La nueva ley de partidos, inspirada en las recomen daciones de la Comisión Engel, trató de ser una respuesta a la crisis de legitimidad en la que estos se sumieron desde fines de 2014, cuando se destaparon los grandes escándalos de financiamiento irregular de la política.
Recordemos el contexto: el primer caso que estalló es el de Penta, que apuntó prioritariamente a la UDI. El grupo financiero, controlado por Carlos Alberto Délano sobre la base de empresas privatizadas en dictadura, se transformó con el tiempo en el mecenas-controlador del gremialismo. Este dato era evidente, pero no se podía probar documentalmente. La revelación de este hecho desató como efecto dominó que distintos otros casos se destaparan simultáneamente, salpicando a casi todos los partidos políticos.
Comenzamos a escuchar de los aportes irregulares de SQM, Asipes, OAS, y otras empresas similares. Paralelamente, sin implicar financiamiento partidario, se destapó el caso Caval, que afectó al hijo de la presidenta. En ese contexto la Comisión Engel, luego de realizar un conjunto de audiencias a nivel nacional, propuso una serie de medidas correctivas, que no solo atendieron al estatus legal de los partidos. Entre esas medidas se propuso la siguiente: “Reinscripción de todos los militantes de los partidos políticos existentes, a fin de asegurar padrones confiables. Esta será una condición básica para acceder al nuevo financiamiento público; el Servel deberá colaborar para que este proceso se lleve a cabo. Revisar el actual sistema de inscripción para aumentar la transparencia y probidad, junto con disminuir los costos para partidos y ciudadanos”.(1)
Esta medida fue asumida en la nueva ley de partidos sin el menor comentario. En medio de la vergüenza, los dirigentes partidarios no tuvieron cara para rechazar una exigencia que aparece como condición para acceder al nuevo sistema de financiamiento público de la política. Así pasaron los meses, hasta que el plazo perentorio para cumplir esta exigencia, el 14 de abril de 2017, se fue acercando. Es en ese momento cuando se desatan las alarmas. Varios partidos de enorme relevancia se encuentran con que sus padrones no sólo estaban inflados, sino que además no eran capaces de refichar el mínimo de militantes exigidos por ley (18.000). El caso más bullado, pero no el único, es el del PPD, ya que al no lograr reinscribirse, la candidatura de Ricardo Lagos no podría competir en las primarias de la Nueva Mayoría, lo que le llevaría a la peor de las humillaciones.
Hecha la ley, la trampa se buscó por secretaría. El Servel anunció el 31 de enero, para que no se notara mucho, una batería de medidas administrativas destinada a facilitar la reinscripción de los partidos ya existentes. En síntesis, se les permitió escanear los carnets de identidad, evitando el trámite más duro y oneroso que es concurrir presencialmente con el militante a una notaría para proceder al refichaje. Evidentemente, una medida que se presta para los vicios más variados. Ernesto Aguila explica muy bien el problema al decir: “¿Qué buscaba el refichaje? Depurar los padrones partidarios de quienes no solo ya no adscriben al partido, muchos de los cuales nunca supieron cómo llegaron a estar inscritos, sino evitar o reducir la práctica de inscripciones basadas en redes clientelares estatales, municipales o privadas. Los llamados ‘militantes fichas’, acarreados luego para las elecciones por caudillos locales y operadores (amparados por dirigentes nacionales), práctica que distorsiona la democracia partidaria, y reduce el peso del voto de los verdaderos militantes. Por ello, era necesario dar con un mecanismo que hiciera del acto de reinscripción uno esencialmente individual y voluntario”.(2)
LA ENFERMEDAD
DE LOS PARTIDOS
La crisis del refichaje ha puesto en escena un espectáculo lamentable que revela la miseria en la que están inmersos la mayoría de los partidos tradicionales. Su enorme dificultad para reconvocar a su militancia es sólo el síntoma de una enfermedad más grave, cuya etiología es la siguiente:
1. La ley de hierro de las oligarquías: A inicios del siglo XX el sociólogo alemán Robert Michels formuló su famosa “Ley de hierro de la oligarquía”, que resumió así: “La organización implica la tendencia a la oligarquía. En toda organización, ya sea un partido político, gremio profesional u otra asociación de ese tipo, se manifiesta la tendencia aristocrática con toda claridad…La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”.
Michels, que no era un gran demócrata porque terminó apoyando a los nazis, formuló esta observación para legitimar la idea de la oligarquía como una necesidad insoslayable. Pero su observación es cierta en términos generales. La democracia representativa suele transformarse en democracia delegativa. Y los partidos se convierten en boliches de sus dirigentes, que los manejan como dueños de una parcela.
2. El que paga la música, pone el baile: La oligarquización de los partidos se combina con otro factor: el financiamiento. No siempre el oligarca partidario es el financista. Muchas veces, como se vio con Penta, Asipes y SQM, el que paga la música en los partidos permanece oculto, preocupado de su agenda directa. El dirigente partidario, oligarquizado, pasa a ser un operador de la empresa a la que le debe su poder.
