COMO SIEMPRE OCURRE, el tiempo se encarga de transformar en leyenda todo evento importante en el desarrollo histórico de una nación. De la leyenda al mito hay un par de pasos, y del mito a la fantasía anecdótica sólo un pequeño salto.
La epopeya del vapor Winnipeg no debe arrumbarse jamás en el arcón del olvido, aunque tampoco podemos permitir que comience a ser fraguada en las fuentes de las leyendas épicas, ya que se trató solamente de un trabajo bien hecho…muy bien hecho…solidario, valiente, oportuno, decidido y eficaz. Una labor con nombres y apellidos: Pedro y Pablo…Aguirre Cerda y Neruda, respectivamente.
Al comenzar el año 1939, Europa se debatía entre dos escenarios de ferocidad bélica sin igual. Por un lado, la Guerra Civil española que ya llegaba a su fin, y por otra parte, el régimen nazi de Adolf Hitler se preparaba para dar -el uno de septiembre de ese año- los primeros zarpazos al oriente de la frontera alemana desencadenando la Segunda Guerra Mundial.
En España, miles de personas huían hacia Francia desesperadamente, arrastrando hijos pequeños y esperanzas vanas, escabulléndose a como diese lugar de las tropas fascistas de Francisco Franco, triunfadoras en el sangriento conflicto y dueñas de un salvajismo sin límites aplicado contra los vencidos, a quienes juzgaban (cuando los juzgaban, ya que mayoritariamente no había juicios) en cosa de minutos para enviarlos directo al paredón o, en el mejor de los casos, a un calabozo en el que permanecerían el resto de sus vidas.
El mundo había sabido de algunos horribles entretelones de la guerra civil hispánica, conmoviéndose, entre tantos otros hechos, ante el vil e inútil asesinato del gran poeta granadino Federico García Lorca, amigo personal de nuestro vate inmortal, Pablo Neruda, el cual volvió a Europa en 1939, en calidad de Cónsul Especial para la Inmigración Española con sede en París, para organizar el legendario viaje que hoy recordamos luego de 70 años de su realización.
¿Por qué se interesó Neruda en regresar a España para poner sus esfuerzos en beneficio de algunos españoles prófugos de las hordas franquistas?
A comienzos de 1939, mientras Neruda está trabajando en Isla Negra, en el “Canto General”, recibe una carta de su amigo, el poeta español Rafael Alberti, quien le informa de los problemas que tienen los civiles partidarios de la República para escapar de la avanzada nacionalista. Neruda vislumbra la pronta caída de la capital española y pide ayuda al Presidente Pedro Aguirre Cerda.
El poeta es nombrado cónsul especial para la Inmigración y se funde en un duro trabajo de oficina en París, recortando fotos para pasaportes y recogiendo cientos de solicitudes de refugiados para poder ir a Chile.
Entre 1937 y 1939, la embajada chilena en Madrid acogió a una gran cantidad de refugiados. Cuando la capacidad del recinto no fue suficiente para los 700 asilados, las legaciones de Guatemala y El Salvador colaboraron.
Tras la victoria del bando liderado por Francisco Franco, y con las tropas nacionalistas en las calles de Madrid, 17 republicanos se refugiaron en la embajada chilena.
Carlos Morla Lynch, embajador y encargado de negocios, contactó al general Jordana, quien ejercía como ministro de RREE del gobierno franquista, para conseguirles salvoconductos de viaje. Pero la respuesta fue negativa y el nuevo gobierno español ordenó que los refugiados fueran entregados a las tropas fascistas, ante lo cual la embajada chilena se negó rotundamente, pero hubo de resistir una decena de ataques de los falangistas en busca de sus enemigos.
Chile recurrió entonces al tratado de Montevideo y todos los países sudamericanos apoyaron al Gobierno de Pedro Aguirre Cerda en esta lucha diplomática en defensa del derecho de asilo que asistía a los 17 republicanos refugiados en la embajada. Varios de ellos eran parte de la “Alianza Antifascista de Escritores”, y viajaron finalmente hacia el nuevo continente, América.
