Mi padre, Oscar Pizarro, era miembro de una de las cinco organizaciones que se unieron para formar el Partido Socialista en el año 1933. Su nombre aparece en el acta de fundación, como se muestra en el libro de Julio Cesar Jobet. La militancia de mi padre permitió que conociera a Salvador Allende en torno a la campaña presidencial de 1958, en mi casa del barrio Club Hípico, cuando yo era estudiante del Liceo de Aplicación.
Pero, en realidad, tuve un contacto más directo con el Presidente Allende en octubre de 1971, con ocasión de un seminario sobre la transición al socialismo, en la experiencia chilena. El Centro de Estudios, que yo dirigía, invitó a Paul Sweezy, economista norteamericano, director de la revista Monthly Review, Rossana Rosana, resistente antifascista y fundadora de la revista Il Manifesto y a Lelio Basso, destacado intelectual y dirigente del socialismo italiano.
Al término de nuestras actividades, el Presidente Allende nos invitó a almorzar a La Moneda. Me pidió le contara sobre el trabajo realizado. Le dije que las ponencias y discusiones habían sido exitosas y un aporte para el proceso que vivíamos en nuestro país; sin embargo, le representé mi preocupación porque el diario Puro Chile había criticado duramente algunas opiniones de nuestros invitados, otorgándoles el “Huevo de Oro”. Sin dudarlo un momento me dijo lo siguiente: “Roberto, no te preocupes. Yo también he recibido el Huevo de Oro, por críticas a iniciativas que he impulsado. Nunca debes olvidar que la vía chilena al socialismo, se caracteriza por la más irrestricta libertad de prensa y que nuestro país debe ser un ejemplo de funcionamiento pleno de la democracia”.
Lo que me dijo Allende en esa oportunidad simboliza la visión del socialismo que quería para Chile. Crear una nueva sociedad en democracia y con libertades ampliadas en favor de todos los ciudadanos en que los chilenos pudiesen satisfacer sus necesidades materiales y culturales, asegurando a cada familia, hombre, mujer, joven y niño los mismos derechos y oportunidades en la vida.
Allende trascendía el pensamiento de su época. Mientras la guerra fría dividía al mundo y las empresas norteamericanas habían expoliado nuestras riquezas básicas, el Presidente pudo convencer y comprometer a toda la clase política para nacionalizar las minas de cobre, mediante una ley en el Parlamento.
Por otra parte, mientras la revolución cubana empujaba a las juventudes latinoamericanas a adoptar la lucha armada para transformar las estructuras oligárquicas, Allende insistía en sustituir el capitalismo por el socialismo sin violencia, mediante el ejercicio pleno de las libertades democráticas y el respeto a los derechos humanos.
Transformar radicalmente, pero en el marco de las instituciones vigentes. Reconocía en Fidel Castro un ejemplo de lucha, pero no asumía sus métodos. Precisamente a ello se refiere Allende en su entrevista con el periodista Julio Lanzarotti:“Yo he dicho al país que mientras sea Presidente habrá elecciones. Ha habido cinco elecciones complementarias y una elección general y nadie ha reclamado”. Y agrega en otro párrafo “….este país es uno de de los países en que hay más libertad de reunión, de información, de asociación y de prensa. Y le puedo afirmar categóricamente que la democracia funciona ampliamente…”.
En el Pleno Nacional del PS, el 18 de marzo de 1972, cuando los socialistas endurecen sus posturas el Presidente Allende llama a la razón. Rechaza los conceptos leninistas ortodoxos sobre el Estado, desplegando argumentos teóricos y prácticos sobre la vía chilena al socialismo: “No está en la destrucción, en la quiebra violenta del aparato estatal el camino que la revolución chilena tiene por delante. El camino que el pueblo chileno ha abierto, a lo largo de varias generaciones de lucha, le lleva en estos momentos a aprovechar las condiciones creadas por nuestra historia para reemplazar el vigente régimen institucional, de fundamento capitalista, por otra distinto, que se adecue a la nueva realidad social de Chile.”
Allende es perseverante en su lucha por la transformación y también en defensa de la democracia. Construir una nueva sociedad en que impere el pluralismo, las libertades individuales, las elecciones, pero con los mismos derechos para todos y en la que los trabajadores participen en las decisiones del país. Por ello es que durante los mil días de la Unidad Popular la democracia y las libertades públicas se potencian como nunca había ocurrido en la historia republicana. Las libertades de reunión, de opinión y de prensa, alcanzaron su máxima expresión; periódicos, radios y canales de TV de variado tinte político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda; trabajadores, que nunca antes habían podido manifestarse, multiplicaban los sindicatos y hablaban de igual a igual con los patrones, exigiendo sus reivindicaciones y aportando a las decisiones de las empresas; estudiantes que participaban en el destino de sus universidades, con los mismos derechos de las autoridades académicas; campesinos que se organizaban y reunían libremente para acceder a la propiedad y cultivo de la tierra; y, mujeres y hombres en los barrios que se organizaban en juntas de vecinos.