3. La cartelización de los partidos: El fenómeno de la colusión empresarial, que vivimos con tanto drama en el caso de las farmacias y el papel higiénico, se replica en los partidos. La colusión llega a tal nivel que cabe hablar de carteles de partidos, ya que se articulan como un sistema donde la mayoría se arreglan entre sí para evitar la entrada de nuevos competidores o para tapar mutuamente sus escándalos.
4. La descualificación de la política: Todos estos factores inciden en que los partidos, oligarquizados, clientelizados y cartelizados, se descualifiquen, es decir, expulsen a sus militantes más cualificados profesionalmente o a sus líderes sociales más íntegros, que evaden permanecer en un ambiente sórdido y autoritario. Los cuadros que quedan son cada vez menos preparados, más dependientes del líder, menos autónomos moralmente, más incondicionales de la autoridad. Esta tendencia incide en la profundización de los otros síntomas ya descritos.
¿ES POSIBLE SUPRIMIR
LOS PARTIDOS?
Hoy parece popular la idea de matar a los partidos. Es explicable por la profunda enfermedad que les afecta. Sin embargo, recordemos que los intentos de hacer funcionar la política sin partidos han sido múltiples. En Chile lo trató de hacer Carlos Ibáñez, en su dictadura, y después se rindió y gobernó con el apoyo de varios partidos. El único que formalmente ilegalizó todos los partidos fue el dictador Pinochet, pero en la práctica tuvo que aceptar varios partidos al interior del régimen. Partidos informales, invisibles, pero partidos en toda la regla: los gremialistas de Jaime Guzmán; los nacionalistas de Gustavo Leigh, a los que expulsó del régimen en 1978; los viejos alessandristas, a los que necesitó para administrar el Estado; la “patrulla juvenil” de Allamand y Espina; el partido de la CNI llamado Avanzada Nacional, sin olvidar a algunos ex radicales y ex DC que se agruparon al amparo de Pinochet. Sería interesante escribir una historia de los “partidos” políticos que sostuvieron a la dictadura, sus relaciones, sus formas de articulación, sus conflictos, sus estrategias.
El que piense que se puede decretar el fin de los partidos, miente. Los intentos de gobernar sin partidos, mediante una representación directa del pueblo se denominan corporativismo. Lo intentaron Hitler, Mussolini, Franco, y todos los líderes fascistas del siglo XX. Ninguno pudo hacerlo y terminaron gobernando con movimientos peores que el peor de los partidos que opera en democracia. La búsqueda en el siglo XXI es otra. Se trata de construir una democracia participativa, que sin suprimir el rol partidario en la provisión de ideas y de candidatos, pueda incorporar la voz de la ciudadanía en un conjunto de roles que se deben abrir a su competencia directa. Esta participación no puede existir sin partidos mínimamente decentes, organizados y capaces de articular como mediadores globales en la sociedad. Chile tuvo partidos así, especialmente entre 1925 y 1973. Con todos sus defectos, se financiaban por las cotizaciones de sus militantes, eran instituciones con democracia interna, competían en buena lid, e intentaban llevar de forma honesta las demandas de sus grupos de interés prioritario. Todo eso se perdió en 1973 y no lo hemos recuperado.
EL REMEDIO
La “forma-partido” nació en un contexto: la revolución francesa. El primer partido de la historia, con el sentido de un grupo organizado para la toma del poder, fueron los jacobinos. El juicio de la historia es duro con Robespierre y ese grupo. Se les acusa de vanguardistas, iluminados, autorreferenciales, implacables, inflexibles, intolerantes, etc. Todo eso es verdad, pero hay un aspecto que se debe rescatar de los jacobinos: supieron conjugar la pasión por conquistar el poder con un apego inquebrantable a sus convicciones. Esta mezcla es difícil de alcanzar: o se cae por el lado del pragmatismo más burdo, que olvida las convicciones, o se permanece aferrada las convicciones, pero abandonando toda pasión por alcanzar el poder, lo que hace infértil el proyecto político. Por eso estamos llenos de partidos “instrumentales”, que instrumentalizan todo lo que encuentran sin apego a ningún principio. O por otro lado, vemos una multitud de partidos testimoniales, que agitan una bandera sin la menor capacidad de transformar la realidad. Algunos gramos de jacobinismo, aunque sea en dosis homeopática, no vendría mal en el panorama chileno. Un grupo de incorruptibles, capaces de tomar el cielo por asalto.
Hace falta un poco de osadía.
ALVARO RAMIS
(1)Informe del Consejo Asesor Presidencial contra los Conflictos de Interés, el Tráfico de Influencias y la Corrupción.
(2)Aguila, E. (2017): “¿Partidos clientelares?”, en La Tercera, 8/02/17.
Publicado en Punto Final