Ese día llegó la invitación para un convivio de fin de año, mi mamá me miró y dijo inmediatamente: vos no vas, te vas a quedar a cuidar los animales, no te sabés comportar y nos dejás en vergüenza. Pero además de eso yo no armonizaba con el físico de mi familia: todos altos y blancos, yo negra y bajita y para mi mamá, fea además.
No era la primera vez y tampoco sería la última. Ya estaba acostumbrada a la exclusión y a ser tratada como una intrusa en mi propio hogar. Desde que tengo memoria nunca fui a una fiesta con mi familia, mi mamá me dejaba cuidando la casa y los animales. Y fui delegada a los oficios de limpiar el chiquero, el gallinero, el baño e ir a tirar la basura. Encargarme del cuidado y la alimentación de los animales. (La conexión emocional que tengo con las cabritas es inexplicable, son mi familia) Ninguno de mis hermanos podía hacerlo, pues ellos eran blancos y no se podían ensuciar… Ninguno de ellos nunca se pronunció ante el maltrato y los golpes que mi mamá me daba. Era normal, yo era negra eso me hacía inferior a ellos.
A mí me podía pasar de todo que no importaba, yo era la hija no deseada y me lo recordaba a cada instante: “¡Si a vos no te esperaba, estaba tomando pastillas cuando quedé embarazada! ¡Debí abortarte, me arrepiento de no haberlo hecho! ¡Además me saliste negra huluda, berrinchuda y fea! ¿Qué salación estaré pagando?” Todavía debe estarse preguntando por qué no le salí embarazada en la adolescencia si para ella me acostaba con medio mundo.
Me decía que a saber qué enfermedades tenía por andar con tanto patojo, y que a saber cuántas veces había abortado, tanto así que cuando llevé al único novio que presenté en la casa como tal, le dijo que su deber como mamá era decirle que yo no era virgen porque a saber con cuántos me había acostado, y que quería que lo supiera para que no llegara después a devolverme y a tacharla de haberle dado una mujer vivida.
Nunca me he sentido querida por mi mamá, sé que soy efectivamente su vergüenza, su error más grande, su yugo, que su vida sería más liviana si yo no existiera. Tampoco nunca le he preguntado por qué, no deseo entrar en profundidades devastadoras. Soy la única diferente de sus hijos, en apariencia física y en forma de pensar y actuar. He sido una isla desde niña. Siempre me he sentido ajena a ese núcleo familiar.
Durante muchos años me sentí culpable de existir, (y tengo en mis andanzas de aquellos años tres intentos fallidos de suicidio, el último a un mes de emigrar) sentía que estaba robando aire que no me correspondía, que mi presencia en esa familia estaba de más. Me sentí estorbo todo el tiempo. Nunca participé de decisiones familiares, eso lo conversaban mi mamá, mi hermana mayor y mis hermanos, yo me enteraba después y por medios ajenos. Siempre excluida y siempre ajena.
Le compraba ropa y zapatos a mi hermana mayor, a mí no, yo me ponía lo que ella iba dejando, me decía que la que tenía que verse presentable por linda era mi hermana mayor, que a mí por negra y fea nadie me iba a voltear a ver. Y así crecí, usando lo que mi hermana dejaba. Sin embargo, hay algo inexplicable, no sé por qué pero nunca me he se sentido insegura respecto a mi fisonomía. En eso mi mamá no pudo conmigo.
Nunca tuve una palmada en la espalda, alentándome a seguir, al contrario todo lo que yo hacía estaba mal, mi propia existencia le hacía mal a la familia. Y no hubo día en el que no me pegara, por una razón o por otra pero tenía que pagarme hasta cansarse, hasta que llegaban mis tías y las vecinas a quitármela de encima, porque me golpeaba con furia, con cólera, con ganas de sacarse de la entraña ese engendro que represento en su vida.
Me reventó la piel a golpes, me dejó inconsciente en más de una ocasión. Fueron tantas las veces en las que pedí que me matara a golpes, no levantarme más, quedarme ahí para siempre. Después de que me agredía yo corría a cualquier pared a golpearme la cabeza, para destrozármela yo, no quería que me golpeara más, no quería vivir más sus desprecios, sus ofensas, su forma de minimizarme a escoria.
Completamente aturdida tomé la decisión de emigrar, fue cuestión de segundos, todo se me juntó de golpe, ni siquiera lo pensé dos veces. Y me fui deseando con todas las fuerzas de mi ser de quedar en la frontera, mi cuerpo tirado en algún lugar lejos de mi familia, de mi tormento, de mi dolor más grande y que no me encontraran nunca.
Durante muchos años deseé que mi mamá me dijera que estaba orgullosa de mí, de mi esfuerzo, de mi entrega; nunca sucedió. Dejé de esperar y acepté las cosas como son, dejé de martirizarme, de culparme por existir. Pero ese vacío sigue ahí y es un dolor profundo. Haber puesto tierra de por medio me ha ayudado y la escritura ha sido mi terapia constante. También mi escritura les enfada, los ofendo con ella. Soy yo, toda yo los enfada.
Durante muchos años me negué a usar el apellido de mi mamá, para no seguirla avergonzando y por ser quién más daño me ha hecho en la vida, pero un día leyendo una columna de Carolina Vásquez Araya sentí el golpe de la responsabilidad de género, no fue la columna en sí, fue su firma, firmaba con los dos apellidos. Se me revolvieron las emociones, lloré mucho, me sentí terriblemente sola, devastada, frágil, inservible. Rechazada nuevamente por el ser que me había dado la vida, pero decidí en ese instante que firmaría mis textos como Ilka Oliva Corado. Y así lo haré hasta el día en que muera.
Es mi forma de reverenciar a mi madre. De visibilizarla como mujer (aunque el apellido sea de mi abuelo, y así el patriarcado). Es mi forma de decirle que he dejado de victimizarme. Que he dejado de sentirme intrusa porque encontré mi razón de ser, mi propia órbita, mi propio caos, donde puedo ser con libertad.
Cabe decir que mi familia no tiene uno solo de mis libros, no se los he enviado ni se los enviaré. Cabe decir también que uno de mis deseos más profundos es vivir y morir lejos ellos.
Todavía estoy en proceso de reconstrucción, curando heridas añejas y en eso la escritura es la mejor medicina.