Dentro de dos o tres días, y a menos que ocurra algo inesperado e improbable, Dilma Rousseff, relecta en octubre de 2014 con 54 millones de votos, tendrá su mandato popular liquidado por decisión de al menos 54 de los 81 senadores brasileños. El golpe institucional abierto por el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, apartado de su puesto por orden de la Corte Suprema gracias a sus reiteradas travesuras en su única verdadera especialidad, la corrupción más deslavada, se habrá consumado. Cunha, a propósito, sigue libre: será juzgado por sus pares cuando la farsa haya terminado. Mientras, esgrime su arma favorita: amenaza con decir todo lo que sabe, y lo que sabe tiene fuerza para destrozar a la mitad de los integrantes del Congreso brasileño.
Para completar el cuadro y determinar el ambiente, el pasado viernes la Policía Federal anunció, con pompa y circunstancia, que había denunciado por corrupción pasiva, lavado de dinero y ocultamiento de patrimonio al ex presidente Lula da Silva, su esposa, Marisa Leticia, y otras tres personas.
La misma Policía Federal, que en Brasil tiene funciones similares a las del FBI estadunidense, había divulgado, hace pocas semanas, el informe preliminar sobre las investigaciones relacionadas a un departamento que supuestamente sería del ex mandatario. En el informe no aparecía el nombre de Lula ni de su esposa.
Es una historia conocida: la acusación indica que Lula sería el verdadero propietario del inmueble que fue refaccionado por una de las constructoras involucradas en escándalos de coimas y desvío de recursos públicos. Lula admitió haber adquirido el departamento en la etapa de construcción, y que luego desistió del negocio. Sus abogados requieren, en la justicia, la devolución de lo que fue pagado. El inmueble devuelto ha sido puesto en venta por los constructores.
Nada de eso importa: ahora le tocará a la justicia decidir si transforma a Lula y doña Marisa Leticia en reos. El estrago político, sin embargo, está hecho.
Sobra decir que los medios brasileños, pilares esenciales del golpe, abrieron ahora el inmenso espacio que no dieron cuando se conoció el informe preliminar, que no mencionaba a Lula. También se olvidaron de levantar sospechas sobre las razones para esa súbita alteración que, no por casualidad, coincide con la etapa final del golpe institucional en curso.
Desde el pasado jueves desfilaron por el pleno del Senado los testigos de acusación y defensa. Al fin y al cabo, es esencial preservar las apariencias, insinuando que todo trascurre dentro de los preceptos constitucionales y democráticos.
Sometidos a pesadas preguntas de los senadores, los testigos de defensa no hicieron más que confirmar, con argumentos sólidos, lo ya sabido: Dilma Rousseff no cometió crimen de responsabilidad. La Constitución brasileña determina que un mandatario electo por voto popular sólo puede ser destituido por este delito. Pero para los senadores brasileños, sobran razones para librarse de Dilma Rousseff y hacerse con el poder que las urnas les negaron en las cuatro últimas elecciones presidenciales.
Entre los senadores, más de uno, para asombro de los lúcidos, pidió que se apresurasen las preguntas y respuestas, una vez que todos tenían consolidada su convicción. O sea: no importaba lo que se demostrase, la presidenta estaba destituida, y las formalidades no eran necesarias.
Tanta prisa tiene claras razones: cada día surgen nuevos indicios robustos de que a menos que se suspendan las investigaciones, el todavía interino Michel Temer y las principales estrellas de su constelación tumbarán por el viento las denuncias.
Todo eso pasa frente a la indiferencia de la opinión pública, anestesiada por los medios de comunicación, en especial los controlados por Globo (revistas, diarios, emisoras de radio y televisión).
Ocurre ante la pasividad bovina de las instancias superiores de justicia. El presidente del Supremo Tribunal Federal preside, por determinación constitucional, el juicio en el Senado. Sigue rigurosamente el guión de la farsa, mientras discute con los senadores el aumento de los sueldos de los funcionarios de la justicia.
Los efectos de las políticas anunciadas por el gobierno que está a punto de tornarse efectivo se harán sentir a corto plazo, y serán especialmente duros para las clases que supieron beneficiarse de los programas implantados a lo largo de los últimos trece años, a partir de la llegada de Lula da Silva a la presidencia en 2003.
Nada de eso, importante, es llevado a debate con la opinión pública.
Liquidado el mandato de Dilma Rousseff se abre la temporada para que se alcance el verdadero objetivo del golpe: eliminar a Lula da Silva del escenario político brasileño, y asegurar, a las oligarquías de siempre, el retorno al poder.
Que la Policía Federal lo haya indiciado sin pruebas ha sido el primer paso. El próximo podrá ser entregarlo en bandeja de plata a la saña persecutoria de un juez provinciano de primera instancia.
Más que de brumas, los tiempos que se abren sobre mi país son de vergüenza. La historia sabrá juzgar a los farsantes, a los traidores, a los indecentes. Pero será demasiado tarde para corregir sus ruindades.