Tras una breve negociación y unos gestos más bien retóricos e inútiles, el salario mínimo subió desde el 1º de julio a 257.500 pesos mensuales, para alcanzar de manera escalonada a 276 mil en enero de 2018. Un aumento marginal de sólo tres por ciento, descontada la inflación, que sella y consolida una discusión instalada y pactada durante todos los gobiernos neoliberales.
El debate del salario mínimo, un rito vacío de tres patas que se realiza entre el gobierno, las cúpulas sindicales y los parlamentarios como señal de su aparente impronta social y laboral, ha mostrado nuevamente su real sentido y objetivo. El salario mínimo, número y estadística, es un piso salarial no orientado a los trabajadores sino al capital. La mesa de tres patas es en la realidad un enclenque taburete entregado a la decisión empresarial. Como resultado, una discusión artificial para sostener las tasas de ganancias y la desigual distribución de la riqueza.
En esta falsa discusión todos los gobiernos han quedado atrapados en su doble discurso. Las pocas oportunidades reales de pulir las enormes desigualdades se desprecian bajo el instalado ritual de los equilibrios macroeconómicos, la viabilidad de las pymes y los niveles de empleo. Una supuesta racionalidad económica. Tras ello, un millón de personas (aproximadamente el doce por ciento de la fuerza de trabajo) continúa en la base de la pirámide viviendo con escasos 257.500 pesos mensuales.
La racionalidad económica es un factor ideológico. Si comparamos el salario mínimo chileno con otros países de la OCDE de similar ingreso per cápita, en todos los casos el nacional es más bajo. No es una comparación con países socialistas, sino capitalistas sin programas políticos especialmente inclusivos que estiman que al elevar desde abajo, todo el sistema logra un estímulo.
LAS FALSEDADES DETRAS
DE UN ALTO PIB
El problema de la desigualdad en Chile es la clásica contradicción entre el trabajo y el capital. Cálculos recientes de la Fundación Sol conforman una estructura de ingresos entre los asalariados que parece no tener relación alguna con el país que ostenta un ingreso per cápita de más de 23 mil dólares anuales (o 15,4 millones de pesos), un guarismo que repartido de forma matemática entre toda la población da una idea de la riqueza total alcanzada durante los últimos años.
A partir de este ejercicio numérico, las cifras del salario mínimo y de la Fundación Sol parecen registrarse en carriles distintos al país de la OCDE que Chile ostenta ser. El millón de personas que gana el ingreso mínimo conforma un piso que ejerce una fuerte gravedad sobre el resto de los salarios. Ello queda bien demostrado en estos estudios al constatarse que una gran proporción de los ingresos de los trabajadores están muy cerca del mínimo. Un informe de finales de 2015 concluye que la mitad de los asalariados gana menos de 305 mil pesos, siete de cada diez menos de 450 mil pesos líquidos y sólo el 15 por ciento gana más de 750 mil pesos. En esta misma estructura piramidal se puede observar que sólo el nueve por ciento gana más de un millón de pesos. Y si se sube más en la pirámide, ésta se adelgaza cada vez más en el número de personas pero se engrosa en ingresos. Aquí ya no hay salarios, sino riqueza y capital. Cuando Thomas Piketty estuvo en Chile, el economista francés que más ha hablado y escrito sobre la desigualdad en los últimos años, no ocultó su sorpresa por los niveles de concentración que ha alcanzado este país: la participación del uno por ciento más rico sería cercana al 35 por ciento de la riqueza nacional, el nivel más alto del mundo, superior incluso a Estados Unidos.
Estos efectos de las políticas neoliberales conforman la estructura del Chile que hoy conocemos. Una realidad evidente, que organismos como la OCDE ponen de relieve. El informe de este organismo de noviembre pasado coloca la desigualdad como el gran problema nacional. “A pesar del fuerte crecimiento económico, Chile sigue siendo una sociedad altamente desigual en cuestión de ingreso, riqueza y educación. La desigualdad va pasando de una generación a otra, reduciendo las posibilidades de ascender en la escala social”.
LAS PEORES CIFRAS DE LA OCDE
Sobre esta base, la OCDE elaboró el demoledor informe, que se extiende a todas las facetas de nuestra vida económica y social. Es la estructura misma del modelo económico sobre el que se ha levantado la sociedad la que espanta a los investigadores de este documento.
Chile es desigual desde su base hasta sus ramas. Desde el trabajo, cuya “dualidad” sigue generando una distribución de salarios muy desigual, a la participación de la mujer en la fuerza laboral, mucho más baja no sólo respecto a la OCDE sino al resto de América Latina. La educación, factor clave, reproduce todas las inequidades. El informe, al respecto constata lo que ya sabemos: en Chile “la tasa de estudiantes matriculados es elevada, si bien la calidad de la educación es desigual”. Así es como en Chile, “a pesar de los avances significativos experimentados en las últimas décadas a la hora de atraer un mayor número de estudiantes al sistema educativo, los resultados siguen situándose por debajo de la mayoría de los países de la OCDE. El estudiante promedio chileno cuenta con un puntaje en PISA -en áreas como lectura, matemáticas y ciencias- muy inferior al promedio de la OCDE, y obtiene uno de los puntajes más bajos de la OCDE”.
