Tanto en el debate público en Washington como en los medios de prensa se escucha cada vez con más frecuencia que el ciclo populista de izquierdas en América Latina se está terminando. Este es más o menos el relato: un boom de exportaciones de commodities, alimentado por la gran demanda China de materias primas de América Latina, estimuló el crecimiento económico regional en la década del 2000.
Esto ocurrió casualmente al mismo tiempo que la elección de gobiernos de izquierda, que fueron reelegidos varias veces tras haber gastado enormes sumas de dinero en rescates directos para los pobres. Estos gobiernos desmotivaron a los inversionistas extranjeros y sus políticas económicas no fueron sostenibles.
Ahora el crecimiento de China se ha ralentizado, los precios de las materias primas bajaron, y con ellos se desplomaron las fortunas de la izquierda populista y nacionalista de América Latina. La elección en noviembre pasado del candidato de la derecha Mauricio Macri como presidente de Argentina, la victoria arrolladora de la oposición en el Congreso venezolano en diciembre, y la crisis política y económica en Brasil (incluida la iniciativa en curso para destituir a la Presidenta Dilma Rousseff) anuncian el comienzo del fin de una era. Según este punto de vista, la región seguirá eligiendo gobiernos más de derechas — o “más moderados” (y proclives a Estados Unidos), en la jerga de la prensa de negocios —, que retomarán algunas de las políticas económicas “más sensatas” de sus ancestros políticos.
¿Es esto verdad? La respuesta corta es no. Es cierto que los altibajos de la economía global han afectado a América Latina: en 2015 la economía regional básicamente entró en una fase de estancamiento, y las proyecciones indican que este año se contraerá un 0,5%. Pero este no es el relato más significativo. Para entender lo que ha sucedido en el siglo XXI, debemos en primer lugar comprender por qué la izquierda ganó tantas elecciones y pasó de no gobernar a nadie a gobernar a la mayor parte de la región en menos de una década.
El detonante principal de esta “marea rosa” fue el fracaso sostenido de las políticas económicas de las dos últimas décadas del siglo XX — un fracaso tan profundo y prolongado como no se había visto en la región en más de cien años, por lo menos. Los ingresos reales por persona crecieron tan sólo el 5,7% en la región desde 1980 a 2000, en contraste agudo con el aumento de más del 90% registrado en las dos décadas anteriores a ese período.
Esa fase prolongada de crecimiento fracasado de la región fue al mismo tiempo un período en el cual Estados Unidos ejerció mucha influencia en las políticas económicas. Ya entrado el 2002, cuando Luiz Inácio Lula da Silva todavía competía en las elecciones como candidato del Partido de los Trabajadores a la presidencia del Brasil, el Fondo Monetario Internacional se reunió con él y los demás candidatos para decidir cuál sería la política macroeconómica de los años siguientes, más allá de quién resultase ganador.
Pero a pesar que lo contuvieron desde la largada, Brasil pudo triplicar su crecimiento económico per cápita en comparación con el gobierno anterior, y reducir la pobreza un 55% y la pobreza extrema un 65% hasta el año 2014. El salario mínimo real se duplicó, el desempleo descendió a un mínimo histórico de 4,8% en el 2014, y los salarios reales crecieron sustancialmente por primera vez en años.
Bolivia estuvo sometido durante casi 20 años consecutivos a los programas de ajuste estructural del FMI, hasta que Evo Morales, su primer presidente indígena (en un país mayoritariamente indígena) resultó electo y asumió como tal en el año 2006. Por aquel entonces, el ingreso per cápita del país había caído por debajo del nivel que había registrado ese índice 27 años más atrás.
Una de las primeras medidas del gobierno fue renacionalizar la industria de los hidrocarburos, lo cual contribuyó — incluso más que el aumento de precios — a septuplicar los ingresos del gobierno, de 731 millones de dólares a 5 mil millones de dólares en los ocho años siguientes. Esta medida, que habría sido imposible cuando el gobierno boliviano carecía de soberanía económica, fue el pilar de avances económicos y sociales extraordinarios en la década pasada.
A nivel político, el gobierno tuvo que superar un violento movimiento secesionista de derechas. Tras acusarlo de haber auxiliado a la oposición violenta, el presidente Morales expulsó del país al Embajador de Estados Unidos en 2008. En esos tiempos el Departamento de Estado del gobierno de Estados Unidos volcaba grandes sumas de dinero en Bolivia y se negaba a divulgar su destino (Estados Unidos y Bolivia carecen aún hoy de embajadores en sus respectivas capitales). Pero una vez lograda la estabilidad política en el 2009, la economía boliviana tuvo muy buen desempeño, incluso durante la recesión mundial, impulsada por un gran incremento de la inversión pública.
Los cambios en la política económica también fueronclave del éxito de Argentina, después que entró en cesación de pagos y devaluó su moneda a fines de 2001. El crecimiento económico y la reducción de la pobreza excepcionales que registró ese país en la década siguiente — el PIB real creció alrededor del 78% y la pobreza se redujo más del 70% (cifras éstas fundadas en cálculos independientes, ya que las estadísticas oficiales de la inflación están cuestionadas; véase http://sedlac.econo.unlp.edu.ar/eng/statistics.php) — tuvieron relativamente poco que ver con las commodities. Ni siquiera fue crecimiento basado en las exportaciones.
Una condición necesaria de la sólida recuperación de Argentina (el PIB real creció más del 60% desde 2002 a 2008) fue la decisión del gobierno de cesar el pago de su deuda externa y la posición firme que mantuvo en la renegociación de la misma. Eso significó de inmediato que la carga de la deuda se hiciera sostenible — en lugar que Argentina quedara atrapada en una serie de crisis recurrentes debido a un endeudamiento demasiado grande, como ocurrió recientemente en Grecia, por ejemplo.
