Si hay algo prácticamente imposible de definir es el llamado centro político. Es decir, la denominación que se dan partidos o candidatos incapaces de asumir su condición de izquierda o de derecha dentro del espectro político.
En las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado, partidos como la Democracia Cristiana abogaban por ser reconocidos como progresistas o vanguardistas, aunque su ideología no se identificara con las ideas marxistas o leninistas que estaban en boga.
De allí que se definieran de “izquierda cristiana”, denominación que después adoptaran los que rompieron con esta colectividad acusándola, justamente, de haberse “derechizado”.
A la luz de los cambios mundiales y el desenlace del nazismo y del fascismo, para los partidos de derecha hasta resultaba bochornoso ser definidos como “momios”, según el mote que hasta ahora, incluso, reciben. De allí que por mucho tiempo se hablara de aquel “complejo de izquierda” que padecían los conservadores y retardatarios en la idea de parecer, también, progresistas o renovadores. En un tiempo en que el sufragio popular castigaba severamente a quienes se oponían a las reformas.
Hoy, ambos referentes empoderados de los 27 largos años de la posdictadura prefieren definirse como de “centroderecha” o “centroizquierda”, nada más que como un recurso retórico o propagandístico, porque lo que existe, desde siempre, son agrupaciones que favorecen las transformaciones sociales y los propósitos de justicia social, versus aquellas que son refractarias a los grandes cambios y defienden la sociedad desigual consolidada por el actual modelo político, económico y cultural. Un ordenamiento institucional que mucho le falta para cumplir con los estándares democráticos y permitir al ejercicio pleno de la soberanía popular.
En este sentido, ser de derecha hoy es defender buena parte del sistema autoritario heredado de la Dictadura, justificar el Golpe Militar de 1973 y resistirse a que se esclarezca plenamente lo sucedido en esos 17 años de interdicción ciudadana, incluidas aquellas sistemáticas violaciones de los Derechos Humanos.
Aunque no sea reconocido así, es perfectamente nítida la resistencia de la derecha a las investigaciones de los Tribunales, como al ejemplar castigo a los responsables de tan oprobiosos crímenes cometidos. Tal como es posible apreciar que hay expresiones políticas contrarias a una nueva Constitución , como a la posibilidad de una Asamblea Constituyente. La colusión de los intereses de los grandes y poderosos empresarios con el comportamiento de algunos gobernantes y legisladores consagra la realidad plena de la derecha en nuestro país. La existencia de ultraderechistas , por lo demás, si se los compara con otras expresiones del mundo que, asumiéndose como tales, desde hace mucho tiempo dan garantía de ser democráticas y respetuosas de las decisiones ciudadanas.
En los sectores que hoy representan al oficialismo y la Nueva Mayoría es también falaz la existencia de “centroizquierdistas”. Sin duda, quienes forman parte de esta coalición lo que persiguen por sobre todo es consolidar ventajas electorales, mantenerse en La Moneda, tener una presencia mayoritaria en el Congreso Nacional y municipios del país. Las tensiones internas entre los que realmente buscan los cambios y los que se oponen o los morigeran cada vez son más ostensibles. De allí que para evitar la confrontación ideológica, lo único que discurren estas expresiones es a levantar candidatos que rindan mejor ejercicio frente a las encuestas, más que a encarnar posiciones o rumbos. No importando su trayectoria y condiciones genuinas de liderazgo intelectual y ético, sino la simple posibilidad de conquistar votos.
La historia registra las confrontaciones ideológicas que se expresaban en Chile antes del Quiebre Institucional. La forma en que, por ejemplo, las candidaturas de Salvador Allende o de Radomiro Tomic encarnaron nítidos proyectos históricos, más que cálculos electorales. Así cómo una candidatura de rasgos políticos y programáticos tan superficiales como la de un Jorge Alessandri sería vista actualmente como sólida y ejemplar por la derecha. Por los que hoy sus partidos apuestan a candidatos que no tienen más mérito que el dinero que pueden aportar a sus candidaturas; cuanto ser conocidos, más que valorados, por la opinión pública que se expresa en los sondeos. Por cierto, frente a esa mitad de ciudadanos inclinados a abstenerse nuevamente de estas contiendas.
