Sería por poco previsor, por no usar adecuadamente los artefactos que dan forma y movimiento a su máquina, por alguna falla de fábrica, que las hay en profusión, o, simplemente, por la mala suerte que ataca con mayor saña precisamente a aquellos que dicen que tal no existe.
El caso es que nuestro protagonista está al volante de su vehículo y éste no parte. Para el saludable efecto de la economía narrativa, diremos que se trata de un auto, sabiendo, como sabemos, que vehículos motorizados hay en una gama muy extensa.
Quizás es falta de combustible, se dijo, pero los marcadores electrónicos indicaban que en su estanque había una buena reserva de carburante. E insistía en activar el sistema de partida, pero nada.
Miró a través del parabrisas preguntándose por qué a él le pasaban estas cosas, sin detenerse a pensar que esas cosas les pasan a cualquiera y que las máquinas y sus retobadas, no discriminan respecto de sujetos a los cuales habrán de fallar en el momento en que no debieran.
Quizás su mirada sería para pensar qué debía hacer para resolver su incomoda situación, más aún, tratándose de alguien sin los conocimientos de mecánica como para hacerse de un diagnóstico preciso. Lo que, como sabemos, es la mitad de la solución.
No omitamos observar que siempre, es su naturaleza invariable, una situación de estas, que el vehiculo no funcione, se presenta cuando menos se lo espera. Raro sería que un propietario, o simple conductor de un vehículo motorizado dijera, Creo que ya es hora de quedar en pana.
Variables ante un hecho de esta naturaleza, puede haber muchas, pero la conducta que seguirá un conductor normal, que también los hay, será retirar de inmediato su vehículo del lugar en que quedó inmóvil.
Para el efecto, sin no es el caso que haya una alma caritativa que lo remolque, ni que el hombre, o mujer, para el caso es lo mismo, no esté adscrito a algún seguro o servicio que en estos casos le resuelve los problemas, deberá, por sus propios, medios sacar el vehículo desde donde quedó sin moverse.
Y empujará y empujará y empujará. Es del caso advertir que, para el ejemplo que hay en toda fábula que se precie, que por algo se define como la narración de un hecho inventado de la cual se saca una enseñanza, en este caso, a pesar de los denodados esfuerzos que nuestro protagonista, no es capaz de mover un milímetro su apagado vehículo.
Digamos que se trata de un vehículo liviano, de esos que conforman la mayoría de los que abundan en las calles y que son llamados en inglés City Car, es decir, carros de ciudad, manera siútica para decir auto pequeño, de poca cilindrada y por lo tanto, económico.
Y nuestro protagonista es poseedor de una fuerza que en teoría podría mover un auto de esas magnitudes. No digamos que es un Hércules, sino una persona de talla normal y de musculatura propia del habitante promedio.
Y sin embargo, no se mueve.
Enrojece por el esfuerzo, sin embargo no avanza un milímetro. Suda. Insiste una y otra vez y nada. Se pregunta por qué. Y vuelve a empujar. Y nuevamente nada.
Es que nuestro protagonista no ha caído en cuenta respecto de la condición básica que requiere para que su esfuerzo, incluso menor al que ha hecho hasta ahora, resulte fructífero: debe bajarse de su auto.
Y así fue. Bastó que la misma fuerza que aplicó antes, ahora la hiciera como corresponde para, ahora sí, mover su automóvil.
Entonces, nuestro protagonista concluyó, que no basta con hacer muchos esfuerzos iguales. Es indispensable hacerlos de una manera distinta si se quiere tener el efecto esperado.
Más o menos eso le pasa a la izquierda.