Hasta mediados del Siglo XX la guerra parecía heroica, con ejércitos nacionales, defensa de principios y a nombre del concepto extraño e inasible llamado LIBERTAD. La más apreciada derrotó al nazismo inhumano y hasta hoy es agradecida por miles, sin embargo, con la invasión norteamericana a Vietnam, donde sin pudor se masacró a un pueblo indefenso que todavía sufre secuelas del napalm y el Agente Naranja, comenzó a morir el romanticismo.
A medida que la guerra se fue privatizando, desaparecieron los sueños y la discusión sobre esta fue quedando en un interregno de mentira y secreto, predominando, como todo en el mundo actual, el interés por el negocio. Hoy, la venta de armas es uno de los negocios más rentables tras la baja de 2012: caída del 1,9% del gasto militar mundial, el primer retroceso desde la caída de la URSS que puso fin a la Guerra Fría.
Lo que antes se emprendió por la guerra fría, el petróleo y otros recursos pasó a justificarse privadamente con las necesidades de la industria armamentista, para hacer negocios y deshacerse de los desechables del mundo, partiendo por los del propio país. Los EEUU inician sus guerras para que gane la industria, para deshacerse de los desempleados, para que las mercancías producidas se destruyan y se reproduzca el capital. Como ello va acompañado de una publicidad gigantesca contra “los malos” de turno, las masas se atemorizan y así los gobiernos de todo el mundo gastan miles de millones cada año en tanques, artillería y toda clase de armamento militar, recibiendo coimas gigantescas de sus productores.
Esto lo corroboran diversas fuentes confiables consultadas en Internet. Por ejemplo, la empresa norteamericana Lockheed Martin, la mayor fabricante mundial de armamento, ingresa cada año más de 34.000 millones de euros, cifra superior al PIB de 97 países y cinco veces el presupuesto de Naciones Unidas para misiones de paz. La industria también saca provecho de los millonarios proyectos de reconstrucción que surgen después de las guerras. Las consecuencias de este negocio dejarán otras marcas para la posteridad, como sucedió en 2015, año en que el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) contabilizó 59,5 millones de desplazados. Northrop Grumman, BAE Systems, Raytheon, Boeing Defense, Almaz Antei, Airbus y otros grandes fabricantes de armas brindan hoy para celebrar nuevos récords de ventas mientras continúan las fusiones y adquisiciones que dan lugar a imperios cada vez más influyentes.
Para muestra un botón. Se dice que Trump tiene acciones en Raytheon, la empresa que produce los misiles Tomahawk lanzados sobre la base naval Al-Shayrat en Siria. La operación no tuvo mayor sentido, ni operativa ni estratégicamente, pero las acciones de la empresa subieron considerablemente.
Los países que fabrican el armamento deciden dónde comenzar las guerras. A veces actúan directamente con ejércitos contratados y otras lo hacen promoviendo guerras entre países. Por ejemplo la República del Congo fue invadida en 1998 por Ruanda y Uganda por ser el mayor productor de coltan. En los primeros cinco años murieron más de cuatro millones de congoleños. En 2003 la ONU consiguió que se firmara un acuerdo de paz y a finales de 2006 fue elegido democráticamente el presidente Joseph Kabila. Sin embargo, guerrillas y diferentes formas de violencia, impulsadas por multinacionales, persisten en el área. Todo ello por el coltan, mineral imprescindible para la industria digital.
Las empresas fabricantes de armas son privadas, pero cuentan con participación estatal. El erario público financia los proyectos de innovación militar y financia sus exportaciones. De esta manera es lógico, como denuncia Linda Akerstrom, Directora de Desarme de la Sociedad Sueca de Paz y Arbitraje que haya una relación estrecha entre gobiernos, militares y ejecutivos de la industria y que “incluso países con grandes problemas económicos siguen invirtiendo en armas y cita el caso de Grecia”. Alemania es el principal proveedor de armas con destino a ese país, que dedica el 4% de su PIB a fines militares, la media de los países de la OTAN es 2,5%. Åkerström admite que “armar a un país es la forma perfecta para crear conflictos” y añade que los países productores de armamento hablan de crear empleo, apoyar la paz y la seguridad y facilitan armas. Después, cuando los clientes no van en la dirección marcada, los despachan. Bajo esta lógica los productores europeos y norteamericanos mantienen sus exportaciones a países como Arabia Saudí o China.
