Noviembre 17, 2024

La última cuenta de un proyecto falseado

La última cuenta pública de Michelle Bachelet no sólo ha sido una puesta en escena forzada de uno más de nuestros rituales republicanos; su representación, impuesta contra toda noción de realidad, llevó a la ceremonia a trascender su sentido anual por uno epocal. El discurso de Bachelet ha sellado a rajatabla su gobierno y a su coalición contra los procesos sociales e históricos. Ante esta realidad, dura y objetiva, las palabras y gestualidades son simple representación, imágenes móviles e inútil retórica.

 

 

Hemos asistido a una ceremonia que no dista mucho de un ritual fúnebre. Porque Bachelet y la elite que la rodea asistieron de una u otra forma a su propio funeral político. El discurso final de Bachelet, una figura en un difuso plano de fondo casi inaudible, ha marcado el término de un largo proceso político que fue incapaz de asumir sus falsificaciones. La voz debilitada y lejana de una presidenta saliente expresa un mensaje más amplio, no verbalizado, sobre los proyectos políticos frustrados, los desvíos de la misma política, su hundimiento y su corrupción. Todas las palabras son estériles, retórica y decoración que no matizan ni alteran el peso de los hechos, los antecedentes y las evidencias. En este contexto de política performativa, las palabras vacías se instalan como agravantes. La demagogia en estos tiempos de traición y corrupción es un ejercicio de alto riesgo ante la pesadez de lo obrado.

Oímos, a ratos muy a lo lejos, su largo discurso, esta vez más vaciado que nunca y enfrentado a la contundencia del curso de la historia, presente no en los salones interiores del Congreso sino en las consignas coreadas por estudiantes, jóvenes y trabajadores en las calles irrespirables. Es allí, pese a la obstinada ceguera de muchos, por donde se canaliza el presente político.

La cuenta pública, como liturgia y norma, encierra un proyecto político, que en este caso está acabado. Es en este sentido, más real que cualquier deseo verbalizado en promesas o sesgadas interpretaciones, que presenciamos un acto de clausura que debiera ser también de entrega.

Muy probablemente se ha tratado de la primera gran marca de un proceso que pone fin a un largo ciclo histórico cuyas bases se esconden y se sumergen hasta los últimos años de la dictadura. Aquel curso histórico que se inició en los albores de la transición, que tuvo la ambigua denominación de un retorno democrático, tenía sus fuertes raíces en un proyecto ideológico y económico gestado con anterioridad que germinó, se expandió y cristalizó en los años y décadas posteriores.

Han tenido que pasar varias décadas para el derrumbe de esos decorados que han dejado desnudas sus estructuras, con pilares, vigas y fundaciones apoyadas en SQM, Penta, Corpesca y el modelo de apropiación de los recursos naturales y el trabajo. Un orden aparentemente luminoso basado en la acumulación por desposesión y en la intoxicación de la política. Una inicial fractura del andamiaje que ha derivado en el inicio de un estruendoso derrumbe de todas las instituciones. Y un país sin instituciones representativas, como podemos observar no muy lejos de nuestras fronteras, conduce a un Estado fallido. Desde las grandes corporaciones a toda la clase política, desde el ejército a Carabineros, desde el Poder Ejecutivo a los municipios. El vínculo entre el dinero, origen y sentido de la vida bajo el paradigma neoliberal, y el poder, por pequeño que este sea, corrompe y enferma a una sociedad que ha hecho del mercado y el lucro el orden cotidiano.

La realidad chilena dista más que nunca de la visión e interpretación de una clase política que ha falseado sus proyectos para beneficiar a sus mecenas. Porque la realidad es el desastre como consecuencia de los más oscuros propósitos.

Todo lo que se ha dicho en aquella ficción discursiva podrá ser usado en el presente y por observadores futuros, en su contra. Es el inicio de la retirada.

 

Publicado en  “Punto Final”, edición Nº 877, 9 de junio 2017.

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