Desde la derecha y el empresariado se argumenta que el costo de las reformas demandadas por No+AFP y las diversas organizaciones de trabajadores son imposibles de ser financiadas por nuestra economía o por el Estado. Que ya le está costando demasiado dinero al país el proceso de gratuidad en la educación, y que ahora sería irresponsable exigir jubilaciones dignas…
Y, claro, tendríamos que encontrarle la razón a los refractarios de la justicia social, si creyéramos que solo el crecimiento económico puede darle sustento a una sociedad más igualitaria. Esto es, permitiendo que los más ricos mantengan sus privilegios y la inmensa mayoría del país solo vaya mejorando su condición con las migajas que se escurran del banquete de los poderosos.
Nada más absurdo, sin embargo. Ya está probado que los grandes cambios o revoluciones no son posibles en la tolerancia a los más flagrantes abusos y codicia de las grandes empresas. Sin que se acometa una severa redistribución del ingreso y el Estado asuma como el gran rector de la economía. Lo que supone, por regla general, que las empresas estratégicas sean nacionalizadas y puestas bajo su propiedad y administración. Al mismo tiempo, que se imponga una política tributaria que le ponga límites a los altos ingresos, y el presupuesto fiscal se cuestione al gasto desmedido, por ejemplo, en materia de defensa. Por algo, la desarrollada Europa después de las últimas guerras mundiales se ufanaba de los sueldos máximos de sus países no superaban en más de siete veces el ingreso mínimo de los trabajadores. Al mismo tiempo que las empresas tributaban por encima de 35 o 40 por ciento de sus utilidades.
No es posible, en este sentido, la connivencia de las reformas sociales con los desenfrenados intereses del gran capital, sin ponerle atajo a las inversiones foráneas que en un país como el nuestro se llevan mucho más de la mitad de la torta en la explotación de la minería, la administración de los servicios básicos de la población y todos esos “emprendimientos” que ya se saben son completamente abusivos, también, con nuestro medio ambiente. Solo en relación al cobre, los cálculos dicen que en las últimas tres o cuatro décadas Chile ha dejado de percibir unos 200 mil millones de dólares, cifra más que suficiente para financiar la gratuidad de la educación y de toda la salud.
Lo que han hecho los gobiernos de la posdictadura ha consistido solo administrar un modelo que, hasta en los mejores momentos de bonanza, se mostró incapaz de romper la profunda brecha entre los ingresos más altos y bajos de la población. En un país que lo único que puede ostentar frente al mundo es la existencia de nuevos multimillonarios y la cooptación que éstos han hecho del mundo político y de las instituciones públicas.
En lo que tienen razón algunos analistas políticos es en el “peligro” que les ocasiona la posibilidad de que el descontento social tome rumbo en las propias organizaciones populares y desdeñe definitivamente aquellas expresiones “progresistas” o “vanguardistas”, pero que en el poder han hecho poco o nada por superar las injusticias. Encantados como se demuestran con las políticas neoliberales, y, por supuesto, verdaderamente incómodos con su antigua condición de “socialistas” o “social cristianos”. Ideológicamente desdibujados y ruborizados, por cierto, con su propia historia. Con aquellas obras de los gobiernos de Frei Montalva y Allende, por ejemplo, que propiciaron la Reforma Agraria y la completa nacionalización del cobre. Ley que, en este último caso, hasta contó con los votos parlamentarios de la Derecha.
Ante las enormes movilizaciones sociales del domingo, explota nuevamente el miedo patronal y de la política al servicio de nuestro modelo desigual. Su desasosiego ante la posibilidad de que la creciente descontento de los pensionados, de los mineros, de los profesores, de los pueblos autóctonos y de los estudiantes busque una expresión política que realmente se proponga conquistar el poder para derribar la Constitución y recuperar la soberanía popular. Para prohibir, como se hace en tantos lugares, la extrema riqueza, objetivo propuesto por los propios líderes religiosos y espirituales del mundo. Que se proponga redireccionar los millonarios recursos que se destinan al gasto militar a la inversión y el desarrollo sustentable.
