Noviembre 27, 2024

Telescopio: la democracia no es un bicho

Sin duda gente de mi generación recordará ese clásico film argentino La cigarra no es un bicho dirigido por Daniel Tinayre con la actuación de Luis Sandrini. En la película en cuestión la “cigarra” era en verdad un hotel parejero que por un inesperado incidente termina con sus pasajeros en cuarentena, sin poder dejar el local. Pero lo que quiero decir esta vez no tiene nada que ver con hoteles de ese tipo, a no ser que algún propietario haya llamado a su establecimiento “Hotel La Democracia” (lo que sólo reafirmaría eso de que la democracia “sirve para un barrido y un fregado”).

 

 

Esto era para ejemplificar que muchas veces las cosas no son lo que su nombre parece indicar. Más aun, en muchos casos las denominaciones que uno da a ciertas cosas no están nombrando algo concreto, como podría ser un bicho cualquiera, una mosca, una cigarra o una avispa. Cosas que uno puede ver o tocar. Es el caso de la democracia, un tema que surge a menudo en el debate político. La más reciente ocasión ha sido el fallecimiento de Fidel Castro, que dio oportunidad a “los conocidos de siempre” para que se dieran a la tarea de dictar cátedra sobre si la desaparición del líder cubano traería como consecuencia “la democracia a Cuba”. Como ya se sabe esos son los mismos que no tenían problema en sacarse fotos con Pinochet cuando era dictador o incluso desataban su furia cuando el tirano estuvo preso en Londres.

 

Pero entonces ¿qué es la democracia? Aquí me quedo con quienes la definen como un proceso. Específicamente, suscribo plenamente lo que William Henry Hastie, un abogado y juez, defensor de los derechos civiles de los negros (él mismo era un afro-estadounidense, el primero de su raza en ser gobernador de las Islas Vírgenes Estadounidenses) quien señaló: “La democracia es un proceso, no una condición estática”. En efecto, si uno da una rápida mirada al desarrollo histórico de lo que llamamos democracia siempre encontraremos esa característica de “work in progress” como se diría por estos lados, una suerte de “trabajo en vías de hacerse” lo podríamos traducir más adecuadamente.

 

La antigua Atenas—considerada como cuna de la democracia—si aplicáramos los estándares de hoy, lo más probable es que la tuviéramos que cuestionar como “sociedad democrática”.  En efecto, allí sólo los hombres accedían a la ciudadanía y por lo tanto tenían derecho a votar.  Muchos de sus habitantes eran de otras ciudades—considerados extranjeros—y por lo tanto no votaban, por cierto tampoco lo hacían los varios miles de esclavos.

 

Si de allí saltamos a tiempos más modernos, cuando se generaliza el uso de elecciones para designar a gobernantes y representantes, el criterio que imperó tanto en la Francia revolucionaria, como en Inglaterra y en Estados Unidos, era el del voto censitario. Esto es una forma de votación en que se accedía a la ciudadanía si es que se era propietario o se tenía alguna renta o ingreso profesional por el cual pagaba impuestos. El raciocinio—y en ese momento parecía muy lógico—era que sólo los que pagaban impuestos podían decidir cómo ese dinero se iba a gastar. ¿Por qué un individuo que no aportaba un centavo al erario público va a tener algo que decir sobre cómo usar esos fondos? Naturalmente, además, en ese tiempo, sólo los hombres eran considerados ciudadanos.

 

Hacia finales del siglo 19 sin embargo, ya se empezó a desechar ese criterio basado en riqueza o nivel de ingreso y la ciudadanía se amplió a todos los hombres. Las mujeres empezaron a adquirir su derecho a votar gracias a las demandas de las suffragettes, las activistas que en Estados Unidos, Canadá y Europa lograrían el derecho a voto en las primeras décadas del siglo 20. En América Latina—Chile incluido—ese derecho vino casi a mediados de aquel siglo.

 

El sistema electoral de Estados Unidos—una sociedad que se considera a sí misma como epítome de la democracia—dejó plasmado en su origen una desconfianza en la voluntad popular al instituir para la elección de presidente, un sistema indirecto por el cual en cada estado un grupo de ciudadanos constituidos en colegio electoral, es el que en última instancia decide. Esta situación lleva a la paradojal situación en los últimos comicios—que también ocurrió en la elección de 2000—en que el candidato ganador en los colegios electorales, obtuvo sin embargo menos votos populares que su oponente. Pero además el sistema hasta 1965, año en que se dictó la Ley de Derechos Civiles, sistemáticamente negaba el derecho a votar a sus ciudadanos negros. Como antes de entrar en vigencia esa ley federal, cada estado definía quien podía votar, muchos estados discriminaban a los negros mediante la aplicación de arbitrarias pruebas de alfabetismo (los ciudadanos debían saber leer y escribir).

 

Entonces surge la interrogante: ¿han sido democráticas esas sociedades partiendo por la ateniense de la antigüedad a la estadounidense del presente? Sí y no, se podría decir. En efecto, si se aplica un criterio cuantitativo parece “más democrático” que la toma de decisiones políticas sea hecha por una mayor cantidad de personas que a su vez fijan ciertas regulaciones sociales, que sólo por un individuo con poderes omnímodos, a lo más con el concurso de una docena de consejeros, desde ese punto de vista la ciudadanía ateniense reunida en la ágora y procediendo a debatir y votar resoluciones aunque sólo representara a una parte de la población parece democrática en ese contexto particular. Iguales criterios pueden aplicarse para caracterizar el transcurso político de sociedades como la estadounidense y en general las de la mayor parte de occidente. Del mismo modo e incluso con mayor razón, deberían considerarse como altamente democráticas las prácticas de experiencias revolucionarias como la Comuna de París en 1871 o la Revolución Rusa en sus comienzos cuando el poder decisorio estuvo radicado en los soviets de obreros, soldados y campesinos.