La fusión y análisis de éstas y otras variables conduce a concluir que “los estándares chilenos en materia de distribución son los peores de la OCDE. Aunque la pobreza se ha reducido en gran medida, la desigualdad expresada por el coeficiente de Gini (de 0,5) después de impuestos y transferencias sigue siendo la más alta de la OCDE”, incluso después de México y Turquía. Dentro del informe se afirma que el diez por ciento más rico supera en promedio en 26 veces el ingreso del diez por ciento más pobre.
INJUSTICIAS NATURALIZADAS
La desigualdad en Chile se ha naturalizado, es parte del sustrato ideológico de una cultura individualista de mercado inoculada a la población a través de los medios de comunicación funcionales al empresariado. Tras décadas bajo este bombardeo ideológico gran parte del inmovilismo social de la sociedad chilena durante los años de la transición responden a la eficiencia de estos mecanismos. Sólo desde esta década, con las evidentes emergencias de las contradicciones en todas las expresiones económicas, se extiende un nuevo discurso que ha comenzado a desarmar los conceptos otrora ritualizados del modelo neoliberal.
Es sobre esta realidad mental, esta injusticia levantada cual parte de la naturaleza, que cada año el debate sobre el salario mínimo sea un mero trámite acotado a tecnócratas, sindicalistas y políticos que no pone en su verdadera dimensión la impudicia de estas diferencias.
De este modo, podemos continuar agregando más y más datos que nos confirman esta realidad llena de distorsiones económicas y sociales que ponen a este país como la nación más desigual del mundo. En Chile, el primer quintil más pobre no llega al cuatro por ciento de los ingresos totales, en tanto el quinto quintil, el más rico, obtiene casi el 60 por ciento, lo que obviamente determina la capacidad de consumo en una sociedad que cada vez más ha puesto todas sus actividades y servicios bajo el mercado. En Chile, cuando se habla de consumo no es una referencia a la capacidad de compra de bienes, sino de servicios tan básicos como la salud y educación, actividades lucrativas controladas por grandes grupos económicos locales y transnacionales.
Esta abismal brecha en los ingresos ha llevado a crear una cúpula económica y política que forma aquel quinto quintil, como es el caso de los empresarios y ejecutivos de empresas públicas y privadas. Un primer mundo que se alimenta del tercero, como un campo de golf en medio de un páramo.
Un estudio más o menos reciente estableció que los gerentes de empresas chilenas tienen el más alto nivel de compra comparado con sus pares latinoamericanos, con un ingreso promedio cercano a los cuatro millones de pesos. Estos cargos pueden llegar a un promedio superior a los siete millones mensuales en las empresas grandes y a cifras cercanas a los quince millones, para los ejecutivos más altos de las grandes compañías. Y si este es el salario de los gerentes y administradores, en los dueños del capital, los directores de empresas, los números se suman a destajo para superar la imaginación de cualquier trabajador chileno que gana un promedio de 300 mil pesos. Con estos números, con estos beneficios, la defensa a rajatabla por esta elite del modelo neoliberal queda explicada.
REBAJA A LAS ESCUALIDAS PENSIONES
Otro efecto del modelo neoliberal instalado durante la dictadura es el sistema individual de pensiones administrado por grupos económicos. Si las pensiones que en este momento reciben los jubilados son de un vergonzoso promedio de 207 mil pesos mensuales, inferior a un salario mínimo, desde este 1º de julio éstas bajarán 2,1 por ciento. El motivo anunciado por la Superintendencia de Pensiones y la Superintendencia de Valores y Seguros es el cambio en las tasas de mortalidad y expectativas de vida. Como las personas viven más años, el monto ahorrado para la pensión individual deberá prorratearse por más tiempo, por lo que cada cuota se reduce.
En el extremo que concentra el poder y la riqueza este proceso goza de una dinámica inversa. Así es como pese a las expectativas de menor crecimiento de la economía, que ha tenido como efectos despidos masivos, con una tasa actual de desempleo del 6,8 por ciento, las grandes corporaciones disfrutan de altas ganancias aumentando los índices de concentración de la riqueza. Al primer trimestre de este año, en un escenario que las cúpulas empresariales no se cansaron de calificar de sombrío, las principales sociedades anónimas incrementaron sus utilidades en un 43 por ciento. Esta alta rentabilidad empresarial en tiempos de desaceleración económica (el producto nacional creció un escaso 2,1 por ciento en marzo y apenas 0,7 en abril) confirma la relación que mantiene el aparato político, la institucionalidad estatal y el mercado, controlado por las grandes corporaciones. Una relación modelada, desde siempre, por el gran sector privado.
Los parlamentarios que aprobaron elevar a miserables 257 mil pesos el salario mínimo desde julio, son también otra expresión de esta desigualdad. La política, convertida en una casta que legisla a favor de las grandes corporaciones y otros poderes, mantiene inalterables sus dietas pese a las protestas de la sociedad civil. Actualmente un senador recibe unos 19 millones de pesos mensuales entre dieta y diversas asignaciones, que en el caso de los diputados llega a unos nueve millones.
A partir de 2017, con la entrada en vigor del nuevo sistema electoral proporcional, el número de parlamentarios aumentará en 47, pasando la Cámara a tener 155 diputados y el Senado 50 senadores. Según cálculos de la Biblioteca del Congreso, el incremento significará un gasto total para el Fisco de casi 15 mil millones de pesos anuales. Dos mundos que conviven en un mismo país.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 855, 8 de julio 2016.