En ese grupo estaban los escritores Antonio Aparicio Herrero, Pablo de la Fuente y Antonio de Lezama, entre otros. Para pasar el tiempo en la embajada editaron un diario, ‘Cometa’, y una revista cultural llamada ‘Luna’, que era semanal, mecanografiada, con artículos a mano sobre poesía y artículos literarios. Llegaron a sacar 60 ejemplares por día. Analizaban la situación de España aunque estaba más enfocada a la literatura que a la política, para no comprometer a la embajada de Chile que les había proporcionado asilo.
Mientras, Neruda trabajaba afanosamente en procura de un navío, un carguero o una embarcación similar, que le permitiera salvar a dos mil españoles que se encontraban en un campamento de refugiados en Francia, país que, a objeto de ser sincero, no prestó mucha ayuda a los republicanos que ingresaron a sus fronteras solicitando un humanitario socorro pues veían amenazadas sus vidas (y las de sus familias) con el avance de las tropas franquistas.
Un año más tarde, la misma Francia sería fatal y cruelmente invadida por los ejércitos nazis de Hitler, socio del mismo Franco en la guerra civil hispánica, ya que había apoyado al general fascista enviando escuadrones aéreos de la “Luftwaffe” dirigida por Hermann Göring. Esos aparatos aéreos nazis fueron quienes realizaron el criminal bombardeo sobre la ciudad de Guernica.
Finalmente, Neruda logró arrendar el viejo carguero francés “Winnipeg” y comenzó la parte más difícil de su labor: seleccionar a los dos mil españoles que serían recibidos en Chile en calidad de refugiados. Obviamente, hubo más obreros y trabajadores que intelectuales a bordo del navío, y las historias personales de los socorridos por el poeta chileno podrían llenar las páginas de muchos libros.
Al morir el día 4 de agosto de 1939, el Winnipeg zarpa desde el puerto francés Trompeloup-Pauillac, cercano a Burdeos, con 2.365 personas a bordo, entre ellas iban los “300 niños de la guerra”, nombre que se les dio a los menores que viajaban junto a sus padres. La noche que el Winnipeg elevó anclas, Pablo Neruda escribió lo siguiente, recordado en sus Memorias:
“Mi poesía en su lucha había logrado encontrarles patria. Y me sentí orgulloso. Tuve la dicha de ofrecerles en mi patria el pan y el vino y la amistad de todos los chilenos. Que la crítica borre toda mi poesía, si quiere, pero este poema del Winnipeg que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”.
Al segundo día de viaje, frente al cabo Finisterre, nació a bordo de la nave salvadora la pequeña Agnes Winnipeg América Alonso Bollados, el primer bebé que llegó al mundo en medio de la tragedia de esos refugiados que venían en la cubierta y en las bodegas de la embarcación, convirtiéndose en símbolo de esperanza para quienes abordaron la nave obligados a dejar atrás a sus familias y su patria.
La travesía del Atlántico no estuvo exenta de tensiones, en especial para los tripulantes del navío, ya que decenas de submarinos alemanes acechaban a embarcaciones francesas e inglesas que surcaban esas aguas, pues el inicio de la Segunda Guerra Mundial estaba a escasas semanas de producirse y la posibilidad de terminar hundidos por un torpedo de un submarino nazi era una amenaza cierta. De hecho, con el Winnipeg navegando ya en aguas más tranquilas, el día 01 de septiembre Hitler ordenó a sus tropas la invasión a Polonia.
El día 3 de septiembre de 1939 el Winnipeg atraca en el puerto de Valparaíso. La tarea de Neruda llegaba a buen término. Al día siguiente desembarcan los españoles que fueron recibidos por las autoridades chilenas. Como una sentida forma de agradecer la generosidad de Chile, y en especial la del Presidente Pedro Aguirre Cerda, los inmigrantes cuelgan del barco un gran telón con el rostro del presidente pintado sobre él. El gesto era más importante aún, puesto que en Chile algunos sectores políticos (derechistas, para variar) se habían opuesto tenazmente a la tarea solidaria del gobierno de Aguirre Cerda, pero una vez arribado el navío a las costas chilenas esa oposición se fue difuminando, hasta desaparecer completamente al constatarse que los españoles del Winnipeg constituían un verdadero aporte intelectual y técnico para nuestro país.