 

Siendo la democracia un proceso, entonces cada instancia ha sido en realidad un paso en el avance hacia un ideal democrático que por lo demás es siempre cambiante. Cuando los revolucionarios franceses en el siglo 18 instituyeron los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” ciertamente no estaban usando la palabra “hombre” en el sentido incluyente de humanidad, sino muy explícitamente se estaban refiriendo al género masculino. Cuando Estados Unidos nace como una república democrática, pero al mismo tiempo mantiene la institución de la esclavitud de los negros, muy pocos ven en ello una contradicción.

 

Sin ir más lejos, en Chile en pleno gobierno de la Unidad Popular hubo una manifestación organizada por un grupo de activistas de los derechos de los homosexuales. La respuesta transversal a tal acto fue de sorna y repudio. Obviamente no había aun una conciencia de que los derechos de las minorías sexuales deberían también ser parte de un modo de vida democrático.

 

Hasta hace poco tiempo no había edificios, calles o medios de transporte público que contemplaran el acceso de las personas con alguna discapacidad física. Eso en general, no sólo en Chile o América Latina. Aquí el metro de Montreal, inaugurado en 1966, en la mayor parte de sus estaciones no tiene ascensores para personas discapacitadas o para quienes tienen problemas de movilidad. Recuerdo que en mis tiempos de estudiante en el Pedagógico había un compañero de curso que usaba silla de ruedas, y cuando tenía clases en el segundo piso entre un grupo de sus amigos lo teníamos que subir y bajar. ¿Cómo era posible considerar democrática a una sociedad que no consideraba los derechos de esas personas? Lo cierto es que tales derechos simplemente no figuraban en el radar de la gente entonces.

 

Siendo pues un proceso, la democracia estará siempre en una constante evolución, en la que nuevos componentes y requisitos se irán agregando en la medida que nuevos actores reclamen su derecho a participar. Entendida en el contexto del liberalismo del siglo 18, la democracia es todavía asociada por muchos a los cuatro derechos inalienables reseñados por John Locke: derecho a la vida, derecho a la libertad, derecho a la propiedad y derecho a rebelarse contra leyes y gobernantes injustos (este último, el elemento revolucionario que alguna vez tuvo el liberalismo). La Revolución Francesa y en general el movimiento inspirado por el liberalismo transformó a los “súbditos” en “ciudadanos” y trajo aparejados derechos como el de elegir libremente a gobernantes y representantes, libertad de expresión y de asociación, entre otros. ¿Pero qué hubo de los derechos sociales? Este último es un concepto que se plantea sólo a fines del siglo 19 y se tiende a realizar en el 20, pero parafraseando a Hegel en relación a su idea de la Historia como “progresión en la conciencia de la libertad”, ese camino no es lineal en el proceso democrático tampoco. Hay retrocesos y es lo que vemos desde más o menos la década de los 90 del siglo pasado a nuestros días, incluso con el riesgo de acentuarse una vez que Donald Trump acceda a la presidencia de Estados Unidos. La caída de los socialismos reales o existentes, incluida la Unión Soviética, saludada en occidente como un “triunfo de la democracia”, en realidad fue más bien un triunfo de la economía de mercado. Aunque no se duda que estados como la hoy desaparecida República Democrática Alemana (RDA), podía presentar serios déficits en materia de derechos individuales tal como diseñados por los principios del liberalismo político, por otro lado habían contribuido bastante en materias de derechos sociales: acceso a la educación, a la salud y al empleo, por ejemplo.

 

Los gobiernos socialdemócratas de Europa occidental en la postguerra introdujeron importantes medidas que apuntaban a esos derechos sociales y por lo tanto contribuían a este proceso de construir democracia. Sin embargo si observamos los recortes a servicios sociales y la regresión en materia de redistribución de ingresos que hoy vemos en Europa y en general en muchos países, habrá que coincidir en que el proceso democrático está también en un momento de regresión. Por cierto no es claro adónde ello pueda conducir. Algunos ven similitudes con el ambiente de los años 30 que condujo al auge del fascismo. Por cierto, en algunos círculos de izquierda se ve con más optimismo que este momento esté en verdad incubando el advenimiento de un nuevo ciclo revolucionario. Todo puede suceder en verdad, aunque ciertamente con características nuevas e inéditas también.

 

El mismo Hastie, a quien citaba al comienzo advierte que este proceso llamado democracia “se puede perder fácilmente, pero nunca se lo gana del todo”.  Interpreto esto último desde una perspectiva marxista, como un constante proceso de transformación, un proceso dialéctico en el que una vez que se redefine la democracia en función de las nuevas demandas por acción de nuevos actores sociales que entran en escena, otras nuevas contradicciones van a requerir un nuevo reacomodo de la noción de democracia. No hay pues una democracia definida de una vez y para siempre. O, para terminar con un tono más poético en esto de construir la democracia, “caminante, no hay camino, se hace camino al andar”.

 

 

 

 

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