Una ola de súbita conmiseración inunda a las elites de este país respecto a los presidiarios que enfrentan sus condenas con avanzada edad y enfermedades terminales. El ministro de Justicia, Jaime Campos, ha puesto el punto en debate al declarar en El Mercurio que le parecía “obvio” que los criminales que se encuentran gravemente enfermos o terminales deben salir de la cárcel para morir en casa junto con sus familias.
A este llamado ha respondido una legión variopinta, desde la derecha en pleno, hasta los líderes de las iglesias Católica y Evangélica. Y desde el mundo laico, un séquito de académicos, encabezado por el rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña.
Se trata de sentimientos de misericordia muy inesperados, porque nunca antes estos miembros de la corte palaciega manifestaron este tipo de preocupaciones respecto a los presos comunes. Es impresionante la cobertura que han dedicado al asunto El Mercurio y La Tercera, colocando en portada este tema varios días seguidos, y publicando reiteradas cartas de almas sensibles que nunca habían dicho palabra alguna sobre la situación en nuestras cárceles.
Recordemos que la única oportunidad en que los presos comunes de nuestro país hacen noticia es cuando el morbo y el sensacionalismo logran despertar a los editores de prensa de su renuencia a visibilizar las condiciones inhumanas en las que se encuentran. El 8 de diciembre pasado se cumplieron seis años del incendio de la cárcel de San Miguel, donde murieron calcinadas 81 personas, y 16 quedaron heridas. Curiosamente, a seis años de la tragedia no existe ningún responsable de este siniestro. La “gran prensa” y las almas sensibles que hoy piden indultos dejaron pasar el aniversario sin decir nada. Tania Tamayo, autora de Incendio en la Torre 5. Las 81 muertes que Gendarmería quiere olvidar (Ediciones B) afirma directamente que este “olvido” se debe a la voluntad de tender un velo de impunidad sobre el entonces director de Gendarmería, Luis Masferrer (RN).
Por eso, la operación comunicacional que han tendido con tanto entusiasmo se les desfonda. Su hipocresía les delata y el doble estándar termina por revelar que no se trata de un sentimiento de misericordia universal, sino una demanda de clemencia selectiva, que no abarca a todas las personas que sufren penas aflictivas en nuestro sistema carcelario. Hay una afinidad electiva en su conmiseración, porque se focaliza en los militares condenados por crímenes de lesa humanidad.
EL ESTATUTO DE ROMA
En este clima de opinión el profesor Pablo Ortúzar afirma en carta en El Mercurio que “defender que se mantenga en la cárcel a personas condenadas por cometer actos inhumanos que hoy son ancianos con enfermedades terminales resulta una ironía siniestra, cuya motivación solo pareciera ser la venganza”. Es decir, al no modificar las condenas de esos “ancianos con enfermedades terminales” el gobierno actuaría motivado por la venganza.
Sin embargo, los “actos inhumanos” a los que se refiere Ortúzar constituyen delitos que han sido claramente tipificados por el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, suscrito por nuestro país en 2009. Según este instrumento del derecho internacional, y en coherencia con la convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad (26 de noviembre de 1968) y los principios generales para combatir la impunidad” de la Comisión de Derechos Humanos en su 61ª sesión de Naciones Unidas (8 de febrero de 2005) los crímenes de lesa humanidad no pueden ser sujetos de amnistías o indultos, directos o indirectos. Lo que el Estatuto de Roma contempla es la posibilidad de una “reducción de la pena”, pero altamente condicionada a las siguientes causales (art.110):
“3. Cuando el recluso haya cumplido las dos terceras partes de la pena o 25 años de prisión en caso de cadena perpetua, la Corte examinará la pena para determinar si ésta puede reducirse. El examen no se llevará a cabo antes de cumplidos esos plazos.
4. Al proceder al examen con arreglo al párrafo 3, la Corte podrá reducir la pena si considera que concurren uno o más de los siguientes factores:
a) Si el recluso ha manifestado desde el principio y de manera continua su voluntad de cooperar con la Corte en sus investigaciones y enjuiciamientos;
b) Si el recluso ha facilitado de manera espontánea la ejecución de las decisiones y órdenes de la Corte en otros casos, en particular ayudando a ésta en la localización de los bienes sobre los que recaigan las multas, las órdenes de decomiso o de reparación que puedan usarse en beneficio de las víctimas; o
c) Otros factores indicados en las Reglas de Procedimiento y Prueba que permitan determinar un cambio en las circunstancias suficientemente claro e importante como para justificar la reducción de la pena”.
