Hemos ingresado en un escenario inestable, sin posibilidades de alcanzar metas de corto plazo ni de trazar proyecciones. La idea del futuro como autopista de alta velocidad, acaso como un oscuro y frío túnel que pese a su longitud tendría necesariamente una salida luminosa, una recompensa por el trabajo y su sacrificio denominada ya sea progreso, modernidad o desarrollo, tiene hoy más características de mito que de armazón ideológico. En algún momento tras la postmodernidad caímos en un pantano que ningún discurso, ni político ni histórico, ha conseguido secar. Esos relatos del capitalismo de última generación, de globalizadores tardíos y socialdemócratas conversos, se han estrellado con una realidad perfilada por los efectos catastróficos de sus construcciones utópicas.
El edificio neoliberal, consolidado tras la caída de los muros y socialismos hacia finales de los 80 del siglo pasado, ha sido una condición no sólo hegemónica, sino totalitaria. Un orden imbricado con las instituciones del Estado, que ha concentrado tras el capital todos los poderes reales, potenciales y posibles. En esta escena, inicialmente opaca y borrosa y hoy nítida en todas sus dimensiones, las contradicciones han llegado tal vez a levantar marcas históricas. El triunfo final del capital, de la riqueza en todos sus niveles y densidades, se apoya, como siempre, en el despojo masivo y extensivo, en la apropiación por desposesión.
Este es nuestro presente. Una escena que no es estática sino movediza, líquida, en el sentido del recientemente fallecido Zygmunt Bauman, sin sentido aparente, sin más orden ni conducción que el interés por las utilidades y la rentabilidad de las ubicuas corporaciones privadas. La inestabilidad y la incertidumbre se instalan como condiciones habituales para las otrora ciencias sociales predictivas, como la política o la economía. Tal como el clima enloquecido e impredecible, los procesos humanos han entrado en un torbellino cuya característica no responde ni a ciclos ni orden detectable. El año recién pasado todas las herramientas derivadas de las ciencias sociales orientadas a predecir y ordenar las corrientes sociales y humanas, erraron de manera estruendosa. Todas las predicciones y sondeos de opinión sobre participación humana, desde el Brexit al plebiscito colombiano, desde las elecciones presidenciales estadounidenses a las municipales en Chile, fracasaron en sus proyecciones. Los procesos sociales y políticos se mueven hoy bajo pulsiones impredecibles y delirantes.
Immanuel Wallerstein, cuyo trabajo se ha basado precisamente en el estudio de los grandes ciclos históricos y sus proyecciones, se niega a hacer predicciones de corto plazo. En un breve texto publicado a inicios de mes titulado “El mundo en la era de Trump. ¿Qué podemos esperar?”, el sociólogo estadounidense que ha desarrollado la teoría del sistema-mundo dice que hacer este tipo de predicciones es la más traicionera de las actividades. Normalmente trata de no hacerlas. En cambio, sí trata de analizar lo que está ocurriendo en términos de la larga duración de la historia y las probables consecuencias en el mediano plazo.
Ante la insistencia de las comunidades y observadores de toda índole, esta vez Wallerstein ha cedido y hace predicciones de corto plazo porque, dice, “parece que todo el mundo, en todas partes, está enfocado en el momento, en lo que ocurrirá en este corto plazo. No parece haber otro objeto de interés”. ¿Por qué este interés? Porque estamos más perdidos que nunca.
La ansiedad está en un punto límite y necesitamos bajar la incertidumbre. Pero Wallerstein no nos ayuda en el sentido que buscamos, sino nos oscurece aún más el panorama. “Déjenme comenzar diciendo que pienso que 95 por ciento de las políticas que emprenderá Donald Trump en su primer año en el cargo serán absolutamente terribles, peor de lo que anticipamos. Esto puede constatarse en las designaciones de cargos importantes que ya anunció. Al mismo tiempo, es muy probable que se meta en problemas importantes”.
Sólo una muestra de una realidad que puede ser mucho peor. Es la precipitación de la historia, el futuro negado como proyección, sentido de vida y liberación. Sin horizontes, con los proyectos del gran capital desnudos en toda su dimensión y sus efectos como pesados lastres encadenados a nuestras vidas, lo que nos queda no sólo es cerrar los ojos y apretar los dientes. El destino, nunca mejor dicho, es nuestro. Depende de nosotros.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 869, 20 de enero 2017.