El tema de la corrupción, tema de varias aristas, ha sido y será relevante para comprender la trayectoria de los gobiernos progresistas del siglo XXI.
La mediatización de la política que es característica de nuestras sociedades, supone que la aparición de los hechos de corrupción, y su instrumentalización mediática tiene importantes repercusiones sobre los procesos políticos. A los medios les sirve exponer y construir los escándalos de corrupción, no sólo porque esto les permite pautar la agenda pública, aumentando su influencia política sobre la sociedad, sino porque las secuencias de escándalos dejan a los políticos a merced de los medios y aumentan la audiencia de éstos. Cuando el debate público se reduce a la distinción entre “honestos” y “corruptos”, son los medios los que obtienen rédito directo y los políticos con vocación transformadora quedan subordinados a una lógica que beneficia a los que trabajan para la reproducción del orden establecido.
Ahora bien, debemos decir que ha habido tres procesos que han experimentado dificultades en sus posibilidades de dar respuestas a la corrupción que se encontraba en sus elencos gubernamentales: Venezuela, Argentina y Brasil. Quizás no casualmente, sea en aquellos países donde más han avanzado proyectos opositores, y que en los dos últimos casos desde los Ejecutivos esbozan ya un nuevo “desarrollismo conservador” que pretende revocar el legado de estos gobiernos.
En Argentina, las múltiples denuncias que existen sobre el kirchnerismo y los hechos que hoy emergen a la luz sin dudas han debilitado el proceso político, permitiendo su cuestionamiento “in toto” por las fuerzas opositoras, incluyendo sus políticas sociales acertadas, así como colaborado para el triunfo de Mauricio Macri en noviembre pasado. Actualmente, los escándalos de corrupción del gobierno anterior vienen a legitimar el relato de la Alianza Cambiemos que impugna la experiencia kirchnerista en su totalidad y justifica el ajuste como resultado de una “pesada herencia”.
En Venezuela, las numerosas denuncias sobre la corrupción existente en el chavismo y la existencia de una “burguesía bolivariana” enquistada en el poder colaboraron para el triunfo legislativo opositor de la Mesa de Unidad Democrática en el pasado diciembre. Así también, en Brasil, la operación Lava Jato, en la cual se encuentran involucrados políticos y empresarios de todo el espectro, sin dudas generó una ola de “indignación ciudadana” que pudimos ver con las múltiples manifestaciones contra Dilma Rousseff, que contribuyeron para dar apoyo popular al proceso de su destitución que se produjo recientemente.
Por otra parte, en los tres procesos políticos que más futuro creemos que tienen actualmente, Bolivia, Ecuador y Uruguay, las denuncias de corrupción han sido mucho menores contra estos elencos progresistas. Seguramente, esto se ha dado así no sólo porque en estos partidos existan personas más éticas -aunque los ejemplos de austeridad como los proporcionados por Pepe Mujica sin dudas colaboran como modelos de conducta que se establecen desde el liderazgo principal hacia abajo- sino porque se han introducido mecanismos que representan altos costos políticos y judiciales para quienes no respeten las normas sobre esta cuestión dentro de las propias fuerzas.
En una fuerza política, como en cualquier institución, es la fortaleza con la cual se aplican las normas, y la imposición de graves costos a quienes no las respetan, es decir, la disciplina interna y el repudio extendido a quienes las incumplen, lo que garantiza que sus miembros no transgredan, y no tanto una especie de “bondad esencial” que sería inherente a los “ideales” y las “causas” de los políticos progresistas.
Las conductas oportunistas están arraigadas en la condición humana, pero como decía Emilio Durkheim, “el todo es más que la suma de las partes”. Por lo tanto, es la construcción de una conciencia colectiva que cristalice en normas que repudien de forma tajante la corrupción lo que se puede imponer como un hecho social sobre las conciencias individuales de cada uno de los políticos que integran una fuerza partidaria.
Dicho esto, debemos también señalar que la relación entre dinero y política plantea la pregunta respecto de cómo hacen las fuerzas progresistas para financiar sus campañas en un mundo político financierizado y donde las donaciones de las empresas privadas hacia las fuerzas tradicionales y que favorecen los intereses dominantes son lo característico. Se presentan así durante las campañas dilemas prácticos de la política que consisten en obtener dinero por medios no legales o perecer como fuerza partidaria competitiva.
Es el dilema que José Dirceu le planteó a la dirigencia del Partido de los Trabajadores (PT) en los años ’90: o nos aliamos con fuerzas políticas del centro y la derecha o tendremos un programa bellísimo de principios de izquierda que nunca se traducirán a la práctica. Dicho y hecho, con todas las consecuencias negativas y positivas. Esta es la lógica que impone el sistema, con los políticos y “caudillos” tradicionales (los José Sarney, los Gildo Insfrán), que son parte de cualquier clase política y exigen ese tipo de lógica para asociarse a cualquier otra fuerza.
Este problema no es exclusivamente propio de las democracias latinoamericanas. El propio Bernie Sanders en Estados Unidos basó su campaña en donaciones individuales representando lo que llama una “revolución política” contra las donaciones de las corporaciones de Wall Street, que les permiten colonizar el sistema político norteamericano a través del dinero.
Inevitablemente, será necesario hacer un balance comparativo regional de todo lo sucedido en estos años como condición necesaria para que las fuerzas progresistas que perdieron los gobiernos puedan volver a los Ejecutivos. En ese balance, el estudio sobre cómo trazar un vínculo más exitoso con respecto a la cuestión de la corrupción -como el que se ha dado en las propias fuerzas de Bolivia, Uruguay y Ecuador- deberá ser analizado y tenido en cuenta en futuras experiencias de las izquierdas de la región.
@goldsariel
Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe