Conozco al hombre de oídas, por vagas referencias de terceros, y de lo poco que sé puedo decir que se ha pasado la vida en una ciudad del norte, que también conozco de oídas y por vagas referencias de terceros. Me cuentan que es una de esas ciudades desarrolladas al amparo de la Gran Minería, y todo lo que crece allí, entre el mar y los cerros del desierto cortados a pique, depende a su vez de la actividad minera. Uno llega a pensar que cuando el cobre se termine todo se hundirá entre el mar y los cerros, donde no hay mucho más que comercio a sobreprecio y vehículos 4×4 comprados sin impuesto de aduanas. Uno llega a pensar que cuando todo se termine esas tierras quedarán como un queso emmental y quienes hicieron los forados se irán a hacer hoyos a otras partes, y quienes no puedan irse tendrán que rebuscárselas como sea, viviendo de los mendrugos y la mendicidad.
Quizás sea siempre así –podría pensar uno–, como la vida de los animales o en realidad mucho peor, sin embargo yo quería decir algo sobre este hombre del que conozco apenas unas cuantas cosas. Partiendo por el hecho de que comenzó a trabajar a los doce años en el puerto y después pasó por varios oficios como aprendiz, y luego, ignoro de qué manera, llegó a instalar una modesta pensión para alojar a trabajadores de la mina y entonces comenzó a irle bien y siguió creciendo, compró un hotel y luego construyó otro más, compró unas cabañas y luego construyó otras más, y hasta aquí, por lo que entiendo, este hombre podría ser un prueba de que el esfuerzo y la perseverancia en el trabajo dan resultados, podría ser una de esas historias de surgimiento que causan orgasmos en ciertas mentes, y sin embargo, por las vagas referencias que me han dado, ésta también podría ser la historia de un hundimiento.
Digo y confieso que conozco muy poco como para hablar con propiedad. Me excuso por ello. Pero sé que este hombre tiene una mujer y varios hijos, la mayoría mujeres, y como buen padre protector ha velado porque a cada una de sus hijas no le falte nada, cubriendo todos los vacíos y resguardando los flancos débiles de su descendencia. Ha hecho lo que haría cualquier padre en su situación, por lo que he oído.
Y el tiempo ha ido pasando, por supuesto. Este hombre se ha cansado del trabajo, ha sentido el peso de administrar las propiedades y lidiar con el personal, con las cuentas, con todo lo que involucra el negocio hotelero que sólo conozco de oídas y al que la verdad no quisiera asomarme. Pero bueno. El cansancio ha venido de la mano con los sueños. El hombre del que hablo se ha ganado el derecho a soñar.
¿De qué estoy hablando? De lo siguiente. Hace algunos años el hombre empezó a construir un yate a motor y vela para circunnavegar el globo. Por lo que he oído estudió cartas de navegación, consiguió libros especializados fuera del país, aprendió a usar un sextante y a calcular la Situación de Estima, también llamada punto de fantasía. Aprendió de los vientos y estudió las corrientes oceanográficas, el cabotaje y también el sabotaje (por las revueltas arriba de los barcos). Se interesó en la Astronomía para conocer la posición de las estrellas. Aprendió a desplegar el velamen y a recogerlo, aprendió de motores y de otras muchas cosas que ni siquiera conozco de oídas. Soñó con dar la vuelta al Cabo de Hornos y al Cabo de Buena Esperanza.
Como tenía tiempo y ninguna prisa, lo construyó lentamente como quien arma un velero dentro de una botella y debe colocar con gran cuidado las piezas con ayuda de una pinza larga. El disfrute de su yate comenzó en el momento mismo de la fabricación, junto con el estudio de los mares del mundo que se había propuesto recorrer en compañía de sus amigos. Esto lo imagino como la culminación de una vida de sacrificios y preocupaciones, no lo conozco de oídas ni por vagas referencias. Lo imagino como la coronación de un sentido para la vida.
