Noviembre 19, 2024

Mi paraguas ruso

Impulsado por los presagios del frío y lluvioso invierno volví a sacar mi viejo paraguas ruso, el inmenso paralluvias y pararrayos negro que nuestros amigos soviéticos de entonces me regalaron en Moscú en octubre de 1972.

 

 

Ahora me sirve para ir a ver a mis nietos, que están a cinco cuadras, y para cubrirme todo el cuerpo y más cuando debo ir al supermercado, que está a dos. Me cubre entero, incluso mis piernas caminando zancadas, si puedo. Si me acompaña alguien, cubre a ese alguien.

No oculto esa experiencia, la del paraguas ruso, de mi vida política y humana, para llamarla de algún modo. Está detallada en mis relatos de recuerdos publicados ya hace un tiempo, con todas las de la ley.

De ese viaje declaré además en la cárcel, sin ocultarlo, en septiembre de 1985, cuando fui secuestrado por funcionarios del Comando de Vengadores de Mártires. Cuando yo viajé en octubre de 1972 era dirigente de un partido legal de gobierno y director de una radio y una revista, además de ocupar un cargo de responsabilidad en la política agraria.

Hablar ahora de un paraguas de Moscú suena hoy a desviación ideológica. Corresponde no hablar o  sólo hablar de un paraguas de San Petersburgo, el del nuevo capitalismo ruso, más emparentado al parecer con las noches blancas y también al parecer con el turismo. En el invierno de San Petersburgo, ahora, los mendigos no usan paraguas.

Cuando me regalaron el paraguas, gentileza de nuestros anfitriones del PCUS, yo integraba una delegación política que encabezaba el actual embajador de Chile en Brasil y que integraba además otro querido compañero, a quien conocí desde muy joven, muerto en el exilio poco después de la derrota de Pinochet en 1988.

El paraguas me sirvió mucho, en Moscú y en Leningrado, y a la vuelta del exilio, en casi todos los días y noches de lluvia, durante los últimos 31 años.

No llevé el paraguas ruso al exilio en Perú y en Cuba, unos cinco y  siete años respectivamente. No estábamos para buscar paraguas en los ajetreos del asilo vía embajada de Honduras, con mi señora y mis niños de 5, 6 y 8. Afortunadamente. No me habría servido de nada. En Lima, no llueve (a pesar de que los limeños llaman lluvia a una garúa que suele empaparlos ocho o nueve meses desde el malecón hasta el inicio de la sierra) y en La Habana el cielo se vacía con tanta fuerza y tanto viento que ni mi paraguas ruso habría servido para algo. No usan paraguas los habaneros, ni cubanos, ni rusos ni algo de eso.

Mi paraguas ruso quedó en La Cisterna, por doce años, sin usar y a nuestra larga e insegura espera, en casa de la madre de mi compañera, una mujer admirable de Antofagasta y Calama, sacada de las mejores novelas rusas (La casa de Matriona, por ejemplo).

Recuerdo que una de esas noches en Leningrado, acompañados por nuestro guía de la dirección del PCUS y por un traductor del partido en la ciudad de Pedro el Grande y de Schaikowsky, después de una reunión camaraderil y muy discutida con el Secretario de Cultura del PCUS en Leningrado, un músico dedicado a la política al que el traductor censuró y no tradujo varios minutos, visitamos y recorrimos una hermosa plaza, los tres chilenos – el ahora embajador en Brasil, el que pasó a mejor vida y yo- y los tres rusos, los nombrados y el chofer. Un grupo que nos acompañaba en otro carro, creo que por razones de seguridad, se tomó, a unos metros de la plaza, una cancha de fútbol, alumbrada de noche, para correr en ella, como niños en recreo, aceleradamente, sin destino pauteado.

Todos los rusos que conocimos, también los de Leningrado, eran soviéticos del período de Brezhnev y, como todos los rusos, grandes confesores de sus historias personales, sus cuitas amorosas, sus asuntos familiares y, por cierto, sus opiniones políticas, siempre más moderadas que las nuestras con respecto a qué hacer en Chile. Eran notables sus inclinaciones por el vodka (que los llevaba a beber bastante más que nosotros), las sopas rusas de cebolla, el caviar, el esturión y el bacalao y las mujeres. Y sus grandes recuerdos de la Gran Guerra Patria, durante la cual algunos no se bajaron del tanque desde Moscú a Praga.