La mayoría de los que desembarcaron del Winnipeg permaneció en Chile, integrándose plenamente a la sociedad criolla y colaborando de forma espléndida en el desarrollo de algunas artes y oficios.
El investigador chileno Julio Gálvez Barraza nos cuenta que: “médicos, ingenieros, químicos, electricistas, técnicos pesqueros, pescadores, obreros textiles, carpinteros, mecánicos, metalúrgicos, sastres, panaderos, mineros y de otras profesiones y oficios bajaron del barco con un equipaje compuesto de agradecimiento y esperanza en el futuro”.
La plástica chilena de nuestros días se ve encabezada por dos grandes pintores; Roser Bru y José Balmes, ambos pasajeros del Winnipeg y ambos, después, alumnos de tres grandes de la pintura chilena; Burchard, Camilo Mori y Perotti. Llegaron a Chile siendo casi unos niños. Roser Bru comenzó a estudiar acuarela y croquis como alumna libre en la Escuela de Bellas Artes. Fue una de las más destacadas integrantes del Taller 99, dirigido por Nemesio Antúnez y, desde hace mucho tiempo, su obra goza de un prestigio reconocido en los más importantes centros del arte contemporáneo.
José Balmes, el mismo mes de su llegada a Chile, con doce años, también ingresó en la Escuela Bellas Artes como alumno libre. El más chileno de los exiliados, según una propia definición, permaneció en ella hasta septiembre de 1973, cuando terminó como Decano. Sobre su acelerada “chilenización” el pintor, nacido en 1927, en Montesquiu, Cataluña, cuenta que estudió en el Liceo Barros Borgoño: “allí me chilenicé definitivamente, porque si no te chilenizabas en el Barros Borgoño, que era llamado la Universidad del Matadero, o los mal hablados le llamaban los matarifes, si no te chilenizas allí quiere decir que eres realmente estúpido”.
La excelente (y afamada) pintora Roser Bru, a los 16 años de edad había emprendido el viaje. “Los 16 años los cumplí en la frontera con Francia, de donde zarpó el barco. Yo venía con mi hermana. Nosotras dormíamos en las bodegas, en literas, y el día lo pasábamos en el segundo piso cuidando a los niños del barco, que se movía como una ballena. A Valparaíso llegamos de noche con esa luz maravillosa que parece colgada en los cerros del espléndido puerto. Bajamos, ahí nos vacunaron y tomamos un tren que iba pasando por diferentes pueblos, donde la gente nos lanzaba flores. Al llegar a la Estación Mapocho, nos llevaron al Centro Catalán, que quedaba en calle Moneda con Bandera, y ahí nos dieron una bienvenida con porotos y chorizos”.
Todos y cada uno de esos 2.365 españoles que arribaron a nuestro país un día 04 de septiembre de 1939, sin duda alguna, constituyeron un aporte magnífico para el desarrollo de esta hermosa república. Con el paso de los años, los ‘refugiados’ echaron raíces, tuvieron hijos entre el mar y la cordillera, se emocionaron con los colores de nuestro pabellón y amalgamaron cual crisol único las costumbres propias con las nuestras, engrandeciendo el currículo de esta tierra que, por bella y plácida, resulta envidiada en muchos lugares.
¿Y qué pasó finalmente con ese mítico barco? El Winnipeg, construido en 1918 para acarrear tropas en la Primera Guerra Mundial, luego de su viaje emblemático regresó a Francia a cumplir la misma labor para otras gentes y otras solidaridades, pero fue hundido en alta mar, en el océano Atlántico, por un torpedo de un submarino alemán. Aún no se sabe dónde están sus restos.