Los contratos firmados bajo gobiernos entregados a las grandes corporaciones y los dictámenes del FMI, son indelebles. Nada puede cambiarlos. El ministro de Obras Públicas, Alberto Undurraga, admitió que pese a las exorbitantes ganancias de las autopistas concesionadas, el Estado, representado por los gobiernos de turno, no puede hacer nada por modificar las condiciones en las cuales las administraciones de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, principalmente, seguida por la de Ricardo Lagos, ataron unos contratos draconianos entre inversionistas internacionales y los millones de obligados y aborregados usuarios.
Ni Undurraga ni nadie puede alterar esas condiciones, establecidas por aquellos gobernantes, buenas y disciplinadas piezas del capitalismo globalizado. El peaje, hoy digitalizado vía TAG, es tal vez el peor símbolo del control, ya sea público o privado, sobre nuestro derecho de libre circulación. No sólo todos nuestros movimientos están vigilados y registrados. Todos son devengados bajo oscuros contratos suscritos hace ya más de dos décadas en plena fiebre neoliberal. Como ganadores, están las corporaciones rentistas que esperan sentadas tras un escritorio el llenado de sus arcas hasta el fin de su concesión y un Estado que renuncia a realizar inversiones para construir y administrar carreteras.
El modelo ha funcionado, pero escorado y en un creciente desequilibrio, con ganancias para estos afortunados inversionistas que han ganado más que apostadores de casino. Algunos de estos tramos privados han llegado a obtener en el corto tiempo que llevan operando una rentabilidad catorce veces sobre el capital inicial invertido. Por el otro lado, el de los usuarios que entran al peaje cual manada, están las crecientes alzas atadas a los iniciales y coimeados contratos.
La observación de estos procesos, que transcurren absolutamente al margen de los fenómenos sociales, se inscribe en la tendencia del resto de la economía conducida en su casi totalidad por la codicia sin límites de las grandes corporaciones, por una entrega condicionada a turbios favores realizada por los gobiernos neoliberales, hoy y entonces implicados en financiamientos espurios, que explican de manera clara y evidente los beneficios otorgados a éstas y otras empresas. El modelo neoliberal no ha sido sólo una desregulación, un recorte de reglamentos, sino también una negociación entre las elites económicas y políticas en perjuicio de los ciudadanos.
Ante este despojo diario, que se repite desde las autopistas al retail, la banca, los supermercados, la producción de papel higiénico o las farmacias, por sólo mencionar algunos de los casos más recientes, la autoridad mira de brazos cruzados, y no sin complicidad, cómo se trasfiere la riqueza desde los trabajadores y consumidores a los dueños del capital.
Todos los contratos, y en todas las áreas, fueron una entrega que abarca desde los recursos naturales, los trabajadores y consumidores a la ubicua maquinaria del gran capital. Compromisos cerrados bajo el alero de otros mayores, como los tratados de comercio e inversiones suscritos a granel por aquellos mismos gobiernos, cuyo no cumplimiento conduce a los Estados ante cortes internacionales demandados con indemnizaciones millonarias, impiden su modificación. Y todo ello lo sabían muy bien aquellos gobernantes y sus bufetes de bien pagados abogados.
¿Vergüenza? No, desvergüenza y defensa incondicional de estos modelos, que siguen en plena expansión por rutas y calles. No puede matizarse la descarada rentabilidad, y tampoco, dice Undurraga, las forzadas alzas. En esta mezcla alquímica para los inversionistas, y sin duda tóxica para los forzados usuarios, las ganancias continúan y crecen como la espuma. Al primer semestre del año, las autopistas urbanas de Santiago vieron aumentar su rentabilidad en 23 por ciento, periodo en el que tuvieron ganancias por más de 115 millones de dólares. Todo bajo el mismo contrato, del que no se mueve ni una coma.
Paul Walder
Punto Final