Quienes nos atendían en Moscú, funcionarios más que bilingües de la dirección del partido allí.  llevaban las relaciones diarias allí con comunistas, socialistas y nosotros, considerados los más cercanos al PCUS de entre los miembros de la izquierda chilena.

Ocurrido el golpe, la URSS nos abrió a los tres partidos las puertas de Moscú y trató a nuestros representantes como verdaderos embajadores. Más que con paraguas.

Nuestros representantes en Moscú, desde 1974, fueron, en orden cronológico, dos destacados “hombres de Estado” santiaguinos de hoy, de cuyos nombres no quiero acordarme en esta columna, y un compañero que veo con gusto de vez en cuando y que terminó militando desde los ochenta en el Partido Comunista chileno. Conoció en 1974 la cárcel y la tortura. Ahora vive en Valparaíso.

El gran amigo ruso, no se si no querer queriendo, nos guió en la plaza leningradense esa noche de 1972, hacia una magnífica esquina, ornada con faroles dorados y presidida por una inmensa estatua de la Madrecita Rusia, lentamente, sin apresuramiento para que con tranquilidad observáramos la noche oscura y luminosa, algo fría pero llena de calores literarios, arquitectónicos y musicales. A unos veinte metros de nuestra delegación y sus anfitriones había un grupo de hermosas damas de la noche rusa, muy bien vestidas, sin paraguas pero con capuchones de armiño, fumando sus pasosos cigarrillos rubios como ellas y esperando sorpresas con dólares. Sus figuras brillaban plateadas recortadas en las Noches Blancas, esos días grises y suaves. Nadie o casi nadie se veía en los alrededores.

Nuestro compañero de delegación, que ya no está, se acercó, pionero, al grupo de damas y conversó con ellas en algún habla para nosotros desconocida. Volvió casi al instante y consultó disciplinadamente al hoy embajador en Brasil e incluso a mí si se le permitía una aventura pasajera suya con la hermosa rusa que a corta distancia al parecer esperaba.

Le dijimos en voz baja que no, que creíamos que no era políticamente conveniente y que, por favor, esperáramos el corto tiempo que faltaba para nuestro regreso a Chile, en unos pocos días más. Entendió. Siempre fue un compañero voluntariamente disciplinado.

Al poco, utilicé mi paraguas ruso para cubrirme de la garúa de la noche blanca y avanzar hacia el auto oficial que nos esperaba para volver al hotel. Seguimos al auto de seguridad de los atletas de la cancha de fútbol.

Al día subsiguiente volvimos en tren a Moscú bebiendo, de noche, té en hermosos e hirvientes vasos de vidrio recubiertos con bellos cubiertos metálicos. El shei chino que los rusos beben como si fuera la bebida predilecta de Pedro El Grande.

De la estación al nuevo auto oficial y del nuevo auto oficial al hotel moscovita, me cubrí con el paraguas ruso porque el clima había empeorado un tanto.

Cómo nos faltó, en Chile y a Chile, “el paraguas ruso” para protegernos de la declarada intervención golpista de Nixon y Kissinger, que en 1972 estaba en su apogeo, y de su consecuencia “inesperada”, el golpe cívico militar del 73. Los amigos rusos no se obligaron a mandarlo o colocarlo. Éste no era su patio trasero, ese que defendieron en Hungría y Checoslovaquia. Había que respetar los límites trazados entre ellas por las dos grandes potencias de la llamada Guerra Fría. Hasta EEUU los respetó en los mares de Cuba y la URSS en las afueras de Turquía. Aquí quedamos a merced de Kissinger, Pinochet y la Code.

Y cómo nos falta, creo, “el gran paraguas ruso” para embarcarnos hoy en aventuras políticas, que, sin guerra fría, parecen menos difíciles pero que, en gran medida, no hemos podido resucitar porque se hundieron el país de Leningrado, los libros de Lenin (que fueron más leídos que la biblia en los sesenta y setenta) y  los paraguas para los compañeros de todo el planeta.

La vida no está irremediablemente atada al interés colectivo. Un par de nuestros ex representantes en Moscú y seguramente algunos de nuestros anfitriones de Moscú y Leningrado de 1972, que pueden haber seguido la ruta de Yeltsin y Putin, están hoy, afiebradamente, trabajando por un capitalismo “de nuevo tipo”, de esos que ni paraguas regalan.

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