Es evidente, también, que en esto de pertenecer a maquinarias electorales más quea entidades doctrinarias y programáticas, los antiguos socialistas y comunistas convergen hacia el centro o francamente en la defensa, con algunos remilgos, del orden establecido por la derecha y los militares. De esta forma es que el casi desaparecido Partido Radical cobra bríos, ahora, al discurrir un candidato “independiente” que (más allá de sus méritos) viene de los medios de comunicación, más que de la política. Fenómeno que se reproduce por decenas con aquellos postulantes al Parlamento o a los municipios propios del mundo artístico, deportivo o hasta de la misma farándula de la televisión y de los espectáculos.
Hoy, ya son muchos los que reconocen que la propia elección y reelección e Michelle Bachelet se explica en el encanto que su figura provocó en la población mucho más que en sus atributos ideológicos o programáticos. En lo que se explicaría que muchas de sus ofertas electorales se hayan hecho agua especialmente en esta segunda administración. Cuando ni siquiera en materia de Derechos Humanos su gobierno ha sido capaz de asumir una sólida conducta y coherencia, al extremo que estos años serán recordados como un verdadero retroceso en el objetivo de reconocer y consolidar los derechos de nuestras etnias fundacionales. Cuando, de nuevo, el terrorismo de estado se hace presente, por ejemplo, en la Araucanía.
En el enorme número de autocandidatos no observamos hasta aquí las ideas que nos prometen con insistencia majadera. Pese a no emitir pronunciamiento alguno respecto de las demandas sociales que irrumpen en las calles y ciudades de todo el país. Ni en materia de previsión es posible observar en éstos propuestas contundentes, más allá de reconocer que el sistema de las AFP está en cierta crisis.
Bochornosamente ausente parece estar, además, el objetivo de una reforma institucional y la recuperación de aquellos recursos estratégicos privatizados y extranjerizados por la Dictadura y los gobiernos de la Concertación. Ni siquiera después de los escándalos de Soquimich, de la Papelera y de aquellas mineras que solo tributan por concentrado de cobre y no por todo el oro, la plata, el molibdeno y otros recursos que se llevan fuera del país.
De esta forma, es que ya no es posible, siquiera, percibir en la política un rumbo claro en materia educacional, objetivo que se anunciaba como emblemático en las reformas del actual Gobierno. Cuando ya no hay quién entienda lo que se quiere hacer al respecto, y la educación pública sigue sufriendo reveses de todo tipo. Cuando lo que podemos comprobar, ahora, es la presencia cada vez más altanera de los que buscan fortalecer la educación privada, lucrativa y discriminatoria.
Lo que haría falta es que los distintos partidos y coaliciones asuman francamente si son de izquierda o de derecha y dejen de escudarse en la vacua palabra “centro” que solo sirve al desperfilamiento de la política, como de excusa para mantener todo igual o parecido al legado de la Dictadura. Que desde fuera de la autodenominada centroizquierda surja una nueva y contundente expresión ideológica, estratégica y electoral que se comprometa realmente con los cambios y se sacuda de aquellos vergonzosos caudillos que anteponen sus ambiciones personales y el exitismo electoral a las trasformaciones cada vez más necesarias para consolidar una genuina democracia en nuestro país. Y conjurar, de paso, las amenazas del populismo que ya se ha hecho carne en todos los referentes tradicionales.
Y solo nos auguran con prolongar la posdictadura y avivar una severa explosión popular. En el reconocimiento de que el pinochetismo sigue vivo en toda esa “centro derecha” e incluso viene penetrando a aquellos partidos y dirigentes que asumían un discurso progresista y apoteósicamente revolucionario.