Llama la atención el grave conflicto suscitado en España respecto de las eventuales aspiraciones independentistas del pueblo catalán. La efectiva aplicación de los principios democráticos permiten resolver –valga la redundancia- democráticamente todos los conflictos.
En el caso de cualquier pueblo –con territorio incluido- que forma parte de una entidad estatal mayor, aquel conserva siempre su derecho de autodeterminación. Esto está incluido y resaltado en los principales tratados de derechos humanos de Naciones Unidas: los Pactos Internacionales de Derechos Civiles y Políticos; y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Sin embargo, la complejísima naturaleza de los legítimos derechos entrelazados en una entidad estatal mayor exigen también que una eventual separación sea negociada y alcanzada de común acuerdo, velando por los derechos, no solo de la mayoría independentista, sino también de la minoría que no lo es, y del conjunto del pueblo que conforma la entidad mayor.
Es decir, desde la perspectiva democrática, en el caso de Cataluña debiese respetarse la expresión de voluntad del pueblo catalán (“el derecho a decidir”); pero también debiesen respetarse los derechos del pueblo español en su conjunto, así como los derechos básicos de la minoría que puede verse “forzada” a “cambiar de país”. Esto último debe traducirse en el respeto a la Constitución Política, sin perjuicio de que esta tendría que ajustarse a los marcos de los Pactos internacionales de derechos humanos, eliminando los acápites que nieguen la posibilidad de ejercer el derecho de autodeterminación.
Lo central es que se respeten los derechos de todas las partes, lo que requiere la aplicación de una voluntad democrática de aquellas. Voluntad que no sería democrática de una parte (en este caso Cataluña) si pretende una declaración unilateral de independencia; y de la otra (en este caso España) si pretende negar de plano la posibilidad de una independencia.
Particularmente contradictorio -y triste- sería mantener una actitud impositiva de la unidad española que incluso llegaría eventualmente al extremo de ¡no valorar en absoluto la eventual expresión de la libre voluntad de los catalanes de querer seguir formando parte de España!…
Además, es evidente que una solución democrática del conflicto es lo único que garantiza el bien futuro tanto de Cataluña como de España. Una eventual independencia de Cataluña obtenida “contra” España no beneficiará a ninguna de las partes. Y un “forzamiento” de los catalanes a seguir siendo parte de España tampoco. En ambos casos habrá un quiebre espiritual que alimentará un odio y resentimiento quizá permanente.