Noviembre 16, 2024

Un mensaje sobre el último mensaje

Con un profundo pesar, como persona de izquierda que votó por ella y que se precia de conocerla desde antes de llegar al ministerio con Lagos, escribo estas líneas. Le quedan cinco meses de gobierno efectivo a la Presidenta Bachelet y es tiempo de hacer un balance global. Ella lo hizo a su manera con su cuenta del 1 de junio, mejor redactada que las anteriores.

 

La importancia de Michelle Bachelet en la historia de Chile ha sido relevante. Ha sido electa Presidente de la República dos veces, en elecciones competitivas. Esa marca sólo la igualan en los siglos XX y XXI los jefes de Estado Arturo Alessandri Palma y Carlos Ibáñez del Campo, dictador en su primer período de poco más de tres años (1927 a 1931).

La Presidenta, en esta despedida, habló de los logros de estos años y de las grandes perspectivas inmediatas.

Afirmó que Chile es hoy “distinto” y “mejor” al que ella recibió, que fue “un Chile de contrastes injustos, donde prácticas indeseables se volvían habituales”.

La verdad es que al término de su mandato Chile no es muy distinto al de Piñera y sólo es un poco mejor. Los contrastes injustos siguen casi intactos y siguen volviéndose habituales.

“Chile, dice ella, no había hecho suficiente por acabar con las grandes igualdades”.

Decimos hoy lo mismo o casi lo mismo de su gobierno, con una reforma tributaria aguada por el consenso con la derecha, cocinado por Zaldívar y su Ministro de Hacienda; con una reforma educacional, que avanza significativamente pero se enreda por una oposición interna que ella no denuncia y no supera, y puede ser retroexcavada por la derecha el próximo año, ante la indiferencia de más de la mitad de la ciudadanía.

 

Y su afirmación más indiscutible pero al mismo tiempo más dramáticamente lacerante y actual.

Dice Michelle en su último Mensaje: “Si la democracia no representa bien el poder de los ciudadanos o se tolera la corrupción crece la desconfianza y el sentido de comunidad se debilita”.

Bien. Hoy, no solamente ayer, antes de este gobierno, la democracia no representa bien el poder de los ciudadanos, y la corrupción conocida ha desgraciadamente aumentado.

(El poder de los ciudadanos se representó mejor antes de Pinochet, para el plebiscito de 1988 y en los primeros gobiernos democráticos, aunque la redemocratización estaba partiendo, debilitada por los ex golpistas y los sostenedores del poder económico a los cuales se empezaron a arrimar muchos cercanos, destacados camaradas y compañeros de la Presidenta.)

Hoy, Presidenta, se tolera la corrupción, crece la desconfianza hasta el punto de que vota no más del tercio de los ciudadanos, y el sentido de comunidad se ha debilitado al punto de que la gran burguesía se colude para esquilmar aún más a la gente y el país ha pasado a ser otro de los corruptos de siempre, al lado de España, Italia o el Vaticano, Argentina o Brasil, México o Estados Unidos.

Hasta 1973 Chile era un país de mujeres y hombres en general limpios, con las excepciones que la historia conoce.

Bajo su gobierno, Presidenta, se ha avanzado en el respeto a los derechos políticos (se eliminó el binominal), los derechos humanos y los derechos sociales, pero Chile aún no es un país de “derechos efectivos” para usar textualmente sus palabras.

 

De todas maneras, una cuenta así podría haber tenido una mejor recepción -la cuenta, la Presidenta y su gobierno- si la gente no viviera como vive y el entorno del país objeto de la cuenta no fuera también objeto de la actual inequidad y de la actual corrupción.

Pero no se habla en el aire. Nadie lo hace. Menos lo hacen los políticos democráticos cuando tienen como público objetivo a la ciudadanía.

La cosa es muy seria. ¿De qué se trata?

El gobierno anterior al de Bachelet, el de Piñera, estuvo penetrado por la corrupción a todos los niveles: el de los ministros, el de los subsecretarios, el de los parlamentarios que lo apoyaron y el del mismo jefe de estado. Parece ser también que a nivel familiar y grupal. Ya se verá.