Pero bueno. Cuando el yate estuvo casi terminado (digo casi pues al parecer sólo faltaban unos retoques, detalles que no impedían botarlo al mar), el hombre invitó a sus amigos a un corto viaje por el litoral hasta la casa de descanso que había construido en una bahía próxima a la ciudad. Los tres o cuatro hombres se embarcaron y puedo imaginar que iban bebiendo whisky o champán y se echaban a la boca los canapés disfrutando este anticipo de la mayor travesía de sus vidas.
Así fue. En cuanto llegaron a la casa de descanso siguieron bebiendo en la terraza, mirando la bahía donde flotaba el yate a unos cien o doscientos metros de la orilla. Pero el hombre había cometido un descuido terrible. Pues estas embarcaciones, por lo que supe de oídas, poseen unos agujeros en el casco llamados grifos de fondo o válvulas de mar, que sirven para aspirar el agua y así refrigerar los motores, y deben abrirse cuando éstos funcionan y dejarse cerrados cuando se apagan y el barco ha atracado. Este hombre olvidó cerrarlo.
Lo que observó desde la terraza, puedo imaginar, tuvo que parecerse a la muerte. El yate comenzó a hundirse y no hubo cómo impedirlo. Despareció en las aguas azules y hoy debe seguir aherrumbrándose en el fondo del mar, carcomido por la flora y la fauna, por la sal y todos los elementos corrosivos que uno pueda imaginar.
*
Quizás la muerte inmediata habría sido lo mejor para él, pero quién es uno para prescribirle a nadie partir de este mundo. El hombre se enfermó, o quizás la enfermedad ya se había alojado en sus nervios pero se manifestó con más fuerzas. No lo sé. Estamos hablando del Parkinson, no de esa versión más familiar que ataca con unas tembladeras incontrolables y a la vista de los demás parece una expresión de la fragilidad consustancial al cuerpo, sino de una forma del mal que atrofió su musculatura y comenzó a rigidizarla progresivamente, como es del gusto de ciertas enfermedades.
Tengo vagas referencias de lo que sucede hoy. Al hombre se le despertó la adicción por el juego. Como era de esperarse en una ciudad que vive de la Gran Minería, existe allí un casino de juegos donde uno puede ir a gastarse libremente el dinero que rebalsa del cobre. Sucede además que el departamento de este hombre se encuentra a no más de dos cuadras del casino. La enfermedad ha trastornado su rutina de sueño. Duerme poco y a deshora. Pongamos que se si se acuesta a las nueve de la noche despierta a las doce, encuentra a su mujer durmiendo junto a él, intenta acercársele, pero ella lo rechaza desde la fase más profunda del sueño y él concluye que su mujer ya no lo quiere por el hecho de que no lo desea. En cambio a él se le ha reactivado la libido y he oído que una causa podría ser el Parkinson, pero al menos yo no descubro ninguna relación entre lo primero y lo segundo. Quién sabe.
El hecho es que este hombre, rechazado por su mujer con un gesto que ella ni siquiera recordará a la mañana siguiente, decide levantarse y parte al casino. Por si no ha quedado claro, esto sucede todas las noches. Podría irse a pie –apenas dos cuadras–, pero el Parkinson le hace muy ardua la caminata. Toma el auto y el casino le abre sus estacionamientos.
Digamos que hoy por hoy el hombre está despilfarrando su patrimonio. Ya no piensa en su mujer ni en sus hijas ni en un nuevo yate para recorrer los mares. El Parkinson progresa como de costumbre. Sus hijas, entretanto, han pedido a los administradores del casino que no le permitan el ingreso a las salas de juego, pues evidentemente se trata de un hombre enfermo. Pero los administradores o quizás los dueños del casino ponen por delante el derecho a la libre elección. Los informes médicos no son concluyentes como para establecer una prohibición de ingreso, debe ser el interesado quien la solicite por voluntad propia, lo cual por decir lo menos sería como intentar suspenderse en el aire tirándose por los pelos de la cabeza. En eso está su vida, por las vagas referencias que manejo.