Vale decir, se deberían aplicar escrupulosamente estos criterios: haber cumplido las dos terceras partes de la pena o 25 años de prisión en caso de cadena perpetua, y además haber manifestado “desde el principio y de forma continua” su voluntad de cooperación con las acciones e investigaciones judiciales. En nuestro caso particular, el Estatuto sostiene que se debería atender a la voluntad del implicado en colaborar a la localización de los cuerpos de las víctimas de violaciones a los derechos humanos.
Cabe por lo tanto hacer esta simple pregunta: ¿Los militares que cumplen penas por delitos de lesa humanidad pueden invocar estas causales? Si es así no habría lugar a mayor debate y el sistema penitenciario debería acceder a los beneficios solicitados. Si no es así, no cabría mayor discusión, y deben seguir en prisión. No cabe duda que estamos ante esta segunda posibilidad, especialmente si su “pacto de silencio” respecto al destino de los detenidos desaparecidos sigue vigente.
REGRESO DE LA “DOCTRINA DOLMESTCH”
Si la legislación es tan clara, ¿por qué se está buscando con tanto ahínco la liberación de estos presos? Cabe preguntarse si el trasfondo del asunto es una negociación encubierta, en la cual la liberación de los criminales de lesa humanidad es moneda de cambio para pagar otros favores de parte de la derecha. No sería la primera vez que se busca hacer de estos individuos el vehículo de una transacción política alejada de la especificidad de este dilema.
Recordemos que Chile ha vivido una lenta evolución jurisprudencial en materia de sanción a los violadores a los derechos humanos. Hasta bien entrada la década de 1990 los tribunales siguieron aplicando el Decreto Ley de Amnistía de 1978, que produjo efectos de autoamnistía para los funcionarios de la dictadura, por lo cual se sobreseían automáticamente las causas o derechamente se absolvía a los acusados.
El primer cambio, llamado “doctrina Aylwin”, obligó al tenor de la “justicia en la medida de lo posible”, a investigar las causas antes de aplicar la amnistía o la prescripción. El segundo paso ocurrió en el contexto de la detención de Pinochet en Londres, en 1998. En ese momento se empezó a tipificar las detenciones con desaparición como “secuestros permanentes”, por lo cual dejó de tener aplicación la amnistía y la prescripción, ya que el ocultamiento de cadáver implicaría que el delito se sigue cometiendo hasta la actualidad. Un caso de uso estratégico del derecho que permitió abrir una grieta en la impunidad.
En 2006 los familiares de Luis Alfredo Almonacid, militante del PC detenido desaparecido el 16 de septiembre de 1973, llevaron su caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que terminó condenando al Estado chileno por la aplicación de la ley de amnistía. El organismo determinó que Chile había vulnerado el Pacto de San José de Costa Rica, declarando que los delitos de lesa humanidad no pueden amnistiarse ni prescribir y que el Estado debía anular el Decreto Ley de Amnistía e impedir legalmente la aplicación de la prescripción. Esta sentencia fue al fondo del asunto. Sin embargo, el Congreso no ha sido capaz, hasta ahora, de adecuar la legislación chilena a este dictamen internacional, quedando su aplicación en manos de la Corte Suprema.
En ese contexto, el entonces miembro de la sala penal de la Corte Suprema, Hugo Dolmestch, propuso el criterio de otorgar a los condenados por este tipo de delitos los beneficios de la Ley N° 18.216, lo que fue presentado por la derecha como una forma de “compromiso” entre la “justicia absoluta” y el “perdón absoluto”, permitiendo una condena muy atenuada. Lo que la derecha no reconocía en este análisis es que a esas alturas la condena era un piso del que ya no podían escapar y por lo tanto, agotados los anteriores mecanismos, la “doctrina Dolmestch” aparecía ahora como la única vía posible a la impunidad.
Pero esta “doctrina” sufrió un golpe letal el 18 de junio de 2012, cuando la Segunda Sala de la Corte Suprema, analizando el llamado “Episodio Héctor Vergara Doxrud”, declaró por mayoría de sus miembros que los sucesos enjuiciados, ocurridos el año 1974, debían ser enjuiciados y sancionados sin atención al Decreto Ley de Amnistía del año 1978 ni que se permitiese declarar su prescripción o conceder a los condenados la atenuante de media prescripción del Art. 103 del Código Penal. Este dictamen significó el fin de la “doctrina Dolmestch”, que ahora se busca reestablecer.
