Alrededor de las dos y media de la tarde de este miércoles, mientras en Sao Paulo el ex presidente Luis Inacio Lula da Silva terminaba un almuerzo con amigos pidiendo un segundo café, a 400 kilómetros de distancia, en Curitiba, capital de Paraná, el fiscal Deltan Dallagnol, de la Operación Lavado Rápido, detonaba una bomba inesperada.
Ya se sabía que habría una denuncia a ser ofrecida al juez de primera instancia Sergio Moro contra Lula da Silva, acusándolo, una vez más (y sin prueba alguna), de haber sido beneficiado por la constructora OAS. Según tal acusación, Lula, a cambio de favorecer a la constructora, habría sido obsequiado con un departamento de tres pisos en un edificio lujoso en el balneario de Guarujá, a unos 60 kilómetros de Sao Paulo.
Lo que nadie esperaba, para empezar el mismo Lula, era la extensión de la denuncia. Para Dallagnol, joven funcionario con irresistible atracción por las declaraciones estruendosas, Lula era nada menos que el comandante máximo de un esquema de corrupción implantado en su gobierno con el único propósito de perpetuarse en el poder. Palabras contundentes, en un discurso absolutamente politizado, en el cual solo faltó un detalle: pruebas.
Sin ruborizarse ni por un segundo, Dallagnol dijo que las acusaciones se debían a datos e indicios, sin mencionar ni unos ni otros.
Para dar más énfasis al espectáculo ofrecido a la prensa, Dallagnol exhibió la imagen de una especie de gran sistema solar, en el que todos los casos apuntaban hacia el centro de la ilustración: Lula.
La denuncia fue hecha poco después del término, en Sao Paulo, de una reunión del Consejo Político del PT, integrado por militantes del partido y por representantes independientes, en la cual se reiteraron las advertencias relacionadas con las jugadas jurídicas que incidirían sobre Lula da Silva, con el clarísimo objetivo de inhabilitarlo para las elecciones presidenciales de 2018.
Se mencionó, repetidamente, la realización de la conferencia de prensa convocada por Dallagnol y otros jóvenes fiscales, y que sería el nuevo paso de la campaña contra Lula en la justicia cada vez más politizada. Nadie, sin embargo, esperaba algo tan fuerte.
Luego de la reunión, Lula eligió una mesa separada para almorzar con dos amigos y un integrante del Consejo. Comió poco, pidió agua sin gas y eligió milhojas de postre. En un clima de confianza y camaradería, oyó de cada uno de sus interlocutores la sensación provocada por el golpe institucional que liquidó el mandato de Dilma Rousseff, y confesó que, a semejanza de los otros tres, está profundamente entristecido con el escenario que vive el país.
Dejó absolutamente clara su intención no sólo de presentar resistencia y oposición permanente al gobierno de Michel Temer, sino también su disposición de promover la urgente renovación en el PT y ofrecer alternativas concretas a las políticas de profundo retroceso que impondrá el nuevo gobierno.
Parecía calmado y dispuesto. Sin embargo, al saber de la extensión de la denuncia ofrecida, y cuando le informaron que su esposa, Marisa Leticia, y uno de sus más íntimos amigos, Paulo Okamoto, presidente del Instituto Lula, también habían sido denunciados, se irritó profundamente.
Sergio Moro, el polémico juez de provincias que es idolatrado por la derecha brasileña y por los medios hegemónicos de comunicación (aliados esenciales al golpe institucional), tiene cinco días para decir si acepta o no la denuncia del Ministerio Público.
La saña mesiánica del juez, que actúa mucho más como acusador que como magistrado, indica que –a menos que ocurra algo imprevisto– la denuncia será aceptada. Transformado en reo, Lula da Silva será llamado a prestar declaración. La condena se considera inevitable.
Si se confirma, Lula podrá recurrir a una segunda instancia. Los antecedentes muestran que esa segunda instancia suele confirmar (97 por ciento de los casos) la sentencia del juez Moro.
Eso no significa necesariamente que el juez ordene su prisión. Pero implica su inhabilitación para contender en las elecciones de 2018.
No hay prueba alguna contra el ex presidente. El inmueble mencionado (que, a propósito, queda en un edificio de clase media, en un balneario decadente) está a nombre de la constructora OAS, implicada en un sinfín de denuncias de sobornos y desvíos de dinero público, especialmente en la estatal Petrobras.
La defensa fue documentada con creces por Lula: él y su esposa efectivamente compraron un departamento en construcción. Cuando el edificio estaba prácticamente listo, la constructora decidió hacer una reforma en el piso reservado (y pagado en cuotas) por Lula.
A última hora, la pareja desistió del inmueble, que fue devuelto a la constructora, siguiendo una de las cláusulas del contrato de venta.
Todo está documentado. Y más: Marisa Leticia reclama, en la justicia, la devolución del dinero que la pareja pagó a la constructora.
Sin embargo, nada de eso importa: al fin y al cabo, dicen los abogados del ex presidente, la conducta política tanto del juez Moro como del fiscal Delton Dellagnol es parte de algo mucho más ambicioso: impedir que Lula intente volver al poder y, de paso, demonizar al PT.
En cinco días, o quizá menos, se sabrá.