El absurdo debate relativo a los criminales recluidos en Punta Peuco que se ha instalado en el país confunde y enmaraña dos cuestiones de perogrullo diferentes: una es la confesión, el arrepentimiento y el perdón en nombre de una divinidad y otra es la confesión cabal y arrepentida ante un tribunal de justicia para contribuir al esclarecimiento de los crímenes cometidos, lo que habida consideración del tribunal puede ameritar una atenuación de la pena aplicable al inculpado.
La una no tiene nada que ver con la otra pues ellas pertenecen a ámbitos completamente distintos —la primera al de la fé y la segunda al de la ley penal. Y así, como la ley penal no puede tener injerencia en las confesiones religiosas, las confesiones, arrepentimientos y perdones religiosos no pueden tener ninguna injerencia en la aplicación de la ley penal. De este modo, a través de la historia, son innumerables los criminales arrepentidos que acompañados de un ministro de fe, han terminado en el patíbulo. La religión es independiente de la aplicación de la justicia y viceversa. Ambas deben ser respetadas en sus respectivos ámbitos, sin que la una deba inmiscuirse en la otra.
Además de lo anterior, hay un hecho en extremo importante que hay que tener en cuenta y al cual no se le ha prestado debida atención en el debate en cuestión. En efecto, aunque los crímenes son siempre de responsabilidad personal, los recluidos en Punta Peuco consumaron los suyos en calidad de agentes del Estado de la República de Chile, violando la protección que como tales le debían a la ciudadanía y usando los recursos e infraestructuras de sus instituciones, a fin de colaborar con la represión que sometió al país por 17 años al terrorismo de Estado. Éste y no otro es el fondo del asunto.
Los reclusos en Punta Peuco no son ningunos criminales de menor cuantía en nada homologables a los presos comunes como algunos pretenden, sino que lisa y llanamente terroristas de Estado —la categoría más execrable, deleznable, vil, infame y cobarde de todos los terrorismos pues se ampara y cobija en el poder del aparato del Estado mismo.
Algunos de ellos habrían sido ahorcados en Nuremberg junto a sus superiores jerárquicos ya muertos que, como muertos de mierda en las palabras de Mario Benedetti, bien muertos están.
Que esta última afirmación refleja bronca, no cabe ninguna duda —una bronca vastamente compartida por muchos, perfectamente legítima y justificada y en nada descalificable.
Con todo, lo importante no es la bronca sino que la justicia que se ha aplicado por los tribunales independientes de la República de Chile —una justicia que debe ser respetada y prevalecer. Lo contrario sería convertirla en mofa, incluso para los tribunales mismos y todo el trabajo que éstos han tenido que realizar para establecer la verdad judicial, sin contar para nada con las confesiones ni el arrepentimiento de los inculpados, hoy presos rematados en Punta Peuco —los terroristas que asolaron al país por 17 años usando el aparato del Estado y los recursos de todos los chilenos, balas y corvos incluidos.
Germán F. Westphal