Hace ya algún tiempo escribí sobre cómo hasta el lenguaje está prejuiciado contra el concepto de “izquierda”. Este prejuicio a su vez no hace sino reflejar lo que los antropólogos han identificado como una “connotación negativa” que tendría la idea misma de estar del lado izquierdo. Hay varios ejemplos de cómo las lenguas indo-europeas que a su vez son la raíz de la mayor parte de los idiomas europeos modernos, identifican a la derecha con lo positivo y la izquierda con su opuesto.
El psicolingüista Theodore Thass-Thienemann en su artículo “Left-handed Writing: A Study in the Psychoanalysis of Language” menciona los casos del latín “dexter” (diestra), la derecha, y “sinister” (siniestra) la izquierda. Evidentemente no es lo mismo que a uno le digan que es diestro a que le digan que es siniestro… En la mitología cristiana esta concepción se perpetúa si uno recuerda que en el Credo se dice que Cristo “está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso”, preferencia por el lado derecho que debe haber primado durante los días que antecedieron a la Revolución Francesa, cuando se llamó a los Estados Generales y los miembros de la nobleza y la jerarquía eclesiástica se sentaron a la derecha del rey, en tanto que los integrantes de la entonces emergente burguesía—la clase revolucionaria—lo hicieron a su izquierda. Es precisamente en ese momento histórico que se origina la dicotomía política de derecha e izquierda para caracterizar—respectivamente—a los partidarios del status quo y a los que promueven cambios sociales.
Dicho todo lo anterior, es sin embargo interesante señalar que por lo menos en Chile, la gente de derecha, a pesar de contar con una connotación lingüística y de cultura popular favorable (“levantarse con el pie derecho” por ejemplo es bueno, lo contrario no), como que a veces se siente un tanto cohibida de definirse como de “derecha”. Hasta partidos que no pueden sino identificarse así, insisten en hacerse llamar de “centro-derecha” y sin ir más lejos, así lo hace hoy su flamante candidato a la presidencia. Hay como una cierta aprensión quizás parecida a la que sienten algunos ricos que prefieren no hacer aspavientos de su fortuna. Es posible que llamarse abiertamente de derecha puede parecer como una ostentación que podría inhibir a sectores de clase media o de grupos pobres de votar por ellos.
Pero el objeto de esta nota es más bien detectar cómo el prejuicio cultural afecta a la izquierda. Incluso en algunos casos ello lleva a algunos a asumir una actitud similar a sus colegas de derecha y suavizar el probable impacto que confesar su real tendencia pueda tener: el concepto de centro-izquierda entonces viene a ser como un espejo, por parte de este lado, de la estrategia mediática que utiliza la derecha. Incluso grupos emergentes que indudablemente deberían identificarse como de izquierda caen en esta actitud de negación, algunos personeros del Frente Amplio por ejemplo han indicado que no se trata de un movimiento de izquierda ¿pero entonces qué diablos son? A lo mejor por eso han matizado su discurso con algunas invectivas contra la Revolución Cubana, algo impensable en cualquiera que hasta hace poco se identificara como izquierdista.
Para la izquierda por cierto el camino siempre ha sido cuesta arriba: en la sociedad hay también un fenómeno de inercia de cultura y mentalidades que hace muy difícil ofrecer una alternativa política a lo que existe. La trampa de rendirse a esa intangible fuerza conservadora que tiene raíces muy resistentes está también siempre presente: ¿cuántos movimientos contestatarios al final terminaron rindiéndose a lo que ellos justificaron como la fuerza de los hechos? El caso de Syriza en Grecia y de su líder Alexis Tsipras es quizás la ilustración más reciente en el plano de una izquierda que a escala mundial parece condenada a fracasos y volteretas (el gobierno de Tsipras ha celebrado estos días su retorno a los mercados mundiales, como lo haría un alumno rebelde que vuelve a su clase perdonado por el director de la escuela y con la promesa de portarse bien).