No eran sólo las libertades de la democracia representativa las que se desplegaban en el país, sino que era mucho más. Se abría en Chile una democracia que potenciaba la participación de todos los ciudadanos, y que con formas directas incorporaba a la construcción del país a los que antes se encontraban excluidos. Libertades, muchos más libertades anhelaba Allende para los chilenos. Allende no quería un partido único, una prensa uniforme, ni un estado monolítico. Por el contrario, anhelaba que florecieran mil flores, que las opiniones fuesen variadas, que se abrieran las oportunidades para los jóvenes, las mujeres y las de todos aquellos que por décadas habían sido explotados y reprimidos por un sistema injusto.
El 11 de septiembre de 1973 se clausuró un ciclo de largas décadas de lucha y auge del movimiento popular en que la clase obrera, los campesinos, los intelectuales y la gente humilde de nuestro país fueron derrotados. Los errores propios y la resistencia de los dominadores, nacionales y extranjeros, impidieron que se materializaran los anhelos de Allende y del pueblo de Chile.
Sin embargo, la experiencia de los tres años de la Unidad Popular y la figura de Salvador Allende se han instalado en la memoria colectiva y no podrán ser borrados de la historia. Nuestros hijos y nietos sabrán que hubo una vez un hombre que llenó de dignidad a Chile, que nos engrandeció con su lucidez política y que nos estremeció con su valentía. Los asesinatos, el exilio, la represión y el neoliberalismo no podrán borrar de nuestra memoria que en los mil días de la Unidad Popular, los obreros, los campesinos, los jóvenes y los desamparados pudieron expresarse con plenitud, hablar de igual a igual con los dueños del capital y desafiar a aquellos que por siglos habían usufructuado de la riqueza y el poder en nuestro país. Ese periodo de felicidad no será olvidado. Y se lo debemos a Salvador Allende.
No sólo los humildes de nuestro país sino los demócratas del mundo entero reconocen en Allende al líder que se propuso transformar a la sociedad chilena por medios pacíficos y respeto a las libertades públicas. El pequeño país que en el extremo del mundo quiso construir una sociedad más igualitaria se conoció en los lugares más recónditos de la tierra, gracias a la consecuencia, dignidad y valentía de un verdadero demócrata y revolucionario. Ello explica en gran parte el aislamiento internacional de Pinochet.
Lamentablemente, las transformaciones en favor de la igualdad, la libertad y el desborde de alegría popular que caracterizaron el gobierno de Allende terminaron abruptamente y no sólo por el golpe de Estado. El sistema político excluyente y el modelo económico de desigualdades instaurado por Pinochet han hecho retroceder a nuestros país en muchas décadas.
Unos pocos grupos económicos han monopolizado la riqueza que producen todos los chilenos y además han capturado a la clase política. Las desigualdades en la salud, la educación y la hegemonía del pensamiento de los poderosos se manifiestan a diario en las filas de los hospitales, en el deterioro de las escuelas, en universidades que educan en la ignorancia y en una prensa que informa sólo lo que interesa a la clase dominante para su reproducción. Por otra parte, con la mitad de la población excluida de las elecciones y con una juventud que rechaza el actuar de los dirigentes, no hay participación ciudadana en los asuntos públicos y las protestas adquieren formas anárquicas y violentas.
Los que tuvimos la fortuna de conocer los esfuerzos de Salvador Allende por transformar la sociedad probablemente comprendemos más que las nuevas generaciones la tragedia que significó su derrocamiento. Se podrá discutir en torno a los errores del gobierno de la Unidad Popular. Pero, lo indiscutible es que Salvador Allende estuvo siempre del lado de los trabajadores y de las libertades de los chilenos. Los grandes intereses internacionales y nacionales no aceptaron retroceder en el control absoluto del poder, comprometiendo a los militares en la sucia tarea de restaurar la injusticia.
Nuestra tragedia no han sido sólo los asesinatos, la tortura y el exilio que impuso la dictadura luego del derrocamiento de Salvador Allende. La gran tragedia ha sido que la misma generación política que luchó en favor del proceso de transformaciones de la Unidad Popular, terminó administrando el régimen político de injusticias y el modelo de desigualdades que instaló el dictador Pinochet. En consecuencia, todo indica que las anchas alamedas para construir un país digno y decente sólo las abrirán las generaciones venideras.