Mi país natal (bueno, más bien el país donde crecí y me crié, el nacimiento es algo accidental que puede ocurrir en cualquier parte, en cambio la infancia y juventud son lo que a uno lo marcan), presenta esta curiosa facilidad con que súbitamente todo puede ponerse entre paréntesis por obra y gracia de dos eventos: los partidos de “La Roja” y el Festival de Viña, que justamente tiene lugar en estos días. Todo queda supeditado a lo que ocurra en la cancha o en el auditorio de la Quinta Vergara, a su vez reproducido y multiplicado por efecto de la televisión.
En el hotel en que me alojo tuve la oportunidad de ver parte de uno de los shows de ese festival hace unos días, uno que es sintomático del estado en que se encuentra este país que regularmente visito en el verano (a la vez para escapar del crudo invierno canadiense), me refiero al espectáculo ofrecido por la humorista Chiqui Aguayo. Hago aquí una aclaración: rechazo enfáticamente la simplista defensa que algunos hacen del humor grosero acusando a su detractores de “cartuchos” o “amargados”. De ninguna manera, yo siempre he sido un gran admirador de los grandes maestros y maestras del humor, los que no necesitaban recurrir a la repetición reiterada de groserías para hacer reir al público. Pero claro, para eso se requiere talento, lo que por cierto doña Chiqui y otros humoristas cuyas rutinas descansan en los garabatos, no tienen en absoluto. Tampoco es aceptable el argumento que acusa a los críticos de la tal Chiqui, de “machistas”: un razonamiento muy falaz que confunde las legítimas reivindicaciones de las mujeres con una torpe noción de falsa igualdad que en los hechos lleva a “nivelar hacia abajo”. En efecto, algunos y algunas han dicho que si lanzar una seguidilla de groserías sobre el escenario por parte de humoristas varones ha sido cosa corriente en el Festival de Viña por años, por qué no podría serlo para una humorista mujer. Con ese criterio entonces, en lugar de un mensaje de renovación y mejoramiento de la sociedad que las mujeres aportarían, lo único que éstas estarían trayendo sería “más de lo mismo”, en el caso que comento, más del mismo humor grosero y de explotación morbosa del sexo, lo único novedoso es que arriba del escenario tendríamos a una mujer haciéndolo.
Pero como este país funciona de un modo muy irracional, el “respetable” público–que según los animadores del festival tiene la última palabra–decidió premiar a la humorista en cuestión cuyos chistes sumamente fomes, repetitivos y básicamente centrados en lo que tiene entre sus piernas, parecen que hacen reir al menos a ese público que asiste al festival (claro está, alguien me aclara que esto de las gaviotas de plata y de oro no hay que tomarlo muy en serio, porque el “respetable” en su escasa capacidad de discernimiento, igual podría darle esos galardones a los voceadores que anuncian los recorridos de la micros en la Plaza Vergara o a los que ofrecen juguetes “para los regalones” en la Avenida Valparaíso, todos ellos tienen fuertes voces y de vez en cuando se mandan buenas tallas…)
Algunos me dicen que esto es una señal de lo que Chile se ha convertido, el efecto del neoliberalismo en el plano de la cultura y la humanidad, o lo que vaya quedando de ella en esta larga y angosta franja. Alguna vez se celebró el genio de mujeres como Gabriela Mistral o Violeta Parra, o si queremos ir al plano de mujeres humoristas de real talento, ahí teníamos a Ana González, La Desideria. El Chile de hoy tiene en cambio a Chiqui, por cierto exitosa, ganando millones con alusiones que a mi me recuerdan aquellas que los adolescentes muy machos hacían en la privacidad del camarín de gimnasia o las que uno podía escuchar de boca de algunas prostitutas departiendo en las antesalas de esos prostíbulos de mala muerte del barrio 10 de Julio abajo, que ya no sé si todavía existan. Doña Chiqui, que ya debe estar en los 40, no cuadra en esto de repetir chistes de adolescentes y no sé de dónde pudo sacar ese lenguaje de prostíbulo rasca, pero su actuación habla montones del triste estado humano de este país.
Este es el Chile que veo y que lamento, un Chile sumido en la alcantarilla cultural.