Por cierto también cuenta como disuasivo el ejemplo de los que no se rindieron a esos obstáculos y al final fueron aplastados por lo más brutal del conservadurismo social: desde los masacrados en la Comuna de París, pasando por los rebeldes espartaquistas de 1918 en Alemania y sin olvidar ciertamente a un Salvador Allende y sus leales compañeros resistiendo y finalmente siendo abatidos en La Moneda. Si bien para algunos pocos esos ejemplos pueden ser levantados para convocar a retomar la lucha, para otros—probablemente los más—sirven más bien como disuasivo: eso les va a pasar si persisten en su porfiada posición. ¡Sean realistas! Se les dirá entonces. O hagamos las cosas “en la medida de lo posible” para rescatar un ahora gastado cliché.
El factor ideológico de la inercia conservadora en la organización social y por último un instinto de preservación, operarían aquí para afirmar la futilidad de una acción que pueda ser revolucionaria. “¿Para qué, si al final se reproducirá un sistema de injusticias o de aprovechamiento por parte de nuevas elites?” dicen los más cínicos que entonces sacan a colación a los guardias rojos que en Beijing en 1966 llamaban “a destruir a los perros capitalistas” y hoy son millonarios especuladores prosperando a la luz del reencontrado capitalismo chino. Ni siquiera los herederos del “heroico Vietnam” se salvan, en un país donde también se ha comprado un modelo consistente en ofrecer mano de obra barata para que las transnacionales fabriquen ahí camisas y ropa interior para el consumo de occidente.
Entre los poderosos disuasivos de la suerte corrida por los que fueron consecuentes combatientes y el cinismo instalado por la trayectoria de otrora vociferantes revolucionarios, se llega a una triste realidad en que aparentemente no hay muchos incentivos para sumarse al accionar de lo que en general se percibe como “la izquierda”. Eso en parte explicaría la innegable apatía con que la juventud de muchos países percibe la militancia y la acción política. Señalo esto porque no se trata sólo de un problema chileno, aunque por cierto los efectos de la ideología individualista introducida por el sistema neoliberal han calado más hondo en Chile que en otras latitudes. Y no hay que olvidar que tradicionalmente era la juventud el segmento donde se reclutaba una mayor cantidad de militantes de la izquierda. Ya no parece ser el caso; peor aun, en algunos países como Canadá y Estados Unidos, en que la juventud ya muestra una considerable apatía política, cuando llega a haber un cierto activismo se advierte paradojalmente una creciente penetración de la derecha principalmente en universidades y entre jóvenes trabajadores que ven sus perspectivas de progreso material (empleo, acceso a vivienda) amenazadas. ¿Y cuál es la amenaza que ellos perciben? Los inmigrantes y las minorías étnicas. No es de sorprender que en ese modo de raciocinio el discurso de gente como Donald Trump en Estados Unidos o Marine LePen en Francia llegue hoy a tener más eco en el público joven que las epopeyas revolucionarias de los años 60.
El problema para los teóricos y estrategas de la izquierda ya había sido detectado hace tiempo y en algunos casos enfrentado de manera creativa poniendo en práctica proyectos novedosos por actores nuevos, especialmente en América Latina. Un militar que rompe esquemas en Venezuela, el ahora desaparecido Comandante Hugo Chávez, un proceso de Revolución Ciudadana que logra continuidad más allá del liderazgo inicial de su fundador Rafael Correa en Ecuador, un proceso de cambios que a su vez conlleva un consistente crecimiento económico liderado por Evo Morales en Bolivia. Aun con reveses en Honduras, Brasil, Argentina y Paraguay, y asediadas por enemigos implacables como en Venezuela y en alguna medida en Nicaragua, fuerzas nuevas en América Latina parecen ensayar de manera exitosa noveles formas de organización y acción que abran un camino distinto a la izquierda.