Y nuevamente a diferencia de Grecia, Argentina se liberó así de las exigencias de austeridad continuada formuladas por los acreedores. El gobierno también pudo gravar a los exportadores para hacerse así de una fracción de sus ganancias extraordinarias derivadas de la devaluación, usar el banco central para administrar la tasa de cambio, aplicar un impuesto a las transacciones financieras, y ejecutar otras políticas que posibilitaron que el país saliera a flote tras la depresión.
De 2002 a 2013, la tasa de pobreza en la región cayó del 44 al 28 por ciento, luego de haber aumentado sin cesar en las dos décadas previas.
La importancia de las materias primas
A lo que sí contribuyeron los ingresos de las commodities, tanto en Argentina como en el resto de la región, no fue tanto a impulsar el crecimiento como tal, sino a evitarles a estos países problemas en la balanza de pagos mientras sus economías crecían cada vez más rápidamente. Cuando una economía acelera su ritmo, la demanda de importaciones tiende a crecer más rápidamente que las exportaciones, y se corre el riesgo, por lo tanto, de quedarse corto de reservas internacionales de divisas.
Por eso en los países vulnerables a estos problemas — Argentina, porque no conseguía crédito a nivel internacional; y Venezuela, debido a su régimen cambiario disfuncional y su dependencia de los ingresos del petróleo —, la caída de los precios de las materias primas fue perjudicial.
Pero durante el repunte en el conjunto de la región, los avances económicos y sociales de América Latina en el siglo XXI fueron impulsados por cambios en la política económico-social: medidas contracíclicas en materia fiscal y monetaria, mayor inversión pública, aumento de los salarios mínimos y las pensiones públicas, mayor gasto en salud y programas condicionales de transferencias directas de dinero en efectivo para los más pobres. De 2002 a 2013, la tasa de pobreza en la región cayó del 44 al 28%, luego de haber aumentado sin cesar en las dos décadas previas.
Así como fueron los cambios positivos en la política económica — muchos de los cuales fueron posibles gracias a la “segunda independencia” de América Latina — lo que explica en buena medida el extraordinario repunte de la región en el siglo XXI, gran parte del bajón actual es consecuencia directa de errores cometidos en materia de políticas económicas.
Brasil se equivoca
Desde fines de 2010, con algunas interrupciones, y luego arriesgándolo todo después de la reelección de Dilma Rousseff a fines de 2014, el gobierno del PT en Brasil comenzó a aplicar una serie de políticas que sumieron en una gran recesión a la mayor economía de América Latina. Entre otras medidas desacertadas, realizaron grandes reducciones de la inversión pública, ajustaron el presupuesto en los momentos equivocados, aumentaron las tasas de interés en dos oportunidades, y restringieron el crédito.
Lo más triste de la austeridad aplicada en Brasil es que es innecesaria: el país aún cuenta con más de 350 mil millones de dólares en reservas, y podría por lo tanto estimular su economía sin preocuparse en absoluto de incurrir en crisis de la balanza de pagos.
Los opositores políticos de Dilma han aprovechado la recesión y la guerra sin cuartel de los medios contra el gobierno, para iniciar lo que ella considera un “golpe” en su contra. Y sus argumentos son sólidos para calificarlo así: a diferencia de la mayoría de los miembros del Congreso que encabezan la iniciativa de juicio político, a ella no se la acusa de corrupción, sino de un abuso contable al que también recurrieron otros presidentes anteriores y que difícilmente constituya una infracción pasible de llevarla a su destitución.
Cada país recorre una trayectoria distinta en momentos de desaceleración económica: la recesión actual de Ecuador se debe en gran medida a la caída del precio del petróleo, que es la fuente de la mayoría de los ingresos del gobierno. Venezuela, también fue golpeada duramente por la caída del precio del petróleo, por supuesto, pero su recesión comenzó cuando el petróleo aún cotizaba a 98 dólares el barril. En su caso, la economía fue presa de una espiral de “inflación-depreciación” que disparó una inflación del 180% en el último año, mientras que la tasa de cambio del dólar en el mercado negro trepó por encima de 100 veces más que el cambio oficial. Al igual que en Brasil, eso fue más que nada consecuencia de desaciertos en materia de políticas — entre ellos y particularmente importante en Venezuela, el esfuerzo insostenible de mantener una tasa de cambio fija sobrevalorada.
Pero no cuenten con que la desaceleración actual en la región sea una reedición de las décadas perdidas de fines del siglo XX. Ese tipo de catástrofe prolongada generalmente se da cuando los países no tienen control soberano sobre sus políticas económicas más importantes (como les ocurre a los países de la eurozona actualmente en problemas). Desde hace 15 años, Estados Unidos ha procurado deshacerse de los gobiernos de izquierda de América Latina; pero sus esfuerzos realmente sólo han sido exitosos, hasta ahora, en los países más pobres y débiles: Haití (2004 y 2011), Honduras (2009), y Paraguay (2012).
La izquierda latinoamericana lideró la “segunda independencia” de la región en el siglo XXI, modificando las relaciones económicas y políticas del continente y encabezando cambios económicos y sociales históricos que beneficiaron a cientos de millones de personas, especialmente aquellas en situación de pobreza, incluso a pesar de las pérdidas económicas de la desaceleración reciente. No obstante el revés electoral en Argentina y la amenaza actual contra la democracia en Brasil, la izquierda seguirá siendo probablemente la fuerza dominante en la región durante mucho más tiempo hacia adelante.
Mark Weisbrot es codirector del Centro de Investigación en Economía y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C. y presidente de la organización Just Foreign Policy. También es autor del nuevo libro “Fracaso. Lo que los ‘expertos’ no entendieron de la economía global” (2016, Akal, Madrid).