El último de Bachelet no superó en esta materia al de Piñera pero se sumó a él en el rubro corrupción hundiendo al sistema político en su conjunto a un descrédito claramente mayoritario en la ciudadanía.

Desde la pre-campaña de la Presidente, capitaneada por Peñailillo y Martelly, hasta las inversiones del Partido de la Presidenta en empresas del yerno de Pinochet, una seguidilla de acciones ilegales o antiéticas marcaron también estos años de Bachelet o su entorno político.

 

La Presidenta“no se enteró”, teniéndolos al lado, en casa y en el trabajo, que su nuera y su hijo habían conseguido con el Banco de Chile $ 6.000.000.000 para embarcarse en una oscura compra de terrenos a urbanizar. Eso se sumaba a otros mafiosos arreglos de la pareja con ministerios, como el de Salud en el gobierno de Piñera. No se enteró la Presidenta y, en vez de condenar (como debió hacerlo una lidereza que sostenía su influencia y su poder en base a una limpia propuesta de combate a la inequidad y la injusticia) cayó en un ensimismamiento, en un mutismo, impropios de quien está obligada no sólo a administrar el Estado sino a conducir a sus partidarios y a la nación.

 

El país tuvo la sensación desde hace dos o tres años – sensación asfixiante de la que quiso sacarlo el bien redactado Mensaje del 1 de junio- de que se había quedado sin gobierno.

 

Esa sensación de ausencia de gobierno (y por tanto de la presencia de lo que en Chile se llama “el despelote”) también existió, y existe, en la coalición que dice respaldar a Bachelet como en su propio partido, ante el cual nunca ha tenido la Presidenta una postura clara ni ha hecho sentir el liderazgo habitual de quienes tienen más poder democrático. Ella ha hecho todo lo contrario a lo que una Jefa de Gobierno debe hacer: dejó de estar presente en la discusión y la conversación que se dan en los partidos de gobierno. 

 

El gobierno que sucederá al segundo de Bachelet debería recuperar la confianza de la ciudadanía, corregir las gruesas debilidades del segundo de Bachelet y castigar y superar la corrupción que afecta a Chile y afectó al gobierno que termina.

 

Este ha sido, además, un gobierno transaccional, un gobierno que partió de la falsa premisa de que los países avanzan seriamente sólo cuando hay acuerdo entre él y la oposición (en este caso de derecha) desvirtuando el principio democrático del mandato de la mayoría.

 

El gobierno de Michelle se suma, como el anterior de Piñera, a la corrupción que afecta también a las instituciones armadas y de orden, al gran empresariado, las iglesias, la industria del deporte, hasta a bomberos y cruz roja y, salvo muy pocas excepciones, el sistema político en su conjunto.

 

En ese contexto nacional la calidad del Mensaje del 1 de junio pasa a ser casi desapercibida en un país en que la palabra oficial ha caído en el descrédito. Las buenas cifras del discurso de Bachelet tienden a diluirse en un mar en que todas las aguas huelen mal.

 

Al final de su gobierno la aprobación de la Presidenta, una de las figuras de este siglo XXI, puede llegar a ser de un tercio de la ciudadanía, superior a la de los partidos de derecha, sus partidos oficialistas y a la que tiene cada uno de los candidatos a sucederla (víctimas individuales también del descrédito) pero claramente minoritaria e inferior a la que tuvo al final de su primer gobierno.

 

En síntesis, el segundo gobierno de Michelle Bachelet emprendió reformas muy sentidas (inicio del proceso de Nueva Constitución, aborto en tres causales, fin del sistema binominal y establecimiento de uno proporcional, un alza en las pensiones más bajas, una apertura hacia el matrimonio gay), avanzó en porcentajes de gratuidad en educación y en el alza de algunos impuestos a los más pudientes, pero sepultó las retroexcavadoras, aceptó la corrupción, aplicó la transacción con la derecha y cultivó la mudez.

 

La mayoría de la ciudadanía mira hoy hacia otro lado, aún con un alto grado de indefinición.

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