¿Y cómo va en este problemático contexto la izquierda en Chile? Por cierto está en un difícil momento. Por de pronto hay una izquierda fragmentado en al menos tres vertientes: socialistas, comunistas y grupos menores como la Izquierda Ciudadana y el MAS en una convivencia cada vez más compleja con la democracia cristiana; una izquierda emergente y que a pesar de convocar a menos votantes que los esperados en su primaria, parece tener el empuje para convertirse en una fuerza determinante a futuro, es lo que representa el Frente Amplio, y luego el Partido Progresista (PRO) de Marco Enríquez-Ominami y el PAIS de Alejandro Navarro, ambos adoleciendo de una misma marca de nacimiento: el ser básicamente extensiones de las personalidades de sus líderes en un país como Chile en que—afortunadamente se dirá—ha habido históricamente poco entusiasmo por caudillos. (Al revés de un líder, un rol legítimo al que puede aspirar un dirigente reconocido pero enmarcado dentro de un partido o movimiento, el caudillo se sitúa por sobre los partidos y puede dar bandazos de izquierda a derecha a su voluntad según sus propias conveniencias, Chile en el siglo 20 tuvo sólo dos personajes con esas características, Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez. Por momentos—espero equivocarme—da la impresión que son los modelos que Enríquez-Ominami y Navarro tienen en mente, aunque probablemente no con bandazos tan extensos: les reconozco a ambos domicilio en el mundo de la izquierda o el progresismo, pero con algo de caudillos en su accionar pese a todo).
La impresión que queda es que la mayor parte de la izquierda chilena lejos de buscar un modelo original como los de los otros proyectos latinoamericanos que mencioné, intentó más bien adaptarse a condiciones creadas externamente por obra del modelo económico neoliberal. En esto se siguió el modelo de socialdemócratas europeos como Felipe González y el Partido Socialista español, Tony Blair y sus laboristas de estilo “thatcherista” y los recientemente fracasados socialistas franceses de François Hollande. Ello ha contribuido a que los cuatro principales pilares en que se basaba el programa de campaña de la presidenta Michelle Bachelet que debe terminar su mandato en pocos meses, la reforma tributaria, la reforma educacional, la reforma laboral y una nueva constitución, todos han quedado (y seguramente ya van a quedar) como proyectos a medio hacer. Cierto, todas estas iniciativas fueron combatidas duramente por la oposición derechista, como por lo demás era de esperar, pero también es innegable que en su fallida concreción legislativa y en su implementación ha tenido también responsabilidad política el propio gobierno, fuera porque las iniciativas se desfiguraron en el proceso de “cocina” como ocurrió con la reforma tributaria con el tristemente célebre rol del senador DC Andrés Zaldívar, o porque se hizo a espaldas de los principales actores en el caso de las reformas laboral y educacional. En el caso de la constitución que reemplace al actual engendro pinochetista el no haber definido un mecanismo para redactarla dio la impresión que el gobierno se lavaba las manos en el tema. (En todo caso tanto el Partido Socialista como el Comunista y prácticamente todos los grupos que se sitúan en la izquierda, para su crédito, han sido claros en que el procedimiento para crear una nueva constitución debe ser una asamblea constituyente, aunque el tema no se ha insistido con la fuerza que debiera).
En efecto, lo que se llamó la política de los consensos terminó desdibujando el rol de la izquierda chilena, como por lo demás ocurrió en otras latitudes donde se adoptó un similar camino. Parece que algunos dirigentes entonces se tomaron en serio el antipoema de Nicanor Parra: “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”. Lo bueno es que si se observa otros procesos en otras partes del mundo, pareciera que hay luz al final del túnel y hay propuestas que al menos buscan retomar una identidad propia para el pensamiento y la acción de izquierda, esa que busca transformar el mundo, a pesar que en este juego las cartas estén marcadas contra ella y en el inconsciente colectivo aun sea demonizada como “siniestra”.