En EEUU, centro de gravedad del negocio de la guerra, las donaciones de campaña de los contratistas militares son vitales para alcanzar la Casa Blanca. En 2013 los fabricantes de armas desembolsaron más de 137 millones de dólares para obtener el favor de los congresistas estadounidenses, según el Centro para Políticas Responsables, con sede en Washington. Podemos imaginar lo que es esto en EEUU, si en un país como el nuestro las empresas han financiado a parlamentarios y sus campañas por intereses muchos menores. En diciembre de 2014 entró en vigor el Tratado sobre el Comercio de Armas (TCA) de Naciones Unidas, que demanda a los Estados firmantes informar sobre la compra y venta de armas y prohíbe las exportaciones a países donde se hay crímenes de guerra y lesa humanidad. Un total de 130 países lo firmaron, pero aún no lo ratifica EEUU, país que abarca un tercio de las exportaciones militares mundiales y que presume de tener 88 armas por cada 100 habitantes.
Las exportaciones militares de Francia pasaran de 4.800 millones de euros en 2012 a más de 12.000 millones en 2015. En el caso de España “la industria pide reiteradamente el apoyo gubernamental para poder vender fuera”, reconoce Eva Cervera, directora de Edefa, el mayor medio hispano especializado en Defensa. Desde que Morenés es ministro, las embajadas y consulados de España han abierto 37 agregadurías militares que impulsan los contratos con la industria de armas española. Cervera cree que un gobierno “progresista” de coalición en España podría empeorar el presupuesto de Defensa y paralizar “ventas a determinados países”. Al no existir instituciones independientes que controlen el comercio de armas, los gobiernos pueden mantener en secreto lo que quieran, como en España, donde el Ejecutivo autoriza que el 20% de las exportaciones vaya a países en conflicto, entre ellos Israel, Arabia Saudí y Ucrania, destaca Jordi Calvo. El juego de la guerra incorpora nuevas reglas, como los estándares de control del Tratado sobre Comercio de Armas (TCA), pero ninguna supone una amenaza para quienes nutren los arsenales. En 2013 la Unión Europea estableció un embargo sobre la venta de armas a Egipto, pero en marzo de 2015 lo levantó y la administración Obama restableció su programa de asistencia militar, consistente en un cheque anual de 1.300 millones canjeable por armas hechas en EEUU.
Uno de los nuevos retos es la irrupción de los aviones no tripulados sobre el campo de batalla. Desde 2002 Washington utiliza drones para captar información y bombardear zonas de alto riesgo en Afganistán, Iraq, Pakistán, Yemen, Somalia y Libia y, en los últimos años, otras potencias han ido incorporando estos aparatos a sus FFAA. El prometedor mercado de los drones militares, valorado en más de 10.000 millones de dólares anuales, con un millón de aparatos vendidos en 2015, ha evolucionado a toda velocidad gracias a acuerdos con empresas como Microsoft o IBM.
Podríamos escribir páginas sobre este comercio y los que estamos contra la guerra porque los habitantes, los niños, las mujeres, los más débiles no ganan nada, tendríamos que pronunciarnos contra el gasto militar. Chile, como Costa Rica o Suiza, no tiene argumentos para mantener unas FFAA apertrechadas y belicosas. Los chilenos no ganamos nada con otra guerra con Perú o Bolivia. Solo habría miles de muertes y ganarían los de siempre, los que venden las armas y los que reciben las coimas por estas.
Lo lógico, humano e inteligente de una política exterior sería intercambiar capacidades con los países vecinos hermanos, complementar riquezas, unirnos contra los más grandes en el comercio y embarcarnos en conjunto a construir una sociedad mejor.