Noviembre 17, 2024

El pijama de Balmes

Balmes llegó por estos lados a los 12 años, en el Winnipeg,  y se fue recién a los 89. Partió por una pulmonía de agosto, a lo chileno. En su patria de origen, Cataluña, los agostos son calurosos.

 

 

Será el más grande en el cementerio del Totoral, en una colina desde la que, con algún esfuerzo se ve el mar, a unos cinco kilómetros de la costa, y que les sirve de pequeño y suave contrafuerte a Punta de Tralca e Isla Negra. Un pequeño cementerio al lado de una diminuta iglesia de adobe, pintada de rojo, construida bajo el mandato reaccionario de Marcó del Pont, hace doscientos años. Una reluciente escuelita de campo, a una cuadra del cementerio. Y partiendo del cementerio hacia Algarrobo, por el interior, un camino adornado de eucaliptus, el más lindo de la región central.

Casi con seguridad quedaremos al lado del gran pintor, uno de los más grandes de esta parte del mundo. Mi familia compró a los curas un pequeño y barato terrenito de 2×3 allí y en el próximo tiempo lo habitaremos para siempre. Vamos a arreglarlo ahora que llegó al barrio este vecino tan destacado.

Por Pinochet, la desesperación y la fortuna, Balmes y yo, Balmes y mi pequeña familia pocos días después, estuvimos muy juntos en la residencia del embajador de Honduras en Chile, protegidos, a fines de septiembre de 1973, hace ahora 43 septiembres.

El pintor tenía en ese entonces 46 años y era un caballero republicano y comunista.

El embajador tuvo la bondad de replegarse, con su familia, al segundo piso del chalet de Américo Vespucio Norte y dejar el primero y el subterráneo para los que buscaban asilo. En el primero había, entre otras piezas, un living, sin camas por cierto, donde fueron aceptados Balmes, Pedro Durán (un joven y destacado socialista en ese entonces) y el que relata.

Un veinteañero (Durán), un treintañero (yo) y un caballero cuarentón (Balmes). Mi familia vivía su accidental y peligrosa aventura en colchonetas, en el subterráneo.

No podíamos movernos del chalet; una pareja de carabineros custodiaba el portón de la embajada, disparaba cuando lo creía conveniente y consideraba como enemigos en guerra a todos los que allí habíamos solicitado protección. A un asilado se lo llevaron cuando salió un metro a depositar basura cerca de los carabineros. Hubo un fuerte temblor en esos días pero nadie pudo moverse. Fue de noche. Las luces represivas iluminaron el cielo de la embajada y sonaron algunos disparos. Un bus de carabineros trasladaba las guardias del lugar, afortunadamente a la misma hora todos los días.

Recuerdo la primera noche que pasamos juntos Balmes, Durán y yo.

Junto a respetables muebles del living unas cuantas alfombras nos sirvieron de cómodas camas, en el suelo duro y acogedor.

Durán y yo nos echamos uno en cada una. Vestidos como estábamos y cubiertos con chaquetones. Todos los días, claro, pasábamos al baño correspondiente.

Balmes no. El pintor sacó de un maletín sus útiles para afeitar y un pantalón y chaqueta de pijama. Se despojó de su ropa de día y se colocó ordenadamente su pijama. Se sentó y luego se acostó en una alfombra, a un par de metros de nosotros, y se tapó con otra, más delgada, para él una especie de colcha. Buenas noches, dijo, y cada uno para su sueño, si podíamos. Él era la tranquilidad misma.

Todas las noches que dormimos juntos, unas veinte o treinta, Balmes durmió en pijama.

Conversamos mucho, reafirmaba las posiciones de su partido desde el arte y la caballerosidad y desconfiaba de muchos “demócratas”, incluso de Nemesio. En Santiago y el país continuaban los crímenes. Eran los días del asesinato de Víctor Jara, de las torturas a Neruda (lo hayan asesinado o no) de la prisión de Luis Corvalán, de la Caravana de la Muerte.

Una de esas noches fue su última noche con nosotros. No usó el pijama. Poco antes de la hora normal de nuestro descanso nos contó, muy escuetamente, que su joven esposa de siempre le había traído, de día, y burlando la guardia de carabineros, el recado de la dirección de su partido: debía salir de la embajada y cumplir otras misiones.

Un abrazo de compañeros.

Salió a la noche de Vespucio Norte,  caminó solo por la vereda poniente, con toque de queda y casi nadie en la calle, salvo los guardianes de Pinochet, y se escurrió hacia el peligro de un país azotado por la furia anticomunista. Era una boca de lobo cada vez más boca de lobo.

Nos dejó muchos recuerdos. Un dibujo de mi hijo mayor, con el que conversaba tardes enteras, y su enseñanza del carioca, su amable caballerosidad, además por cierto de su humanidad, su hidalguía, su cultura y su tremenda disciplina comunista.

Durán pudo salir desde la embajada a París (hoy, por casualidad, está allí cumpliendo una misión diplomática). Mi familia y yo salimos a Lima, donde nos asilamos. Y Balmes, después de un tiempo, volvió a asilarse en la misión de Francia. Cuando su partido lo estimó.

Más tarde, aquí y en el mundo, sus trazos firmes, sus negros y rojos, sus brochazos, su muerte y su sangre, en una denuncia comparable a la de Goya y a la de Picasso.

Ahora y en algunos años dormiremos para siempre vecinos, tratando de ver el mar de Isla Negra. Quedaremos a 25 metros, no más. El martes 30 lo despedimos en la pequeña iglesia del Totoral, en una misa con un cura que lo bien trató como un antiguo feligrés y luego en una ceremonia en torno a su nueva casa en el cementerio adyacente, con unas 70 personas, flameantes banderas rojas y una Internacional que, creo, resonó brillante por primera vez en ese camposanto. Hubo un lindo día de sol, en este invierno primaveral.

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