No tenemos duda de que una de las más grandes falsedades de los sectores renuentes al “crecimiento con equidad” (concepto tan vociferado como traicionado) es que Chile es un país pobre y debemos postrarnos ante el capital extranjero para fundar nuestro crecimiento. Cuando consta que, pese a toda la irrupción de los inversionistas foráneos de las últimas décadas, seguimos siendo una economía mono productora, exportadora de materias primas sin valor agregado, cuanto un verdadero paraíso para los especuladores extranjeros que lucran con la usura bancaria y las cotizaciones de los trabajadores en las AFP y las isapres. Como administrando aquellas empresas eléctricas y sanitarias que tan precariamente atienden las necesidades de nuestras ciudades y pueblos. Y, para colmo, resultan ser muy responsables de los aluviones, incendios forestales y otras catástrofes en su avidez por aumentar sus escandalosas utilidades.
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Las revoluciones exitosas siempre surgen de una movilización social que, por regla general, renuncia a la intermediación o representación de los partidos políticos acariciados por el sistema o ilusionados por superar las injusticias desde el ámbito de institucionalidad vigente. En el respeto irrestricto, como proclaman, de las leyes que justamente se dictan y aplican para inhibir el descontento y descargar la represión de cualquier acto de rebeldía social. De ahí las históricas contradicciones entre bolcheviques y mencheviques o el surgimiento de aquellas formas de lucha enroladas con el sandinismo, las vanguardias indígenas de Bolivia y tantos otros movimientos de liberación en todo el mundo. En un largo recuento que incluye, también, al propio Partido de los Trabajadores en Brasil que se impusiera sobre las colectividades tradicionales de la izquierda y le diera largos años de gobierno a ese país.
Después de 27 años de paciente espera, una y otra vez, los gobernantes de la Posdictadura han desertado de sus promesas y frustrado las esperanzas populares. Hasta la misma causa democrática se ha desbaratado en la sacralización del orden institucional legado por la Dictadura, como por ese sesenta por ciento de abstención ciudadana que representa a los desencantados de la política. Cuando se comprueba que partidos que en el pasado representaban corrientes opuestas e irreconciliables hoy son parte de una misma clase política, cuyo afán principal es aferrarse a las instituciones públicas, descubrir posibilidades de negocios y medrar del presupuesto de la nación.
¡Vaya cómo podríamos haber sorteado el quiebre institucional de 1973 si las cúpulas partidarias se hubieran allanado entonces a un acuerdo político para conjurar el cruento golpe militar. Curiosamente, en cambio, son prácticamente los mismos dirigentes de ayer los que hoy toman sitio y conviven “cívicamente”, como se puede observar, en el Parlamento y otras instituciones, con quienes fueron los instigadores y ejecutores de la asonada militar. Con los autores intelectuales y, muchas veces, materiales de las ejecuciones, la tortura, el exilio y tantos otros horrores.
Qué grotesco nos parece, entonces, que hasta las figuras recién enroladas en la llamada política “representativa” muestren como principal preocupación competir también en toda suerte de elecciones. Que surjan mediáticos y pretensiosos candidatos a los cuales no se les conoce una sola propuesta, convicciones o línea continua de compromiso. Candidatos autoproclamados o propuestos por los propios medios de comunicación ávidos de noticias y en el deprecio total al más elemental proceso democrático, ideario o trayectoria política, sindical o gremial. Interponiéndose una vez más a la gran posibilidad histórica de que sean el propio pueblo y sus genuinas organizaciones las que tomen protagonismo en los cambios y la construcción de un Chile nuevo.
Es muy propio y natural que la derecha, por supuesto, no tenga propuesta y levante de nuevo a su mismo abanderado del pasado, un multimillonario y de muy pocos escrúpulos, como se sabe. Los herederos de Pinochet ciertamente solo quieren (y así lo reconocen) la mantención del país que tenemos. Pero no es extraño, tampoco, que desde la Nueva Mayoría haya quienes busquen afanosamente mantenerse en el Gobierno. Es ello lo único que los une y para lo cual todavía pueden servirles sus organizaciones instrumentales y despolitizadas. Aunque cada vez más despobladas.
Pero lo que es insólito es que desde el mundo de la izquierda segregada por el sistema electoral se manifiesten ciertos caudillos e iluminados sin que expresen claridad respecto de sus postulaciones. Con solo sus nombres y apellidos, y ya sin siquiera anunciarnos una “retroexcavadora” que remueva los fundamentos de la injusticia social institucionalizada. Claro: una retórica herramienta que, en todo caso, les sirviera para dar de baja los fusiles que antes blandieron. Abandonando, incluso, el camino a de la desobediencia civil que tanto ha contribuido a la liberación de los pueblos oprimidos