Todo indica que la elección de Hugo Dolmestch como presidente de la Corte Suprema, en diciembre de 2015, respondió a este objetivo, y las movilizaciones de toda esta corte de autoridades civiles, eclesiales, académicas y comunicacionales, responde a los compromisos fácticos asumidos en esa elección.
LAS FALACIAS DE LA IMPUNIDAD
Los magistrados que rechazaron la “doctrina Dolmestch” en 2012 han sido catalogados por El Mercurio como partidarios de la “justicia absoluta”, sin recordar que la condena de estos sujetos fue dilatada por mecanismos de autoimpunidad por más de tres e incluso cuatro décadas. Para imponer su postura los partidarios de la dictadura y sus aliados han usado todo tipo de falacias:
– La falacia de la apelación a la lástima: se trataría de internos con un estado de salud grave e irrecuperable que importa inminente riesgo de muerte o inutilidad física de tal magnitud, que le impide valerse por sí mismo. El mismo argumento usado por el dictador Augusto Pinochet para ser liberado en Londres y que se reveló como un engaño apenas pisó Santiago y se levantó de la silla de ruedas con el bastón en la mano.
– La falacia de la regla general para caso particular: Si todos los presos pueden acceder a los beneficios de la Ley N° 18.216, los condenados por crímenes de lesa humanidad también lo deberían poder hacer. ¡Se estarían violando sus derechos humanos, dicen sus partidarios! Pero se olvidan que la legislación internacional asigna a estos delitos, por su naturaleza y por los mecanismos de protección e impunidad que les han asistido, la expresa imposibilidad de acceder a estos beneficios si no han cumplido los plazos mínimos de condena y no han colaborado con la justicia en el esclarecimiento de los casos en los cuales poseen información. Si hubiera un solo condenado que hubiese actuado conforme a los criterios del Estatuto de Roma sería acreedor de este beneficio. Pero no se presenta ninguno, lo que revela la calaña moral de los implicados.
– La falacia de la falsa analogía: Comparar a víctimas y victimarios. El columnista mercurial Hernán Corral declaraba: “Resulta desconcertante, por ello, que quienes festejaban el aniversario de la Declaración Universal con frases como ‘los derechos humanos son de todos’, luego se mostraran abiertamente contrarios a la propuesta del ministro de Justicia, aduciendo los más diversos argumentos”. O la crueldad de las víctimas, que desean el sufrimiento de estos ancianos. A lo que se suma Carlos Peña, argumentando que se trata de un acto irracional: “¿O acaso tiene sentido castigar a quien ya no es un yo capaz de vivenciar la experiencia del castigo, o a un viejo a quien el cáncer lleva a empellones hacia la muerte?”.
Ni crueles, ni vengativas, ni irracionales, las familias que han buscado la justicia para sus familiares asesinados por los agentes de la dictadura han mostrado una capacidad enorme de atenerse a las normas, arbitrarias e injustas, impuestas por el propio criminal que les vulneró. Han persistido en su denuncia y en su empeño de justicia por décadas, sin tomar la justicia por su propia mano, a pesar de que todo indicaba que era imposible llevar a puerto su demanda. Y sin embrago persistieron. Vivieron en carne propia que la “justicia demorada es justicia denegada”, pero no abandonaron la esperanza.
Hoy su voz no forma parte de este debate. Acalladas, estigmatizadas, descalificadas y arrinconadas, ningún micrófono ha salido a recoger su palabra. Nadie ha recogido su palabra en una historia que les ha impuesto cargar de por vida, sin atenuantes, un dolor que nadie ni nada puede ni podrá aliviar. Mientras los defensores de la impunidad copan las portadas de los noticieros y los periódicos, apoyados por académicos y altos clérigos, las víctimas son acusadas de todo tipo de crueldades contra los militares en retiro. Si un extranjero desinformado llega al país y lee la prensa chilena seguramente pensaría que estos ancianos, dementes y enfermos, son las víctimas de un Estado policial que les mantiene en una cárcel inhumana. Nadie le informaría de lo difícil que fue conseguir llevarles ante la justicia, las décadas de impunidad que les ampararon, y una vez en la cárcel, los beneficios penales de Punta Peuco o del Penal Cordillera, a los que accedieron sin que ninguno de sus actuales defensores objetara sus privilegios.
De allí que sólo cabe admirar la persistencia indubitable de las organizaciones de familiares de las víctimas de violaciones a los derechos humanos. Su testimonio hace vida las palabras de Neruda al recibir el Premio Nobel de Literatura: “Sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano”
ALVARO RAMIS
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 867, 23 de diciembre 2016.