con altisonante voz, simplemente, terriblemente, a todo un país. Aciago día para el concierto de las naciones ahí reunidas.
No ha habido organismo gubernamental estadunidense que refute o mitigue tamaña desmesura. Se puede pensar que millones de ciudadanos de ese país disentirán de las atroces palabras de su presidente y dirán que no los representa, que no es incluso su presidente. Y habrá que aceptarlo aunque no hay placebo que atenúe la desmesura de este real energúmeno. Pero un refugio hay que encontrar, una excusa –aunque sea torpe– hay que formular para sobrellevar lo escuchado. Claro que ciertos críticos o simple gente normal y decente, se han horrorizado de esas ya indelebles palabras de Trump. Pero, por desgracia, no parecen haber encontrado el punto de inflexión que las nulifique. La soberbia de buena parte de los ciudadanos del vecino país ha sido, por desgracia, manifiesta. Han aceptado, hasta con orgullo, lo dicho por el descontrolado magnate que afirma gobernarlos.
Lo cierto es que la amenaza no ha sido un hecho aislado, una muestra de su intemperancia. La paciencia del imperio –parecen decir a coro sus seguidores– es bastante limitada y las consecuencias derivadas serán terribles.
Con el paso del tiempo desde que Trump apareció en el horizonte político de Estados Unidos no ha habido tregua ni reposo para sus obsesiones y denuestos. Los mexicanos hemos sido el referente de cuanta diatriba se puede lanzar de aquel lado de la frontera para este otro. Los epítetos han sido atroces: ladrones, violadores, traficantes, asesinos, ilegales y cada acusación ha quedado flotando sin la correspondiente defensa oficial. El gobierno de Peña Nieto ha optado por algo parecido a la contención, el bajo perfil y la calma. Una tesitura que más parece subordinación plagada de temores o franco miedo. Di todo lo que se te ocurra que no tendrás respuesta desde esta parte al sur del río Bravo, parece escucharse. Eres demasiado poderoso para plantarte cara, es la actitud asumida. Sólo se darán pasos laterales, rounds de sombra dentro de un estrecho cuadrilátero donde no se pueden esquivar los golpes, podría ser la conclusión.
Si esa fuera toda la historia bien puede catalogarse desde ya como afrenta a la soberanía, a la misma dignidad nacional. Pero no todo queda ahí, por desgracia hay mucho más todavía. De pronto y sopetón el gobierno mexicano inicia una campaña de acoso al gobierno venezolano y de apoyo a su reaccionaria oposición. Se expulsa, con lujo de intemperancia, al embajador coreano y se incita a otras naciones latinoamericanas a coordinar acciones para presionar al presidente Maduro y al resto del chavismo. Todo un plan diplomático, ahora capitaneado por el aprendiz Luis Videgaray, plegándose a la estrategia de los militares que circundan al Trump de todas las incoherencias guerreras. Tal vez la cercanía de las elecciones federales trae consigo presagios nefastos para el priísmo que intentan saciar plegándose al bravucón del norte. Es posible también imaginar que, con tales subordinaciones, se rebajarán ánimos belicosos o se recibirán apoyos de campaña. Lo cierto es que son, cuando menos, crasos errores estratégicos.